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viernes, 11 de mayo de 2012

Demonumenta

Hugh Kennedy, in an influential article of 1985, defined the terms of the current debate about the transformation from the Polis to the Medina in Syria and Palestina. He developed Jean Sauvaget's proposals about how a lack of public control allowed a steady infill of public spaces, with colonnades converted into shops, buildings encroaching onto streets, open squares replaced by a maze of semi-permanent than permanent stalls; Kennedy proposed that this marked an urban environment that was often quite as economically active, but which had lost the desire for the monumental framing that had been a feature of the Greco-Roman world. Mosques, the main public areas of a Muslim city, were more enclosed (though mosque precincts contained substantial open spaces); there was no need for squares or wide streets. The lack of the need for open spaces, however, meant that the process of encroachment, always present in cities and resisted during the Roman period (as in the already cited case of the governor who removed illegal booths built in the porticoes of Edessa in 496), was no longer resisted - or perhaps, less often resisted - under the Caliphate. Kennedy argued that the Arabs were less concerned than the Romans had been to keep commerce and artisans out of city centres, for they had more ideological respect for the merchant class. Hence the dominance of commercial streets in the centre of medieval and modern, but not classical, cities.


Chris Wickham, Framing the Early Middle Ages, Europe and the Mediterranean 400-800

 Cuando me empecé a interesar por la historia, a principios de los 80, aún se sentían los ecos de la revolución que se había producido en los años 60. Por decirlo en pocas palabras, se había pasado de una historia basada en los hechos, eminentemente militar y política, a una historia esencialmente económica y, en menor medida social.

Esta nueva forma de ver la historia tenía un fundamento eminentemente político. La historia factual, dadas las limitaciones de las fuentes, hasta prácticamente el siglo XIX, era una historia narrada por las élites dirigida a las élites, parcial e interesada por tanto, que no reflejaba los anhelos de la inmensa mayoría de la población y que buscaba propagar y consolidar un determinado orden social. En ese sentido, el desplazamiento del foco de atención se convertía en una labor de justicia, especialmente para unas sociedades herederas de la revolución francesa que se proclamaban democráticas, y en cierta medida, igualitarias.

Esta nueva forma de ver la historia no dejaba de tener sus problemas, especialmente para los lectores. Si bien el marco económico y social quedaba perfectamente descrito, la ausencia de los hechos que se habían producido en ese entorno desdibujaba las convulsiones y cambios que se habían producido, convirtiendo la narración histórica en una secuencia de cuadros estáticos aislados sin conexión alguna, de los que se desconocía como se habían convertido los unos y los otros. Peor aún era la tendencia de muchas obras destinadas a la divulgación que daban los hechos históricos por sabidos y se limitaban al comentario de detalles aislados y obscuros, impidiendo al lector formarse su opinión de lo que había sucedido o, en el caso de estar mejor informado, comparar los nuevos datos con la versión transmitida por la historiografía clásica

Lo peor sin embargo, estaba aún por llegar, porque los años 80, con la victoria del postmodernismo, dieron lugar a una nueva Weltanschaung, según la cual historia y literatura eran lo mismo, y el conocimiento de las realidades históricas pasadas, poco menos que imposible. Una  forma revolucionaria de ver el mundo que curiosamente había surgido de la izquierda, como manera de destruir las estructuras de poder conservadoras y reaccionarias, tan frecuentes en la visión tradicional de la historia, pero que curiosamente acabó convertida en un arma de esa misma derecha, al permitir que cualquier interpretación incluso las más extremistas y faltas de fundamento, tuvieran el mismo valor que las apoyadas en estudios e investigaciones... piénsese sólo en nuestra guerra civil de papel, que ha acabado contaminado incluso a los expertos, y forzado su división en frente.

Frente a estas dos revoluciones, ha habido en estos últimos tiempos un resurgir de la historia factual, intentando volver a situar a los seres humanos como centro de la historia, pero con una importantísima diferencia, que en este caso esa historia factual se basa en un profundo análisis social que busca describir las sociedades en las que esos hechos van a tener lugar, sin dejar de lado a ninguno de sus estratos.

¿Y la historia económica?

Hay que decir que ha quedado bastante de lado y que incluso muchos de los aficionados, la evitamos, debido a su aridez. No obstante, debo decir que el libro que he citado me ha reconciliado con este tipo de historia e incluso me ha hecho darme cuenta de su carácter fundamental en la disciplina, especialmente cuando se aplica a un tiempo, como la primera edad media tras la desaparición de Roma, en que las fuentes son escasas, la documentación una excepción, y la arqueología la única herramienta a nuestra disposición... y en muchas ocasiones en discrepancia o incluso abierta contradicción con la versión ofrecida por los textos escritos.

Una arqueología como fuente de datos y una metodología económica, como herramienta de interpretación, que sirven de guía para adentrarse en problemas que a muchos ni siquiera se les habrán pasado por la cabeza, como es el ilustrado en la cita al principio de la entrada, como las ciudades del Imperio Romano, caracterizadas por un urbanismo regular, ordenados y dotadas de una serie de edificios y espacios singulares, circos, antiteatros, teatros, foros, ágoras, avenidas, basílicas, templos, que se repetían sin apenas diferencias en todos los rincones del Imperio, evolucionaron a la ciudad medieval, un amasijo laberíntico de callejuelas, sin orden ni concierto, en el que se escondían catedrales, mezquitas y sinagogas, y donde los únicos espacios abiertos estaban en el interior de los edificios, cerrados y apartados del mundo exterior, al contrario que en el mundo romano.

Un cambio sustancial que se debe a dos causas principales. Una, el cambio ideológico de una ciudad que se ve como el marco de la expresión visual del poder, expresada en desfiles y fiestas públicas que se celebran en las calles, compartidas por toda la comunidad, y que por tanto necesitan de espacios públicos amplios donde puedan tener lugar, y que convierte a la ciudad romana en pariente de la ciudad moderna de los siglos XIX y XX, frente a unas sociedades donde esa expresión se realiza en el templo, entre la comunidad de los creyentes, y no tiene continuación fuera de ese espacio.

Una metamorfosis ideológica que además, en el contexto del hundimiento del poder central romano, tiene su correlato en la disolución de las autoridades ciudadanas, con lo cual las obras públicas, tanto su construcción como su mantenimiento, dejan de ser promovidas, siendo ocupados esos espacios públicos por toda clase de construcciones, primero temporales, luego permanentes, que obedecen simplemente a la necesidad de sus constructores y a esa debilidad de las autoridades, en una replica en la antiguedad de los barrios de chabolas y las favelas modernos, imposibles de erradicar y tolerados por el poder, sólo que en este periodo, construido en el mismo centro de las ciudades y en los edificios singulares de antaño, que como dije antes ya no tienen una función que servir, ni nadie que se ocupe por mantenerlos.

Unas ciudades, las grecorromanas, cuyo orden apenas fue un pequeño glitch en el tiempo, y que fueron substituidos por un urbanismo caótico, pero mucho más orgánico y natural, como quizás haya de ser el destino de nuestra urbes racionales de ahora mismo.

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