Alfonso Albacete |
Como tantas otras muestras, ésta es interesante tanto por lo que enseña como por lo que calla. La fecha elegida, ese 1980 tan lejano ya, no lo ha sido de forma inocente sino que hace referencia a un cambio trascendental e irreversible en la historia del arte europeo. Hablo por supuesto de la transición del modernismo al postmodernismo, o mejor dicho, de la muerte de aquel movimiento y la supremacía final de este último, simplemente porque no había otra cosa mejor que lo substituyera.
Historia conocida es como la ilusión revolucionaria y contracultural de los años sesenta - ese tiempo en que todo parecía posible, alcanzable - se transmutó en el frío desengaño de los setenta, perfecto caldo de cultivo de ese pesimismo filosófico tan natural al postmodernismo. Sin embargo, ese cambio de clima intelectual no explica por entero la desaparición repentina e inesperada - para la mayoría de la población - del movimiento moderno. Quizás la mejor explicación sea a esta ruptura se la de Robert Hughes aunque este crítico acabase encastillado en una defensa una supuesta edad de oro, la de la vanguardia combativa, frente a un presente cínico, el de la indefinición postmoderna.
Según su tesis, los ideales del modernismo habían terminado por ser palabras vacías de todo significado, y su práctica final una traición, entre doma y amaestramiento, de una arte antaño salvaje y montaraz. El símbolo más claro de esta decadencia era el museo de arte contemporáneo como institución, esas inmensas catedrales del arte de coste astronómico, destinadas a la gloria de estados y mecenas, pero no a la del arte, que terminaban indefectiblemente por tornarse en parques de atracciones donde todo era comerciable y comercializado. Triste resultado para una vanguardia que había pretendido transformar, revolucionar el mundo y la mirada con que lo observamos, pero que había terminado siendo una mercancía más, cuyo valor se veía incrementado por su aparente rebelión frente al sistema. No es de extrañar, por tanto, que la vanguardia como nuevo arte oficial, se viera contradicho por ese nuevo sentir postmoderno, que ponía en duda las razones y los medios de una rebelión que en realidad no era otra cosa que un medio de hacer caja.
Esta transición no se produjo al mismo tiempo, ni con la misma intensidad en todos los países de Europa. En España, debido a la longevidad de la última dictadura fascista del continente, la vanguardia no nos llegó sino a última hora, casi cuando estaba dando sus últimas boqueadas. De hecho, la transición estética a la que me refiero pasó casi completamente inadvertida para los medios culturales de masas - el diario El País, por ejemplo - que no acababan de de darse cuenta de los términos en que se estaba produciendo el debate, continuaban utilizando categorías ya trasnochadas, e incluso a la altura de los 90 seguían preguntándose qué cosa era eso del postmodernismo.
Juan Navarro Baldeweg |
Estas diferentes reacciones, el abandono de plano de las formas de la modernidad, su aceptación en forma de homenaje necesario, están apuntando ya a esa prevalencia del postmodernismo a la que hacía referencia. Ambas, a pesar de su aparente distancia, son simplemente un modo de preguntarse: ¿Y ahora qué?, una postura tan parecida al del Manierismo italiano del 1500. Es decir, nosotros, nuestra generación, somos capaces de pintar tan bien, con igual maestría y perfección que los maestros antiguos, pero esto no dice nada a nuestro favor, más bien al contrario, sirve para denigrarnos, como se haría meros copistas. Hay que dar, no hay otro remedio, una pas adelante ¿Pero adónde?
La respuesta del modernismo sería: hacia adelante, siempre hacia adelante, profundizando en los laberintos del arte, hasta que no quede ninguna región inexplorada, pero la adoptada por el postmodernismo es bien distinta. Para ese movimiento, el que impregna nuestro tiempo, afortunada o desafortunadamente, no hay un adelante, no hay territorios que explorar, y aunque los hubiera no merecería la pena ir a su encuentro. Lo único que puede hacer el artista es repetirse -formulación contemporánea del "todo está ya inventado" de los antiguos - ejerciendo esa copia de forma consciente y visible. Es decir, mediante las armas de la ironía y la parodia, para así demoler cualquier asomo de seriedad, de endosiamiento, de nobleza y de elitismo que pudiera filtrarse en esa práctica. Porque, al fin y al cabo, no hay artes mejores que otras, ni más nobles, ni siquiera existe algo que pueda llamarse arte, sino que son todos modos de entretenimiento, de pasar el rato.
Un nuevo paisaje, en definitiva, austero y desolado, en el que un museo, y las exposiciones que promueve, no son muy diferentes de inmensos almacenes en los que se apilan objetos sin interés, válidos solo para amontonar polvo.
Ferrán García Sevilla |
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