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martes, 26 de julio de 2016

Leyendo a Camus (I): L'Étranger

L’audience a été levée. En sortant du palais de justice pour monter dans la voiture, j’ai reconnu un court instant l’odeur et la couleur du soir d’été. Dans l’obscurité de ma prison roulante, j’ai retrouvé un à un, comme du fond de ma fatigue, tous les bruits familiers d’une ville que j’aimais et d’une certaine heure où il m’arrivait de me sentir content. Le cri des vendeurs de journaux dans l’air déjà détendu, les derniers oiseaux dans le square, l’appel des marchands de sandwiches, la plainte des tramways dans les hauts tournants de la ville et cette rumeur du ciel avant que la nuit bascule sur le port, tout cela recomposait pour moi un itinéraire d’aveugle, que je connaissais bien avant d’entrer en prison. Oui, c’était l’heure où, il y avait bien longtemps, je me sentais content. Ce qui m’attendait alors, c’était toujours un sommeil léger et sans rêves. Et pourtant quelque chose était changé puisque, avec l’attente du lendemain, c’est ma cellule que j’ai retrouvée. Comme si les chemins familiers tracés dans les ciels d’été pouvaient mener aussi bien aux prisons qu’aux sommeils innocents.

L'Étranger, Albert Camus

Se levantó la sesión. Al salir del juzgado para subir al coche, reconocí durante un breve instante el olor y el color de una tarde de verano. En la obscuridad de mi prisión sobre ruedas, encontré uno tras otro, como desde el fondo de mi cansancio, todos los sonidos familiares de una  ciudad que yo amaba y de una hora donde me pasó haber sido feliz. El grito de los vendedores de periódicos en el aire ya relajado, los últimos pájaros en la plaza, las llamadas de los vendedores de bocadillos, la queja de los tranvías en las de la ciudad y ese rumor del cielo antes que la noche se precipite sobre el puerto, todo ello recomponía para mí un itinerario a ciegas, que conocía bien antes entrar en prisión. Sí, ésa era la hora cuando, hacia mucho tiempo, me sentía feliz. Lo que me esperaba entonces era siempre un dormir ligero, sin sueños. Y sin embargo, algo había cambiado, puesto que junto a la espera del mañana, era mi celda la que había vuelto a encontrar. Como si los caminos familiares, trazados en los cielos de verano, pudieran llevar tanto a las prisiones como a los sueños inocentes.

La figura del escritor francés Albert Camus ha sufrido un proceso de mitificación que le ha convertido en lo más parecido a un santo laico que se pueda imaginar. Parecería que siempre tuvo la razón, estuvo de lado de la justicia y representó un humanismo inquebrantable, ejemplo a seguir en los confusos tiempos modernos. Sin embargo, este modo de pensar no hace justicia ni a la complejidad de su pensamiento, ni a la riqueza de su obra literaria, plena en contradicciones y poco amiga de los blancos y negros radicales. Así, su obra tiene como objetivo no la moralización fácil, sino la exploración de las miserias de la condición humana, subrayada la presentación neutral de personajes negativos, cuando no decididamente destructivos. Tal es el caso de su novela más famosa, L'Étranger (El extranjero), como ya veremos, y también de una obra de teatro como Les Justes (Los justos), que deriva casi en una justificación del terrorismo y por eso mismo no se podría representar en un país como el nuestro, donde las heridas causadas por ETA aún no han cicatrizado, así como la utilización torticera de las mismas.

Por otra parte, a Camus también le perjudica que durante largas décadas, de los años sesenta a los ochenta, como poco, fuera considerado como uno de los escritores esenciales para la juventud. Obras como La Peste (La peste) eran de lectura prácticamente obligatoria, al concebirse como guía en la formación de la personalidad moral y política, la respuesta a los muchos dilemas en ese sentido que suelen tenerse en esas edades tempranas de búsqueda y descubrimiento personal. Entiéndase bien. No es que la lectura de Camus fuera recomendada oficialmente como provechosa y normativa, sino que como ocurre con Hesse, otro escritor ducho en describir encrucijadas vitales, su obra se hallaba rodeada de un aura de conocimiento prohibido. Ése saber en la penumbra, deseado, pero al mismo tiempo repulsivo, que permitiría hallar el camino propio, fuera de las convenciones de la vida adulta, de los que se nos quería hacer creer y amar por parte de nuestros mayores.

