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lunes, 21 de marzo de 2011

AMGD Capítulo VIII: Lago Asfaltitis, año 68 d.C.

Lunes, día de Ad Maiorem Gloriam Dei, en este caso se trata de una nueva visita al lado romanos, cuyos personajes espero que les sean ya familiares. Hermann, el antiguo príncipe de los germanos, ahora centurión romano y mutilado en los primeros combates de la rebelión, que ha acabado por considerarse más romano que los proips romanos. Vespasiano, el homus novus, llegado a lo más alto de la jerarquía del imperio, pero al coste de incontables trabajos e intrigas, siempre con el temor de que el emperador ordene su ejecución, como ocurrió con sus antecesores, por ejemplo Corbulo. Berenice, la reína de los judios, último exponente de los príncipes sucesores de Alejandro, casi de rango divino, pero expuesta al capricho de los nuevos dueños romanos, que en cualquier momento pueden arrebatarle su reíno.

Todos por tanto profundamente escépticos y desengañados, sabedores de que todo en la vida es ilusión, de que la fortuna puede derribarles en el momento siguiente, excepto Tito, el hijo de Vespasiano, nacido ya en la cumbre y creyente en todos los ideales posibles.

Así que aquí les dejo con el cuento de esta semana, lamentando como siempre la pérdida de las últimas versiones...

Capítulo VIII: Lago Asfaltitis, año 68 d.C

- ¿Cómo se llamaba ese sitio?
   
Vespasiano apunta con su brazo hacia el acantilado, hacia un punto donde sus paredes verticales se rompen en un desfiladero, casi colmado por los sedimentos que descienden en abrupta pendiente hasta la meseta donde se encuentra el general y su séquito.
    
Allí, al borde del precipicio, dominando el abismo y el desfiladero, el ocre del terreno se convierte en negro y el negro en blanco. Oscuras volutas de humo se elevan aún de ese punto y una vista aguda descubriría finas líneas negras que apuntan al cielo, inclinadas en ángulos imposibles, las vigas y columnas de una edificación consumida por las llamas y desplomada sobre sí misma.

- Qumrán – responde la reina Berenice.
   
La reina Berenice, el general Vespasiano, su hijo Tito, reposan en cómodas literas, dispuestas formando una U. En el medio se acumulan comida y bebida, al alcance de la mano de los comensales, aunque estos no necesitan moverse, pues solícitos esclavos adivinan sus deseos y compiten por satisfacerlos.
    
No hay mucha variedad en las viandas. Bebidas puestas a refrescar, frutas traídas desde Jericó, dulces. Todo aquello que pueda hacer olvidar el calor sofocante de una tarde de verano, el sol implacable que cae a plomo sobre la llanura requemada, detenido apenas por el toldo que han levantado sobre ellos, aliviado apenas por los esclavos que, a la cabecera de los lechos, agitan lentamente grandes abanicos, buscando renovar el aire, pero sin conseguirlo.
    
Ni un soplo de viento, ni indicios de que la temperatura vaya a caer. Sólo sol y polvo. Calor y muerte. Excepto en aquel breve espacio limitado por la sombra del toldo, donde estos visitantes han instalado su pequeño paraíso, exclusivo para ellos, negado a los guardias que les rodean y protegen, abandonados al sol implacable, rígidos como estatuas en posición de firmes, calcinándose dentro de sus cascos y corazas, vagando entre el sueño y la vigilia.
   
Frente a ellos, la superficie negra del mar maldito, pulida y brillante como el frío acero. Lisa y sin olas, terminando abruptamente en una playa de negra arena, rayada con innumerables líneas blancas paralelas, los diferentes niveles del mar maldito, erizada de cristales de sal, que rasgan los pies de aquellos que se aventuran hasta la orilla.
   
