Le monstre à l'apparition duquel mon amour avait frissonné, l'oubli,avait bien, comme je l'avais cru, fini par le dévorer. Non seulement cette nouvelle qu'elle était vivante ne réveilla pas mon amour, non seulement elle me permit de constater combien était déjà avancé mon retour vers l'indifférence, mais elle lui fit instantanément subir un accélération si brusque que je me demandai rétrospectivement si jadis la nouvelle contraire, celle de la mort d'Albertine, n'avait pas inversement, en parachevant l'ouvre de son départ, exalté mon amour et retardé son déclin. Oui maintenant que la savoir vivante et de pouvoir être réuni à elle me la rendait tout d'un coup si peu précieuse, je me demandais si les insinuations de Françoise, la rupture elle-même, et jusqu'à la mort (imaginaire mais crue réelle) n'avaient pas prolongé mon amour, tant les efforts de tiers et même du destin pour nous séparer d'une femme ne font que nous attacher à elle. Maintenant c'était le contraire que se produisait, D'ailleurs j'essayai de me la rappeler, et peut-être parce que je n'avais plus qu'un signe à faire pour l'avoir à moi, le souvenir qui me vint fut celui d'une fille déjà grosse, hommasse, dans le visage fané de laquelle saillait déjà comme un graine, le profil de Mme de Bontemps. Ce qu'elle avait pu faire avec Andrée ou d'autres ne m'intéressait pas. Je ne souffrait plus du mal que j'avais cru si longtemps inguérissable, et au fond j'aurais pu le prévoir.
El monstruo ante cuya aparición mi amor había temblado, el olvido, había terminado por devorarlo, tal y como yo lo había creído. No era ya que la noticia de que ella estuviera aún viva no despertase mi amor, no era ya que eso me permitiese constatar cuanto había avanzado mi vuelta hacia la indiferencia, sino que eso me hizo experimentar una aceleración tan brusca que me preguntaba retrospectivamente si entonces la noticia contraria, la de la muerte de Albertine, no había por el contrario, al culminar la obra de su partida, exaltado mi amor y retrasado su declive. Si ahora el saberla viva y el poder reunirme con ella me la tornaba de tan poco valor, me preguntaba si las insinuaciones de Françoise, incluso la ruptura, incluso la muerte (imaginaria pero concebida como real) simplemente habían prolongado mi amor, como si los esfuerzos de otros e incluso el destino por separarnos no hubieran hecho otra cosa que unirnos aún más. Ahora sucedía lo contrario. Intentaba traerla a mi recuerdo y quizás por sólo bastaba una seña para tenerlea a mi lado, el recuerdo que venía a mi mente era el de una mujer gorda, machorra, de rostro marchito del que brotaba el perfil de Mme. de Bontemps. Lo que podío haber hecho con Andrée o con otras ya no me interesaba. Ya no sufría de ese mal que durante largo tiempo había creído incurable, y en realidad habría debido prever ese resultado.
En mis anotaciones sobre Albertine Disparue he hablado varias veces de las tres muertes de Albertine. La primera es la ruptura, cuando el tiempo empieza a contarse desde el día en que ella nos abandono y poco a poco, la eternidad y la realidad van aniquilando esa vida en común que parecía ser nuestro único destino, hasta que la separación se convierte en nuestro único espacio y tiempo, como si el otro no fuera más que un sueño o un ensueño. La segunda muerte, más radical y definitiva, es por supuesto, la muerte del ser amado, su translación a un mundo al cual no tenemos acceso alguno, puesto que la existencia de esa persona ha sido completamente borrada del tiempo y el espacio que habitabamos, como si no fuera otra cosa que un personaje de novela.
Queda aún, no obstante, la última muerte. Aquella en que nos transformamos en los asesinos, aunque sea virtuales, de aquellos que proclamábamos amar más que nuestra propia vida.
El monstruo ante cuya aparición mi amor había temblado, el olvido, había terminado por devorarlo, tal y como yo lo había creído. No era ya que la noticia de que ella estuviera aún viva no despertase mi amor, no era ya que eso me permitiese constatar cuanto había avanzado mi vuelta hacia la indiferencia, sino que eso me hizo experimentar una aceleración tan brusca que me preguntaba retrospectivamente si entonces la noticia contraria, la de la muerte de Albertine, no había por el contrario, al culminar la obra de su partida, exaltado mi amor y retrasado su declive. Si ahora el saberla viva y el poder reunirme con ella me la tornaba de tan poco valor, me preguntaba si las insinuaciones de Françoise, incluso la ruptura, incluso la muerte (imaginaria pero concebida como real) simplemente habían prolongado mi amor, como si los esfuerzos de otros e incluso el destino por separarnos no hubieran hecho otra cosa que unirnos aún más. Ahora sucedía lo contrario. Intentaba traerla a mi recuerdo y quizás por sólo bastaba una seña para tenerlea a mi lado, el recuerdo que venía a mi mente era el de una mujer gorda, machorra, de rostro marchito del que brotaba el perfil de Mme. de Bontemps. Lo que podío haber hecho con Andrée o con otras ya no me interesaba. Ya no sufría de ese mal que durante largo tiempo había creído incurable, y en realidad habría debido prever ese resultado.
En mis anotaciones sobre Albertine Disparue he hablado varias veces de las tres muertes de Albertine. La primera es la ruptura, cuando el tiempo empieza a contarse desde el día en que ella nos abandono y poco a poco, la eternidad y la realidad van aniquilando esa vida en común que parecía ser nuestro único destino, hasta que la separación se convierte en nuestro único espacio y tiempo, como si el otro no fuera más que un sueño o un ensueño. La segunda muerte, más radical y definitiva, es por supuesto, la muerte del ser amado, su translación a un mundo al cual no tenemos acceso alguno, puesto que la existencia de esa persona ha sido completamente borrada del tiempo y el espacio que habitabamos, como si no fuera otra cosa que un personaje de novela.
Queda aún, no obstante, la última muerte. Aquella en que nos transformamos en los asesinos, aunque sea virtuales, de aquellos que proclamábamos amar más que nuestra propia vida.