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miércoles, 21 de diciembre de 2011

Humane



Uno de los peligros de esta afición mía al anime es que uno tiene que procesar tantas series que puede descubrir repentinamente que se está perdiendo alguna de las importantes, ya me ocurrió en el 2006 con Simoun y Nana, y ha estado ha punto de ocurrirme con Mawaru Penguin Drum, la última creación del responsable de Utena, Kuhara Kunihiko (más sobre Utena y Mawaru en otras entradas), despiste subsanado gracias al blog de Erika Friedman,  Okazu.

Dejando aparte este olvido mío, digamos que sigo revisando series antiguas, remozadas y mejoradas gracias al Blue Ray y disfrutando de los últimos coletazos de la temporada de Otoño, que lleva unos años trayendo lo mejor del año, algunas series se me quedarán en el tintero, debido a que terminarán antes de que pueda comentarla, pero el caso es que esta entrada iba en principio a estar dedicada a otra gran serie de hace unos años, Seirei no Moribito, quizás la última gran serie que ha firmado Productions IG, pero antes de que pudiera hablarles de mi reencuentro y de como la he encontrado tan emocionante como en su primer visionado (aunque eso sí, mostrando cuanto ha mejorado la animación en apenas un lustro), empecé a ver otra de las grandes series de esos años, y mi plan se fue, como se dice coloquialmente, a tomar gárgaras.


Se trata de Spice & World, una serie que ya comenté en su momento y que desgraciadamente deja ver en su animación una clara falta de presupuesto, ahora más perceptible por esos continuos avances técnicos a los que hacía referencia, pero cuya torpeza y primitivismo se ven más que equilibradas y compensadas por contar alma y espíritu, características que faltan a muchas serie de ahora mismo, a  pesar de su sobrada perfección técnica.


O por decirlo en otras palabras, la conquista al asalto de la anime por parte del complejo moe ha llevado a un cúmulo de series en la que sus personajes aparentan cada vez menos edad de la real, al contrario de hace unos años cuando lo que sorprendía era que fueran mucho más jovenes de lo que su aspecto indicaba, mientras que los conflictos que lo ligan son cada vez más infantiles y banales. En el caso de Spice & Wolf, creada cuando el moe no había aún vencido por completo, pero empezaba a dejar sentir sus efectos, el personaje femenino protagonista, deja ver en su diseño ciertos aspectos de esa fiebre, que son contradichos por su forma de actuar y de pensar, completamente madura, como conviene a un dios lobo mítico que ha habitado este mundo durante cientos de años.


Parte de este acierto (o victoria o originalidad entre cientos de series iguales) se debe al material de partida para la adaptación, una serie de novelas ambientadas en una imaginada edad media, cuyos protagonistas se ven enfrentados a complejas e intrincadas situaciones comerciales que deben resolver con su ingenio e inteligencia, puesto que si uno de los protagonistas, Horo, es esa diosa-lobo a la que me refería, su compañero de andanzas, Lorenzo, no es otra cosa que un  mercader ambulante, de forma que cada episodio se convierte en una auténtica lección de economía















Pero esto no sería nada, si no fuera porque la serie, a pesar de su problemas de presupuesto se las arregla para brillar en una aspecto no tan inesperado, la descripción en imágenes de la compleja relación entre los dos protagonistas, la creciente afinidad y simpatía que se anuda entre ambos protagonistas, enturbiada por la consciencia que tiene Horo de la diferencia entre la duración de vida entre ella y Lorenzo, y que la lleva a desear al mismo tiempo aceptarle y rechazarle, aceptarle para extinguir la soledad que le acosa desde hace siglos, desde que abandonó su bosque natal y marchó a tierras de los humanos, rechazarle para no verse a obligada a sobrevivir a otro amante humano, cuya vida, para ella, es comparable a la de uno de nuestros animales domésticas.

Una relación que se describe en términos completamente maduros, sin timidez ni circunloquios, como conviene dos personas que han vivido ya mucho, y cuyo único impedimento para que sea plena es precisamente el peso de la experiencia que llevan a cuestas.

Una relación por último descrita a base de miradas, de expresiones, de juegos y miradas compartidas, de silencios y esperas, de deseo y ansias, en definitiva, real y sentida como pocas.










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