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sábado, 24 de febrero de 2018

Guerra eterna

Der größte Literat Frankreichs ergreift das Wort später: Richelieu hat den Ausgang Wallenstein acht Seiten seines Erinnerungswerkes gewidmet. Seiten voller Kenntnis, Verständnis und nachdenklicher Sympathie: "... endlich gewinnt im Herzen des Kaisers der Verdacht die Oberhand. Es ist das Schicksal der Minister, dass ihre Autorität schwankt und nicht bis zu ihrem Tode zu dauern pflegt; sei es, dass die Könige müde werden eines Menschen, dem sie schon soviel einräumten, dass keine Geschenke mehr zu Verfügung steht, sei es, dass sie scheel auf jene blicken, die in solchem Grad sich verdient gemacht haben, dass ihnen alles und alles gebührt, was zu schenken noch übrigblieb". Das Unheil, dem Autor selber mit knapper Not entging; der Andere nicht, Es ist die Rede vom Neid der hohem Offiziere, vom Hass der Spanier und ihrem gewaltigen Einfluss in Wien. "Sie lassen alles, was er tut, in düsterem Licht erschienen; geschieht etwas Unwillkommenes, so ist er schuld daran; geschieht etwas Erfreuliches, so ist er so großartig nicht und hatte jedenfalls noch besser sein können, wenn er nur gewollt hatte". Als wäre Richelieu dabeigewesen, bei jenem tragische Gespräch zwischen Wallenstein und Trautmansdorf am 27. November 1633. Er versteht Wallensteins Niedergang mit dem Blick des in allem Menschlichen Erfahrenen; den Pilsener Schluss als einen Akt bloßer Notwehr, der Rebellion nicht bedeutet, den Verrat der Italiener. "Er hatte Piccolomini aus dem Nichts zu hohem militärischen Rnag erhoben, ihn überhäuft mit Gütern und Ehren; darum baute er auf ihn und irrte, denn nicht jene, der wir uns am generösesten verpflichtet haben, sind die Treuen, sonder die Edelgeborenen, die Männer von Ehren und Tugend"... über den Mord. "Sonderbar ist es und der Menschen Schwäche offenbarend, dass unter allen jenem, die ihm Dank schuldeten, in der Stadt nicht einer bereit war, seinen Tod zu rächen; jeder fand erkünstelte Gründe, seine Schnödigkeit oder Feigheit zu verschleiern... Walllensteins Tod bleibt ein ungeheures Beispiel, sei es für die Undankbarkeit des Dienenden, sei es für die Grausamkeit des Herrn, denn in seinem an Gefährlichem Zwischenfällen so reichen Leben fand der Kaiser keinen Zweiten, dessen hilfreiche Dienste auch nur von ferne  an die ihm von Wallenstein geleisteten herangekommen wären"

Golo Mann, Wallenstein

El gran literato de Francia tomó la palabra más tarde. Richelieu dedicó al mutis de Wallenstein ocho páginas de sus memorias. Páginas llenas de sabiduría, comprensión y meditada simpatía: "... al final la sospecha cobró ventaja en el corazón del emperador. Es el destino de un ministro que su autoridad vacile y que no dure hasta su muerte; ya sea porque los reyes se cansen de un hombre, que tanto les les ha ahorrado y para el que ya no quedan favores que otorgarle; ya sea porque contemplen celosos a aquel que tan acreedor se ha hecho de ser recompensado, al que tanto ha contribuido a que se le colme aún más de honores." El infortunio, al que el autor mismo en la dura necesidad supo substraerse, mas el otro no, fue la la envidia de los altos mandos, el odio de los españoles y su poderosa influencia en Viena. "Todo lo que hizo, lo iluminaron con una luz descarnada. Si sucedía una desgracia, tenía la culpa, si sucedía algo favorable, no era tan magnífico y podía haber sido incluso mejor, si él lo hubiese consentido". Como si el propio Richelieu hubiera estado presente en aquella conversación trágica entre Wallenstein y Trautmansdorf del 27 de noviembre de 1633. Comprendía la caída de Wallenstein con la mirada de quién tiene experiencia en todo lo humano. La declaración de Pilsen era un acto de simple defensa, que no implicaba una rebelión. Sobre la traición de los italianos: "Él había elevado a Piccolomini al más alto rango militar, lo había abrumado con bienes y honores, construía sobre él y se equivocaba, porque no son fieles aquéllos con los que uno se ha empeñado con la mayor generosidad, sino los nacidos nobles, los hombres de virtud y honor...". Sobre el asesinato: "Es notable e indicativo de la debilidad humana, que nadie, en toda la ciudad, entre todos aquéllos que le debían gratitud, estuviese dispuesto a vengar su muerte. Todos encontraron elaboradas razones para velar su bajeza o cobardía... La muerte de Walllenstein es un ejemplo monstruoso, bien de la ingratitud de los subordinados, bien de la crueldad de los señores, porque en una vida tan rica en incidentes, como la del Emperador, nunca encontró otro que se acercase, ni de lejos, a lo que Wallenstein había llegado a conseguirles.