Tras ellos, la llanura requemada, sin vegetación alguna, sembrada con rocas, ondulada en pequeñas colinas que no ofrecen ningún refugio, hasta quebrarse en paredes de piedra, que se yerguen abruptamente desde la llanura. No hay salida, excepto estrechos desfiladeros, que no llevan a ninguna parte, excepto un inmenso laberinto de cortados y pasadizos, de pasillos donde nunca llega el sol, de fina arena cálida, que la primera lluvia puede convertir en rabiosos torrentes.

- Qumrán – repite Vespasiano – Es extraño. No podían vencernos. Era imposible y ellos saberlo de antemano. Eran sólo un puñado, apenas sin armas ni fortificaciones que les permitiesen equilibrar la balanza.
   
Se lleva la copa a los labios y bebe lentamente, la vista fija en las ruinas que se asoman al precipicio

- Y sin embargo, salieron a nuestro encuentro. A campo abierto. Sin mostrar miedo. Sin formar, sin intentar atacarnos. Se limitaron a arrodillarse y se pusieron a rezar.
   
Nuevo silencio. Nuevo sorbo

- A rezar. No podíamos creerlo. Ni mis generales ni, por supuesto, yo. Casi estuve a punto de dar la orden de que nos retirásemos, pero no lo hice. ¿Sabes por qué? Por mis hombres. Llevábamos todo el año de campaña, de durísima campaña, y el año pasado no había sido muy diferente. Necesitaban diversión. Así que di la orden. No dudaron en obedecerla y se lanzaron contra esos necios. Riendo y cantando. Saboreando de antemano la matanza.
   
La reina Berenice se incorpora en el lecho, con una expresión de hastío en su rostro.

- ¿Por qué me cuentas eso? Sabes perfectamente que yo estaba presente.
   
Vespasiano no responde, continúa su narración, sin embargo.

- Al sentir que nos acercábamos, elevaron las manos al cielo y redoblaron en sus plegarias. No nos miraban, su atención estaba fija en el cielo, en lo que fuera que tenía que venir de allí, e incluso los mejores de mis soldados, luego me lo confesaron, como puede corroborar Hermann, no podía evitar mirar de reojo a las alturas.
   
En ese instante, Vespasiano mira por el rabillo del ojo a la litera de la reina, pero ésta se ha vuelto a recostar, hurta la mirada y contempla en cambio, la extensión negra y metálica, pulida y brillante del mar maldito.

- No duro mucho. Basto terminar con las primeras filas. Fuera lo que fuera lo que esperasen, su ilusión se quebró con los primeros muertos. Huyeron en desorden, dejando más y más muertos en el camino, todos los que se rezagaban. Cerraron las puertas y las atrancaron, se encaramaron a los muros, comenzaron a arrojarnos piedras y flechas... una asedio en fin, igual que todos, con el mismo resultado, sólo que esta vez apenas duro nada, y apenas hubo que saquear.
   
El general vuelve a alzar la copa, bebe en silencio, escudriñando las ruinas, la pared vertical sobre las que se alzan, la requemada planicie que le separa de ella.

- Dime, mi reina ¿Por qué lo hicieron? ¿Qué era lo que esperaban?
   
Berenice guarda silencio, como si no hubiera oído la pregunta, como si nunca hubiera sido formulada.. Vespasiano sonríe levemente.

- Es tan testaruda como su pueblo, padre – la voz agria y fria de Tito se deja escuchar. La voz de alguien que siempre tiene la razón, la voz de alguien que no conoce las dudas –  Son todos iguales. Iguales. Incapaces de entender la civilización y sus ventajas. Podrán disfrazarse, pretextar inocencia, pero rasca un poco y encontrarás lo mismo. Lo mismo.
    
La reina no responde. Ni siquiera se vuelve. Continúa desgranando, uva a uva, un racimo, mientras mantiene fija la vista en la extensión vacía del mar.
    
La sonrisa de Vespasiano se hace más amplia.

