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domingo, 31 de julio de 2011

100 AS (LXIV): Gery's Game (1997) Jan Pinkava






















En esta revisión semanal de la lista de 100 mejores cortos de animación recopilada por el festival de Annecy (ahora alojada en este blog, para que no tengan que ir a sitios raros a consultarla) le ha llegado el turno a Geri's Game, realizada por Jan Pinkava para los archifamosos estudios Pixar.

Creo que los (pocos) que lean este blog sabrán ya de mi poca afición por la animación 3D (que no por la animación realizada con ordenador ¡ojo). En mi opinión esta técnica de animación tiene que conseguir desligarse de su obsesión por ser más real que la propia realidad, lo cual le impide alcanzar la auténtica libertada de la animación, únicamente limitada por el talento de sus cultivadores,  y que provoca que los productos realizados con esta técnica siempre tengan cierto aire de obra aún no finalizada, de ensayo general en espera del avance definitivo, ya que seguro que en la siguiente temporada aparecerá un nuevo algoritmo que permitirá que los bichos tengan más pelos y las texturas más brillos.

Este aspecto de demo en espera de producto final es uno de los peores defectos de los cortos de la Pixar, productora de un éxito inesperado y en cierta manera, injusto. Como digo, la mayoría de la obra breve surgida del estudio americano parece limitarse a ser un anuncio de las posibilidades de la técnica, agotándose en ello su creatividad e interés, por lo que en general tienden a ser obras bastante olvidables y perecederas, salvo excepciones.

Salvo excepciones.

La más notable fue uno de sus cortos fundacionales, Knicl Knack, donde una técnica aún primitiva evitó que se intentarán ocultar sus defectos y obligó a aplicar la máxima creatividad posible, consiguiendo un corto que en poco tiene que envidiar a los clásicos... excepto porque cuando Pixar se fusionó con Disney sufrió un drástico recorte en su contenido para hacerlo más familiar.

En el ejemplo de esta semana, no obstante, Pixar logaría un minúsculo milagro que quizás pase inadvertido a muchos de los aficionados. Se trata de que, en general, la tradición americana de animación ha huido de la representación cabal del ser humano, prefieriendo a los animales antromorfizados o tendiendo a la caricatura extrema. Una tendencia que se ha heredado en la animación 3D, donde se intenta evitar la animación de seres humanos, substituyéndolos generalmente por actores reales o por ese rotoscopio de millonarios que llaman motion capture.

Un miedo que ha conseguido que, a pesar de todos los avances de la técnica, la animación de seres humanos en 3D haya sido siempre fallidad, cayendo en dos vicios aparentemente opuestos, la maldición del uncanny valley, donde los seres humanos acaban convertidos en muñecas hinchables andantes, o la caricaturización excesiva, que resulta incompatible con el hiperrealismo de la nueva técnica.... excepto, en este corto, como digo, donde el anciano protagonista resulta perfectamente creíble, y de hecho, si algo desentona no es él sino los fondos en los que se mueve.

Un triunfo que es debido tanto a que no se busca el realismo a ultranza ni la caracterización a muerte, esos dos defectos opuestos de los que hablaba, pero sobre todo a que los animadores han buscado representar todos los tics y manierismos de una persona de avanzada edad, tal y como estamos aconstumbrados y esperamos verlos, de forma que el público no puede tener otra reacción que creer y gustar de aquello que está viendo.

Y como siempre, aquí les dejo con el corto, para que los disfruten. No es uno de mis favoritos, pero es notable por méritos propios


sábado, 30 de julio de 2011

Mirages

Gran Vía, 1 de Agosto, Antonio López

En el  museo Thyssen (esta vez, sólo en ese Museo, no en colaboración con la extinta Caja Madrid) se expone la que para muchos es la muestra de este año, la retrospectiva Antonio López, o al menos así parece indicarlo la asistencia masiva de público, en su mayor parte no habitual de estos eventos, que como en otras ocasiones abarrota las muestras de este artista manchego, prueba de como para la persona media, el siglo de revolución estética que va de 1880 a 1980 sigue constituyendo una aberración, excepto excepciones y otras estrellas del pop.

No se me entienda mal de entender, Antonio López es un grandísimo pintor, como cualquiera con dos ojos en la cara puede comprobar, pero no es un pintor moderno, ni mucho menos postmodernos, sino un pintor "clásico" al que la etiqueta de hiperrealista, de la que el aborrece, no le conviene en absoluto y sólo puede deberse a que durante más de cien años, la pintura ha sido cualquier cosa menos una representación racional y verosímil de la realidad.