He querido copiar in extenso el epitafio que el cardenal Richeliu dedicó a Wallenstein en sus memorias porque ambos fueron enemigos mortales. Sólo un animal político de primera categoría como el gobernante francés, sabedor de los peligros que acarreaba el servicio de los reyes, podía juzgar con tanta claridad la trayectoria de su oponente alemán. Y además hacerlo sin animosidad, incluso con simpatía.

Pero claro, a estas alturas se estarán preguntando ¿quién era Wallenstein? ¿Por qué un escritor como Golo Mann, hijo de Thomas Mann, le dedica una biografía de 1000 páginas? ¿Por qué su figura ha pasado a formar parte de la cultura alemana?


Hagamos un poco de historia, personal y de Europa. Retrocedamos a la primera mitad del siglo XVII, a la guerra de los Treinta Años, ese conflicto que asoló el Imperio Romano Germánico de 1618 a 1648. Como ya sabrán, mi fascinación por ese conflicto me viene de cuando leí, muy de joven, el Atlas Histórico Mundial de Kinder y Hilgemann. Apenas eran cuatro páginas, dos de mapas, pero con eso bastó para dejarme una huella indeleble.

De nuevo: ¿por qué?

Quizás por su carácter de pesadilla. De ésas, además, de las que no se puede despertar, por mucho que se intente. Las hostilidades comenzaban en un punto muy precioso del Sacro Imperio Romano-Germánico, el reíno de Bohemia y Moravia, como un problema entre súbditos protestantes y gobernantes católicos, para extenderse pronto a todo el Imperio, como si fuera un incendio incontenible. En los mapas, los ejércitos en lucha se embarcaban en campañas de meses de duración, recorriendo miles de kilómetros de un lado a otro del ámbito germano, sin dejar lugar sin asolar. Algo así no se había visto en Europa desde tiempos de los romanos o las cruzadas, y casi no se volvería a ver hasta las campañas napoleónicas

Sin embargo, el carácter de pesadilla no venía por esa magnitud inimaginada, hasta entonces, del conflicto. El horror surgía de que ninguna batalla era decisiva, sino que sólo servía para prolongar el conflicto y el sufrimiento.Tras cada derrota, siempre se conseguía poner en pie un nuevo ejército, con el que emprender otra campaña, con el que ganar - o perder - batallas que no tenían ningún resultado. Fuera de exterminar la población y arrasar el país. Incluso el agotamiento mutuo de los contendientes, tras largos años de guerra, sólo servía para atizarlo aún más, porque de fuera del ámbito alemán, se iban uniendo al conflicto otros países como España, Francia o Suecia. Según vieran peligrar sus intereses con la fortuna variable de las hostilidades.

De esta manera, se ha podido calificar a este conflicto como la primera guerra general europea, el inicio de esa larga serie que finalizó, por ahora, en 1945. Pero también como primera guerra "mundial", ya que los conflictos entre contendientes acabaron ventilándose fuera del espacio Europeo. Por ejemplo, en el caso de España y las Provincias Unidas, enfrentándose en Brasil y en el Océano Índico por el control del imperio ultramarino portugués, integrado hasta 1640 en la corona española. Primero no sólo en estio, sino en otros aspectos más téctricos como la guerra total, las atrocidades contra la población civil y los crímenes de guerra. Hubo regiones del Imperio  que llegaron a perder el 50% de su población y se estima que, como poco, la caída demográfica fue  un tercio.