- Tú eres quien no ha entendido nada, hijo mío –  visiblemente disfruta del azoramiento de Tito – El silencio es la mejor virtud de los pueblos sometidos. La única que sus conquistadores le piden, la única que necesitan cumplir ¿no piensas así? – Tito no sabe que responder, se limita a contemplar a su padre con los ojos abiertos de par en par –  te queda aún tanto por aprender, tanto por aprender. Explícaselo, mi reina.
- Es muy sencillo – habla sin volverse hacia los dos hombres, como si estuviera sola, como si fuera algo que se repitiese todos los días en voz baja – si pensamos lo mismo que vosotros ¿Para qué expresarlo? Seguro que ya los habéis hecho mejor. Si pensamos distinto ¿Para qué decirlo? ¿No sería eso igual a una rebelión?
   
Tito se muerde los labios, lleno de coraje. Vespasiano ríe al verlo y esa risa embaraza aún más a su hijo, que parece  estar a punto de las lágrimas, y se vuelve en el lecho enfurruñado, para darles la espalda, para que no le vean.
   
Vespasiano continúa riendo, seguro de que su hijo acabará por reaccionar, por revolverse y defenderse. Se apoya incluso sobre el codo, para poder volverse hacia él y estar más cómodo, pero se detiene de repente y su risa se corta, mientras que su rostro adopta la seriedad propia de un general antes de comenzar la batalla.
   
No hay ningún peligro, sin embargo. No puede haberlo. Como plaga de langostas, el ejército romano ha esparcido la destrucción por ambas orillas del mar maldito, hasta que no ha quedado nadie vivo que pueda blandir un arma.
    
Se trata simplemente de una barca que ha aparecido tras un cabo y que navega, sin dejar estela en las aguas, hacia la playa donde se alza el toldo. Dos legionarios la tripulan, remando con visible esfuerzo, abrumados por el peso del gran bulto que puede verse en la popa, un saco donde algo vivo rebulle.
    
La atención de todos se dirige hacia la embarcación, incluso la de los soldados que montan guardias, aún presos de la modorra. Vespasiano hace un gesto, y Hermann corre hacia la orilla, haciendo señas para que la embarcación se acerque, para que se coloque más centrada con respecto al toldo, para que finalmente se detenga.
    
Ya es suficiente. Los legionarios echan el ancla y esperan a que la barca encuentre su equilibrio. Luego con mucho cuidado marchan hacia la popa y deshacen los nudos que cierran el saco. Previamente se les ha visto colocarse encima del bulto, como si quisieran impedir que lo hay dentro escape, o mucho más probable, para evitar que la barca vuelque si intenta revolverse. En sus rostros hay una expresión de sorna y ambos, mientras retiran las cuerdas, se lanzan miradas de complicidad, saboreando de antemano lo que está punto de ocurrir.
    
Hay una cabeza, una persona, en el interior del saco. Se le ve temblar, estremecerse, cuando siente la dura luz del sol, el aire ardiente. Cierra los ojos, cegado y dolorido. No intenta chillar, no intenta revolverse, se limita a abrir la boca cuanto puede, a aspirar todo lo que pueda del aire que se le negaba, a huir del ahogo al que estaba sometido hasta hace poco. Desde la orilla se escucha perfectamente su jadeo, similar al de un fuelle roto.
     
No le dejan tiempo. Un legionario a cada lado, le toman por las axilas, le levantan en vilo, y le lanzan a la superficie del agua. Apenas levanta espuma, las aguas se cierran inmediatamente sobre él, como si nunca hubiera existido, señalado apenas el lugar por algunas burbujas que emergen, permanecen un instante sobre la superficie y se rompen sin dejar rastro.
    
Ninguno aparta la mirada sin embargo. En la orilla los espectadores se han incorporado sobre su literas  e incluso los guardias, aun medio dormidos, se apoyan sobre sus escudos y estiran el cuello para ver mejor. En la barca, los dos legionarios se asoman sobre la borda, escorando peligrosamente la embarcación, mientras escrutan las negras aguas, sonrientes, alegres, intrigados por saber si es verdad lo que cuentan.
    