Ese adjetivo de "clásico", con todas las comillas que se le quiera poner, puede sorprender a muchos, pero es que López sigue siendo un tipo de pintor que hasta finales del siglo XIX era el único posible y que con las vanguardias parecía haberse extinguido, el pintor de caballete que considera que su labor es copiar del natural, intentando aquello tan elusivo como la representación de la naturaleza que se supone el epítome de la belleza, el objetivo último que los pinceles del pintor jamás conseguirán igualar, pero que en el camino, en esa copia lenta y laboriosa de lo que se ve llevará al artista a dar lo mejor de si mismo, depurando y destilando su estilo y sus recursos.

Un artista "antiguo" podría pensarse, retrógrado y atado a los conceptos de un pasado ya periclitado. Error, grave error, especialmente proveniente de un tiempo en el la libertad del artista era (y es) el único requisito y por tanto, cualquier estilo es perfectamente válido. Por mucho que lo que quisiera, López no puede ser como uno de los maestros del pasado, bastaría una visita a la salas de la misma Thyssen para demostrarlo, aunque sí reelerlos y reinterpretarlos. De esta manera, comparte con los vedutistas italianos su pasión por la representación cartográfica de la realidad, la que permite disfrutar de los lugares vistos y vividos, por muy lejos que se esté de ello, mientras que como indica la propia muestra, hereda de Turner muchas de sus técnicas, la más importante, la de partir de informes manchas de color, de las cuales habrán de surgir los objetos, las formas y los contornos, cada vez más precisos a medida que el trabajo avance.

Pero... ¿Qué hay de ese hiperrealismo tan cacareado y en el que para algunos parece estribar todo el valor de este pintor, hasta el extremo que se prefieren aquellas obras que más se ajustan a ese ideal de sus espectadores? Qué no existe en absoluto, o al menos no existe en su vertiente fotográfica. Como he dicho, López es más un vedutista que otra cosa y viendo los cuadros expuestos, resulta curioso comprobar como en casi todos intenta encontrar los medios que rompan la ilusión de estar viendo una fotografía, ya sea haciendo visibles los grumos de pintura sobre el lienzo, haciendo visibles las costuras y las divisiones del soporte, o manteniendo amplias secciones en un estado perenne de esbozo, en la que esa falsa cualidad fotográfica se disuelve en amplios brochazos de pinturas de bordes indefinidos.

Y es que todos sus cuadros son en realidad obras inacabadas, lo cual le separa radicalmente de esos pintores relamidos del XIX a los que odiaban las vanguardias. Cada una de sus obras es un boceto, al cual se vuelve una y otra vez, mejorando un detalle, corrigiendo un error, tolerando la imperfección, las indefniciones y la tosquedad, hasta que llega ese momento crucial en que una obra debe ser apartada en el estado en que está, concluida pero no finalizada, porque una sola pincelada más la destruiría por completo.

Gran Vía, 1 de Agosto, Antonio López

jueves, 28 de julio de 2011

Unrequited (y II)


























Ya había señalado en la entrada anterior, como Shoujo Kakumei Utena es un juego de espejos tanto temáticos como visuales, en lo que nada es lo que parece, o mejor todo se muestra en su peor aspecto, en su reverso tenebroso.

Así, en este primer arco, se descubrirá el ansia de muerte de uno de los personajes, mejor dicho, de su ser pasado, hasta el extremo de querer ser enterrado con sus padres muertos, estado de postración del que nada podría sacarle, a no ser un milagro, expresado maravillosamente como ver ante sus ojos algo eterno, lo cual le convencerá que la vida merece ser vivida. Un imposible, por tanto, pero un imposible que se torna realidad, siguiendo ese hilo conductor de la serie según el cual los milagros existen, aunque nunca seamos testigos de la plasmación de uno solo. Aunque realmente si hemos sido testigos, sólo que fuera de cuadro, puesto que el hecho de que este personaje siga vivo, muchos más tarde, implica necesariamente que alguien le mostró algo eterno, aunque nadie pueda concebir qué.

Milagros que ocurren en secreto, al igual que tantas religiones. Porque en la realidad, en lo que la serie nos muestra, no existe ninguno, al igual que no existe nada en lo que se pueda creer. La amistad, como declara uno de los protagonistas, es algo en lo que sólo los ingenuos pueden creer, justo antes de traicionar a quien se cree su mejor amigo, y que a pesar de haber sido seguidamente destruido y aniquilado, nunca llegará a sospechar quien le asestó la puñalada por la espalda. El amor, asímismo, sólo es una excusa para cometer los mayores crímenes, sea para librarse de aquellos que amenazan arrebatar el objeto desearlo, o mucho más común, para mantener ese mismo objeto sometido y sumiso. Incluso los que se suponen más puros, no serán otra cosa de simulación, mientras que las incontables promesas que los sostenían no eran producto más que de la situación, de la necesidad, de la constelación de relaciones sociales existente en ese momento.