No es de extrañar, por tanto, que ese conflicto adquiriese rasgos de calamidad bíblica, de maldición eterna. Muy pocos de los que asistieron a su inicio continuaban en vida a su término, y si algo caracteriza precisamente a este conflicto es como fue quemando y devorando a sus protagonistas. Entre ellos destacan dos, de destino igual de desastrado, el rey Gustavo Adolfo de Suecia y Alberto Wallenstein, generalísimo de las tropas imperiales en dos ocasiones. Dos figuras que se han convertido en míticas para sus respectivos países y cuyos destinos se entrecruzan, puesto que Gustavo Adolfo se involucró en el conflicto tras que Wallenstein fuera apartado de su cargo en 1630, para luego morir luchando contra éste, en la batalla de Lutzen en 1632, durante el segundo generalato de Wallenstein.

No obstante, sus personalidades no pueden ser más opuestas. Gustavo Adolfo estaba poseído por el espíritu bélico, que le arrastraba las mayores audacias y temeridades. Las primeras, capaces de llevarle aplastar al ejército imperial en 1631, en Breitenfelds, para llegar luego a las puertas de Munich y dar así la vuelta a un conflicto que parecía decidido a favor de los príncipes católicos apenas unos meses antes. La segunda, para morir en Lutzen al frente de una carga de caballería, y con ello estar a punto de perder ejército, batalla y guerra. Algo que no sucedió porque sus oponentes, las tropas católicas al mando de Wallenstein habían quedado quebrantadas tras un día entero de furioso combate, de forma que prefirieron retirarse, antes de arriesgarse a continuar la batalla al día siguiente. Entregando así al enemigo una victoria que estos no habían logrado.

¿La razón? Todo lo que en Gustavo Adolgo era audacia, en Wallenstein era prudencia hasta parecer cobardía y pusilanimidad. De hecho, si la biografía del rey sueco es una sucesión de batallas, en la del general imperial apenas hay una, ésta de Lutzen. El resto de sus campañas son movimientos estratégicos en los que se intenta derrotar al enemigo sin combatirlo, agotándolo o impidiéndole conseguir sus objetivos; o bien se le obliga a combatir contra posiciones fortificadas, como le ocurrió a Gustavo Adolfo en Nuremberg, en 1632. Todo ello, habiendo reunido tropas y suministros en abundancia, sin osar moverse antes de haberlos asegurado y, una vez en campaña, sin dar un paso en falso.

Un caso curioso el de Wallenstein. Un general que no combate y que, no obstante, goza de inmenso poder, acrecentado cada vez más con gracias y honores. Por eso mismo, temido por sus  benefactores. Cuando Wallenstein es llamado al generalato por el emperador Fernando II, en 1626, se le pone al frente de todas las tropas imperiales, y cuando se le destituye por primera vez, en 1630, gobierna una serie de territorios que se extiende del Báltico a Bohemia, además de gozar del rango de príncipe imperial, cuando de origen era de una familia noble de muy bajo abolengo. Ese inmenso poder político, económico y militar, le hizo sospechoso y temible, no sólo a potentados aliados, como el elector de Baviera, sino a su mismo benefactor, el emperador, puesto que se recelaba que se embarcase, por sí solo, en un reorganización completa del imperio. En contra incluso del bando en el que militaba

Ese temor llevó a su primera destitución, sólo revocada por la irrupción, con rasgos de plaga bíblica, de Gustavo Adolfo. La segunda destitución, en 1633, acabaría de manera trágica. Tras Lutzen, Wallenstein perdió toda esperanza en una solución militar del conflicto, cayó en la inactividad y comenzó a tantear a los príncipes protestantes alemanes para negociar una paz sin vencedores ni vencidos. Estos movimientos no quedaron en secreto y fueron interpretados, por el Emperador y el bando católico, como indicios de que Wallenstein quería pasarse al enemigo junto con el ejército. La decisión de Fernando II, con la connivencia de gran parte de los mandos militares de Wallenstein, fue despojar a éste de honores y propiedades, además de arrebatarle el mando del ejército. Ante ello, sólo le quedó la huida, que termino a los pocos días, cuando los mercenarios ingleses que le acompañaban le asesinaron a él y a los pocos oficiales que le habían quedado fieles.

Y quizás sea esa la razón de la fascinación de este personaje. Alguien que, saliendo de la nada, llegó a lo más alto, hasta hacer temer a todos que acabaría por gobernar Alemania y quizás Europa. Un gigante al a quien, a pesar de todo ese poder desmesurado, se derribó de un papirotazo, devolviéndole a la nada de la que la había surgido, eliminándole como si fuera otro más de tantos muertos anónimos del conflicto.

¡Qué ejemplo mejor de la locura de esa guerra!




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