La superficie del agua permanece lisa. Rota solamente por las burbujas que ascienden, que incrementan su frecuencia, que lo hace en grupos de dos, de tres, de cuatro, hasta que, con un rugido, la superficie se agita, se cubre de espuma y el hombre emerge de las profundidades, gritando, rugiendo, buscando el aire, intentando aspirar cuanto pueda antes de volver a hundirse.
   
Pero no lo hace. Queda flotando allí, sobre las aguas, acurrucado como un bebe, llorando y gimiendo, los ojos cerrados fuertemente, ardiendo por la sal que se ha colado en ellos. Los dos legionarios ríen y palmotean, como dos niños, agarran uno de los remos, y empujan al hombre hacia el fondo. No pueden y la sorpresa les hace redoblar en sus risas. Vuelven a intentarlo y esta vez apoyan el peso de ambos sobre el remo. Apenas consiguen que el agua cubra el rostro de su víctima , pero para ello a punto han estado de perder pie sobre la barca y caer a su vez en las aguas. Les salva el rebote, el impulso del cuerpo al emerger en cuanto aflojan la tensión y ambos caen en el fondo, enredados entre sí, riendo sin parar, la voz cortada por las carcajadas, incapaces de ponerse de pie.
     
Hace demasiado calor, sin embargo. Los guardias vuelven a cargar sus escudos en los hombros, recuperan su inmovilidad y se pierden en la modorra. Los comensales se recuestan en la litera, piden que rellenen sus copas y apuran sus contenidos, Los mismos remeros se cansan de jugar con el prisionero, colocan los remos y bogan hacia la orilla, dejándolo ahí. Él mismo deja de sentir el ardor de las aguas, se cansa de gritar y se limita a flotar sobre las aguas, oscilando levemente, aún vivo.

- Esto es una bajeza. – la voz es fría y dura, la de alguien siempre seguro de sus propias convicciones.
   
Vespasiano se vuelve hacia su hijo, una expresión de cansancio en su rostro.

- Si tenéis a bien explicaros – responde, con sorna evidente.
   
Tito no responde. Se refugia en su copa, evitando mirar tanto a su padre como a la reina Berenice.

- Expresáis una opinión y luego no tenéis el valor de sostenerla. ¿Creéis que con eso basta? ¿Creéis que sois mejor que nosotros? ¿Creéis que encerrarse en el desprecio os hace serlo?
- Dejadlo correr – la voz alegre y afectuosa de la reina Berenice, consigue que Tito levante la cabeza, para encontrar su mirada, para hacer que sonría al reconocer una aliada frente a su padre – Es sólo un niño y como tal debe comportarse – Berenice sigue sonriendo, indiferente a la expresión de sorpresa y dolor de Tito, igual a la que tendría si le hubieran abofeteado.
   
Se le ve murmurar, mascar unas palabras, sin mirar a ninguno, los ojos fijos en el cielo.

- Hable en alto – grita Vespasiano, como si diera órdenes en la batalla, sobresaltando a los guardias que dormitan, forzándoles a recuperar su inmovilidad, a alzar en vilo los escudos y enderezar las lanzas.
   
Tito ha alzado también la cabeza, respondiendo a la orden. Por unos instantes observa a su padre, se muerde los labios, dudando, pero finalmente se lanza.

- No tenemos derecho –  dice en voz alta, sin que ésta le tiemble, sus ojos desafiando a su padre.
- ¿No tenemos derecho? – el rostro de Vespasiano muestra su escepticismos – Mi reina... ¿Tenemos o no tenemos derecho?
- A este lado del Eúfrates, gobernáis vosotros. Yo diría que tenéis todo el derecho. Al otro lado, os sería un poco más difícil, me temo que los Partos pueden tener algo que decir.... aunque supongo que resolveréis ese problema algún día.
- Si nos dejáis tiempo vosotros, claro está, si nos dejáis tiempo vosotros...
   
Ambos ríen, satisfechos con el chiste, pero Tito no les acompaña, se refugia en el silencio, rumiando una respuesta.

- ¡No tenemos derecho! – estalla - ¡No tenemos derecho! ¡Precisamente por eso! ¡Porque gobernamos el mundo! ¡Porque ésa es nuestra misión!
    