Hablo, por supuesto, del tiempo de mi juventud, allá en la década de los ochenta del siglo pasado. Hace mucho tiempo que no tengo contacto con las nuevas generaciones y desconozco cuál es la idea que ellos se forman de Camus o que repercusión pueden tener sus ideas, ya vetustas, en su vida diaria. No mucha, me temo, especialmente debido a esa santificación laíca a la que me refería, la conversión de Camus en alguien  que ya no pertenece a los márgenes de la sociedad, y por eso mismo atractivo y peligroso, contestatario y rebelde; sino en uno de sus puntales, o al menos de cierta concepción ideal que es defendida de forma oficial.  Pero no piensen que con esto estoy criticando a la juventud, ni que que voy a atacar a sus nuevas aficiones, Pokemons incluidos. No, muy al contrario, mi ataque va dirigido contra nosotros los viejos, que hemos tornado a Camus en una antigualla que sólo sirve para proyectar nuestras nostalgias.

De lo que no hicimos, de lo que no fuimos. De aquello en lo que ya no creemos, aunque lo proclamemos a los cuatro vientos.

Volviendo a L'Étranger. Sé que se suele considerar esta novela como la mejor de Camus, pero para mí es la que menos me gusta de su producción, al menos de entre sus obras mayores. Publicada en pleno conflicto mundial, con la mitad de Francia ocupada por el ejército nazi y la otra mitad gobernada por el gobierno títere del Mariscal Petain, promotor de un fascismo galo al servicio del ocupante, la aparición de L'étranger debió ser como un rayo en un cielo sereno. Setenta años más tarde, aun conserva intacto gran parte de su impacto original, expresado en ser una novela como ninguna otra, de esas que sirve para marcar el inicio de un periodo nuevo, en ese caso el existencialismo, ideología dominadora de la cultura europea en las décadas posteriores. Su importancia, no obstante, no se reduce únicamente a este carácter inauguratorio, sino que además sirve de resumen de los rasgos esenciales de ese sentir filosófico, hasta casi substituir y reemplazar su evolución posterior. En concreto, el humanismo de raigambre católico/marxista que servía para dar una solución al absurdo existencial heredado tras el conflicto bélico

Porque L'Étranger es una novela profundamente nihilista. No pesimista, tengan eso en cuenta, sino decida y voluntariamente nihilista. En ella el absurdo no se considera como un mal en sí, sino como un prerrequisito que asegura el despertar de la consciencia del individuo y su posterior rebelión contra un mundo que finge no ver ese horror vital en el que se halla sumido. Esta postura de absurdo vital, conducente a una rebelión sin objetivos, casa mal con la imagen de ese Camus santón de la modernidad, pero tiene un poder de fascinación de especial resonancia en edades, como la adolescencia, que se caracterizan por sus dilemas vitales. Por la necesidad urgente, antes de convertirse en otro viejo,  de encontrar una respuesta que se traduzca en acción, sea ésta del tipo que sea.

¿Y cuál es esta acción, según la propone Camus? Pues se trata de un modo de combate negativo. Frente al absurdo que constituye el mundo, resumido en la ausencia de dios, la indiferencia de la naturaleza y la rutina enloquecedora de la vida diaria, el único camino que queda es el de la rebeldía destructiva, el mero plante orgulloso, despectivo y chulesco. No hay otro mundo posible que éste, cuya indiferencia nos aplasta, ni mucho menos existe la posibilidad de realizar la utopía, puesto que ya nos encargaríamos nosotros de destruirla. Sin embargo, tampoco existe la maldad, un mal contra el que pudiéramos rebelarnos, puesto que el mundo es ciego ante nuestras acciones y carece de una inteligencia que pueda juzgarlas, mientras que nosotros no tenemos voluntad propia, más allá de la  aspiración a vivir un día más en ese mundo indifirente. Uno más que los otros, aunque esa supervivencia no tenga significado, recompensa o destino alguno.

El auténtico enemigo es el hastío. El rutinario vivir donde las acciones pierden todo sentido, excepto el de su repetición hasta la eternidad, de manera que el mal, la violencia y la abyección, no dejan ser una manera obtusa e inconsciente de romper con ese bloqueo, con esa prisión sin puertas ni ventanas en que se consumen nuestros días. De ahí que no quede otro camino que el que toma el protagonista, Mersault, sin ser plenamente consciente de ellos. Quebrar la convención social, cometer un acto innombrable y luego marchar hacia el cadalso sin admitir remordimiento ni arrepentimiento, provocando el odio y la venganza de toda la sociedad entero.

Para que así, ese acto de rebeldía, anime a otros a actuar así, quebrando de manera definitiva la bóveda del edificio social. 


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