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sábado, 15 de septiembre de 2018

En la penumbra

Wir alle verfügen ja über die ganz besonders eigentümliche Gabe, eventuell mit einmal hinfällig zu sein, mit anderen Worten, in Bezug auf die Kräfte, die Gesundheit plötzlich zu verlieren, und ich bin der Meinung, wir alle sollten mit dieser Möglichkeit zu rechnen. « Unkraut verdirbt nicht », ist so ein hergebrachtes, gleichsam altehrwürdiges Sprichwort, mit dessen Erwähnung ich selbstverständlich nicht sehr viel, womöglich überhaupt nichts gesagt haben will. Dieses Sprichwort ist mir nur soeben eingefallen.  Was ich beifügen sollen, ist dieses: Eine  Bürgersfrau, so wurde mir hintergebracht, habe sich über mich da und da erkundigt und bezüglich meines Charakters und meines Benehmens die Befriedigendste Auskunft eingeheimst oder  erhalten. Die Benachrichtigung dieses ganz geringfügigen Auskunftseinholungsmomentes hat mich gefreut, ich gestehe es offen. Ich bin also in den Augen von Leuten, in deren Gesellschaft oder in deren Nähe ich Zeitweise lebte, d.h. Zeit verschwendete und verbrachte, einer, mit dem sich umgehen lässt. « In Ihren Bücher » so sagte mir ein hochgeachteter Herr Verleger, « lebt etwas in gewisser Hinsicht zu Rosiges, Fröhliches, was Ihnen mancher Leser übelnehmen kann, worauf Sie sich gefasst machen wollen »

Robert Walser. Microgramas

Todos nosotros disponemos de una virtud característica completamente especial, de tarde en tarde ser débiles por una vez. En otras palabras, en relación a nuestras fuerzas, perder repentinamente la salud, y soy de la opinión que todos debemos contar con esa posibilidad. « Mala hierba nunca muere » es un dicho tan antiguo y digno, y al mismo tiempo tan tradicion, que yo, con esa expresión no tengo mucho que decir, en general quizás nada. Este refrán sólo me ha venido a la mente. Lo que quiero añadir es esto: La esposa de un burgués, así se me dijo en secreto, se ha interesado, aquí y allá, por mí y en relación a mi carácter y mi comportamiento ha procurado conseguir y obtener información, la más satisfactoria. La notificación de ese ínfimo momento de recolección de información me ha llenado de alegría, lo confieso abiertamente. Estoy por tanto en boca de las gentes, de cuya sociedad formo parte o en cuya contemporaneidad vivo, es decir,  soy uno al que evitan aquellos con los que malgasto y paso el tiempo. « En sus libros  » me dijo un respetado editor « habita algo demasiado alegre, de color de rosa, que algunos lectores pueden tomarse a mal y por ello guardarle rencor »

Con demasiada lentitud voy avanzando en la lectura de los microgramas de Robert Walser. No porque me disgusten, ya saben que este escritor suizo es uno de mis favoritos, sino por su dificultad. Provocada en gran parte por el estado de oxidación de mi alemán, cada vez más deteriorado, pero también por las circunstancias que rodean a la composición de esa sección de la obra Walseriana y su carácter de experimento sin concesiones. Más allá de una modernidad literaria que aún no había agotado sus posibilidades, rayano en el postmodernismo posterior, mucho antes de que ese termino aún existiese .


Les he contado la historia ya varias veces. A finales de la década de 1910, tras haber alcanzado la gloria literaria y granjearse la admiración de los escritores contemporáneos, como Hesse o Kafka, Walser comenzó a aislarse del mundo, dejó de publicar y se convirtió en un nómada solitario, yendo de apartamento en apartamento, de trabajo temporal en trabajo temporal. Preocupados por su salud mental, sus familiares consiguieron que se le encerrase en una residencia. Allí vivió hasta mediados de la década de los cincuenta, en un régimen bastante laxo, que le permitía abandonarla y perderse en largas caminatas. 

Sería sólo a su muerte cuando se descubriría que había seguido escribiendo durante todo ese tiempo. O al menos menos mientras se le suministraron papel y útiles de escritura, que le fueron retirados a mediados de los años 30.  Esa actividad literaria había sido desarrollada principalmente en secreto, a espaldas de médicos y  vigilantes, sobre hojas reutilizadas, como notificaciones, telegramas y sobres, con una letra minúscula, apenas inteligible. Descifrar esa ingente cantidad de fragmentos llevó varias décadas y el resultado, en algunas ocasiones, es sólo provisional; pero lo que reveló es, en su gran mayoría, de altísima calidad, enriqueciendo la obra Walseriana con cientos de relatos, poemas y bosquejos teatrales.

A pesar de ese encierro, Walser alcanzó una libertad creativa que quizás le hubiera estado negada si su carrera hubiese seguido un curso normal. En la seguridad que esos fragmentos no iban a publicarse y que serían destruidos a su muerte, el escritor suizo se apartó de las convenciones de su época, incluso las de las vanguardias, para adentrarse en formas nuevas, de gran dificultad. No porque su expresión sea obscura, su lenguaje rebuscado, sus conceptos crípticos, sino más bien porque lo exiguo del espacio con el que contaba le obligaba a prensar universos enteros en sus breves narraciones y piezas dramáticas.

Lo característico de esa literatura microgramática es que Walser lleva al extremo la divagación y la digresión. Sus fragmentos están dotados de un hilo conductor único que permite seguir su pensamiento, sin que queden espacios vacíos entre sus diferentes razonamientos y situaciones. El problema radica en que en el mero espacio de unas pocas frases o de unas líneas, podemos encontrarnos a una distancia inmensa del punto de partida, sin saber muy bien cómo y por qué hemos llegado allí, pero sin tener la impresión de haber sido engañados. 

Ese vagar, semejante al de sus caminatas, es uno de los grandes atractivos de la lectura de estos microgramas. El lector intenta adivinar cuál será el próximo giro de la narración, pero Walser se las arregla siempre para darnos un quiebro y despistarnos, dejándonos en medio de la ruta, sin referencias, planos o guías. La literatura se convierte así en juego, en mero artificio, donde el literato interviene una y otra vez, para avisarnos de sus trucos y reírse de ellos, en clara complicidad con nosotros. Walser se muestra así honesto y artero, mentiroso y sincero,  incluso dentro de una misma frase, pero sin que esa contradicción se resuelva en ruptura y derrumbe de su arquitectura literaria, sino construyendo un edificio solido, acogedor y habitable.

Siempre que se conozca bien el idioma, claro esta. Para un lector proveniente de otra lengua, que espera solventar sus carencias lingüísticas con una historia coherente que se desarrollia a lo largo de muchas páginas, los zig-zag, los súbitos desvíos y volantazos, los eclipses y materializaciones de la frase e idea Walseriana pueden acabar sumiéndolo en un estado de confusión sin cura ni remedio. Como bien me ocurre a mí, cada vez que me embarco en la exploración de los laberintos microgramáticos.

Lo que no evita que me chiflen.

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