Y aún así, a pesar de este escepticismo, de este desengaño, de este proclamar a todo momento que en nada se puede confiar, que todo es pasajero, que muerte y disolución es el destino inevitable de todas las cosas, que verdad la de esta serie al describir los estados de las relaciones, especialmente ese momento devastador y terrible cuando se descubre que no hay ya vuelta atrás, que todo lo que se pensaba firme y duradero ha sido abolido desde ese mismo instante, como si nunca hubiera existido y que nada, nada que podamos intentar, planear o tramar, habrá de recomponer los fragmentos rotos.

Que nada queda en fin, sino los recuerdos, que hubiera sido mejor perder por completo, puesto que sólo nos traen dolor, ese dolor del que es imposible escapar, que nos incapacita, nos aplasta y nos arrebata todo lo que somos y hemos sido.

martes, 26 de julio de 2011

Phantasmagoria


Creo no haber ocultado mi satisfacción con las exposiciones que organiza la Fundación Mapfre en sus sedes de Madrid. En unos cuantos años se ha puesto a la cabeza del panorama expositivo madrileño, desbancando a los habituales (la Caixa y la Juan Marc), manteniendo un altísimo nivel que empieza a ser difícil de mantener, por lo que un patinazo parece próximo.

No es el caso de la exposición que voy a comentar brevemente y que he estado a punto de perderme, ya que el nombre de Eugène Atget no me decía nada (seamos sinceros, a pesar de lo mucho que presumo no soy más que un ignorante que se da precisamente eso, aires de). Mal hubiera hecho en no ir, puesto que he descubierto un fotógrafo excepcional, de esos de los que se enamora uno en instante, sentimiento compartido por otros fotógrafos como Man Ray, que compilo un albúm de sus fotos, al considerarlo como un artista en bruto, sin desbastar, de esos que les gustaban tanto a los surrealistas, porque su creatividad no se había visto limada por una educación académica.



¿Y quién era este Atget? Pues se podría decir que era un aficionado de finales del siglo XIX, principios del XX, parecido a tantos de nosotros que nos hacemos con una cámara y salimos a hacer vistas, con las que documentar nuestras andanzas y cuyo resultado acaba al final por no ser de interés ni siquiera para nosotros. La primera diferencia, entre Atget y un aficionado cualquiera, estriba en que este fotógrafo utilizó durante años y decenios la misma cámara, un aparato que cuando empezó ya estaba anticuado y que cuando murió en los años 20 era una auténtica pieza de museo, una de esas cámaras de un único negativo que precisaban larguísimas exposiciones, difícil de manejar y de transportar, pero que, como se verá, dota a sus imágenes de una magia particular.

La segunda diferencia y más importante es que ese trabajo de decenios tenía un único objetivo: documentar su ciudad tal y como era en ese instante, para transmitirlo a la posteridad y que no se perdiera en el olvido. Pero no hay que equivocarse. Ese esfuerzo por documentar no implicaba fotografíar los grandes monumentos, todo aquello que el progreso y la modernidad estaba trayendo a un París en perpetuo cambio, sino al contrario, las personas, las casas y los barrios a los que la piqueta y la vejez iba a derribar y extinguir, borrar para siempre de la faz de la tierra, como si nunca hubieran existido, como si desde siempre París hubiera sido una ciudad de amplias y anchas avenidas, de hermosos edificios, de aceras impolutas.

El espejo en el que el mundo debía mirarse.



Así, el Paris que Atget retrata, es un París de estrechas callejuelas, de patios olvidados, de casas de contrucción frágil a punto de derrumbarse, de tiendas donde se acumula la mercancía imposible de vender, de barrios periféricos donde crecen las chabolas. Todo lo que ese París moderno no quería ser, no quería ver y se esforzaba en eliminar.

Un Paris perteneciente al pasado, a punto de desaparecer y tan anacrónico, o tan opuesto al signo de los tiempos, como la propia máquina que Atget manejaba. Un aparato que, como he dicho al principio, exigía larguísimas exposiciones y por eso mismo, obligaba al fotógrafo a realizar sus tomas cuando no había nadie en la calle, para evitar que se le colasen figuras fantasmales (y aún así de vez en cuando sombras borrosas aparecen en sus placa) o a hacer posar a sus modelos, las personas que habitaban ese París agonizante, en poses estáticas y hiératicas, aquellas en las que se cansarían menos.

Una limitación técnica que en manos de Atget se convierte en una de esas virtudes, porque esas vistas de ese Paris agonizante, cochambroso y miserable, al hallarse desprovistas de seres humanos, consiguen transmitir una mayor impresión de angustia, de ahogo, de catástrofe inminente, de muerte y desolación inevitables.


Y así, en las fotografías de Atget, París, ese París que todos asociamos con las ciudad más bella del mundo, deviene una fantasmagoría, un espacio tétrico e inquietante, un lugar fuera de este mundo, procedente de quién sabe qué malos sueños, y que se desvanecerá en un instante, en cuanto el sol salga y la luz inunde ese mismo mundo.