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viernes, 25 de enero de 2019

En busca de Bergman (XI): Kvinnodröm (Sueños, 1955)





























Ya les he comentado en otras ocasiones la agradable sorpresa que me está suponiendo  revisar la etapa de formación de Ingmar Bergman. Lo que imaginaba páramo, intentos desconectados y fallidos, hasta que este director acertó de lleno con Det sjunde inseglet (El séptimo sello, 1956) y Smultronstället (Fresas Salvajes, 1956), es en realidad una demostración en imágenes de como los dos milagros fílmicos anteriores no surgieron de la nada. Antes de ellos, Bergman era un director más que sólido , de instinto certero para el plano justo y la puesta en escena sin tacha, sin miedo a arriesgarse, a dar un paso adelante y adentrarse en territorios desconocidos. Todo ello unido a una profunda sensibilidad, a la capacidad de colocarse en el lugar de sus personajes, para ver y sentir lo que ellos sienten y experimentan. Y con ellos y con él, nosotros, los espectadores.

Las virtudes anteriores las podía considerar ya conocidas, al menos intuidas, de seguro aprehendidas, en mis múltiples visionados de la filmografía de Bergman. Sin embargo, había un rasgo de su estilo y sus temáticas que me había pasado desapercibido, a pesar de ser evidente, imposible de pasar desapercibido. Bergman es un grandísimo director de actrices. Ellas son el centro de gran mayoría de sus filmes, pero no como objetos de deseo o sex symbols cuyo retrato colgar en la pared, incluso aunque su belleza sea sobrenatural. Por el contrario, en sus películas ellas son seres autónomos, de voluntad propia,  con ideales, esperanzas y ambiciones que son suyos en exclusiva. Aún más allá, puesto que no es que las observemos, sino que su mirada es la nuestra, la que el espectador adopta durante todo el metraje.

¿Bergman como director feminista? No creo que sea la etiqueta apropiada, aunque sus mujeres sean personas duras, inquebrantables, que no se callan ni se cohíben. Más bien, se trata de que este director decidió darles voz, expresarse a través de ellas, pero sin poner en sus bocas palabras que no fueran las suyas, sino pretendiendo entenderlas y hacérnoslas entender. Cruzar la barrera del espejo, demostrar que éste no era otra cosa que una ficción, de manera que los sentimientos humanos se tornaban universales, con independencia de quién los expresase. Rara avis, por tanto, tanto entonces como en este mundo compartimentado, pero que para algunos de nosotros, al menos para mí, supuso toda una educación. En respeto y solidaridad. En comprensión e igualdad.

No sé cuantas tonterías habré dicho en los párrafos anteriores. Demasiadas, con seguridad. Pero es lo que me ha inspirado Kvinnodröm (Sueños, 1955), película centrada en dos mujeres muy distintas, a través de cuyos ojos conocemos, comprendemos y juzgamos. Una, la de más edad, aconstumbrada a los desengaños, pero también a valerse por sí misma, descubre la nulidad absoluta que es en realidad su amante. Innegable y evidente para todos, excepto para ella, cegada por su amor y la ausencia. La otra, aún inocente e inexperta, descubre en otro los lóbregos callejones a los que vida puede arrastrar a una persona. Lugares tétricos, indistinguibles de cárceles, de los que se puede uno ausentar brevemente, en busca de la luz y un asemejo de felicidad, pero a los que siempre se vuelve de forma voluntaria. Como al hogar anhelado.

Personajes positivos a los que se contrapone su reflejo negativo, también en forma de mujer. Pero sin que esto conlleve condena, mucho menos castigo, salvo el que uno quiera infligirse a sí mismo. Todos tenemos nuestras razones para actuar de una manera y al final es la lógica, nuestra lógica inatacable, la que nos pierde. Una de ellas, sabedora también de la mediocridad del hombre al que ambas, esposa y amante, codician, no lo entregará. Saber que es su propiedad, su siervo, que sin ella no es nada, le proporciona ese placer embriagador que sólo el dominio absoluto  conlleva. La otra, por el contrario, guarda odio eterno al hombre que abandonó a su madre, sin importarle que en esa venganza, larga y dilatada, acabe ella siendo también destruida y aniquilada, si sólo el otro cae consigo.

Y junto a estos vericuetos y recovecos, ese instinto certero de Bergman para traducir los sentimientos en imágenes. Sin precisar de una sola palabra, como sólo saben hacerlo los grandes maestros.

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