El general y la reina le miran atentamente. Tito se detiene, asustado por la expectación que ha levantado.

- Parece que el niño tiene algo que decir  ¿Crees que deberíamos escucharlo, mi reina?
- No tengo ganas de aguantar su rostro indignado todo el día, reprochándonos no sé que cosas, a nosotros, las hormigas, desde lo alto de su reluciente torre de justicia, bien arropadito en su virtud. Que se desahogue... lo mismo le sienta hasta bien.
- Hable pues, señor, hable, pero medite bien lo que dice... no crea que por mover los brazos y subir el tono se le va a hacer más caso...
   
Tito traga saliva. Involuntariamente, comienza a gesticular, pero inmediatamente se retiene, al notar el guiño de complicidad que se lanzan Tito y Berenice. Se sujeta una mano  con la otra, frunce el ceño y tensa los músculos, habla y habla, como si no estuvieran allí delante el general y la reina, como si se dirigiera al mundo entero, a los habitantes del imperio, a los que vagan fuera de su fronteras, a los que moran en tierras desconocidas, incluso para el mismo sol.
   
Nada cambia sin embargo. Ni la superficie del mar maldito. Ni los rayos verticales del sol. Ni la superficie requemada de la orillas. Ni las paredes verticales de los acantilados. Su voz se pierde en el aire ardiente, apenas llega a su padre y a la reina, ni siquiera alcanza a los soldados que los protegen y, poco a poco, un temblor se adueña de ella, un titubeo que se propaga a las mismas palabras, que le hace dudar y repetirse, perderse en su razonamiento.

- ¿No os lo habéis preguntado nunca? Tenéis que haberlo hecho. Tiene que haber una razón. ¿Por qué sólo nosotros? ¿Por qué ahora? Sólo se me ocurre ese motivo. Ese poder nos ha sido dado. Por alguien más poderoso. Para cumplir un destino. –  mira a un lado a otro buscando un aprobación que no encuentra, pero no se amilana y continúa, continúa, continúa – Estoy seguro. Estoy completamente seguro. Debemos guiar a los hombres. Ser sus maestros. Conducirles al bien. Enseñarles que es justo y que es no. Ésa y no otra es  nuestra misión. Ése es nuestro combate. Ésa es nuestra guerra. No la que libramos aquí. No con los medios que vos, padre, estáis utilizando. Estáis equivocado. Estáis horriblemente equivocado. Y no vais a perderos sólo, nos perdéis a todos, sin remisión, porque quien se aparte de ese camino que nos ha sido señalado, quien renuncie a él, no encontrará más que su ruina, no hallará....
- ¡Basta!
    
Vespasiano se ha puesto en pie de un salto. Antes de que Tito pueda prepararse, se le encuentra junto a la litera, inclinado sobre él, los ojos ardientes de rabia. De un manotazo, le arranca la copa de las manos, para agarrarle luego por el manto y levantarle casi en vilo?

- ¿Quién te ha metido esas ideas en la cabeza? ¿Han sido tus preceptores, no?
- Padre, yo.... – Tito no se atreve a defenderse
- Malditos griegos. Malditos griegos. Buenos para nada. Lo único que tienen son palabras. Palabras y pasado. Más valdría que te hubiera enviado con la gente de Hermann. ¿No piensas lo mismo Hermann?
  
Hermann no vuelve la cabeza. Permanece inmóvil como una estatua, tras las literas, al sol, sin importarle el calor ardiente que cae del cielo, se refleja en el suelo y le envuelve por entero. Es un ejemplo para los demás. Es el ejemplo.

- Es listo este chico. Muy listo. Sabe que no hay que meterse en las discusiones de los amos. Al contrario que tú.
- Padre, pero...
- Calláte. Si no sabes decir más que tonterías, más vale que te calles.
- Pero lo que digo es cierto, padre, no puede ser de otra manera. El mundo no está mirando. Somos su ejemplo y si ese ejemplo es malo, como podemos exigir...

Vespasiano suelta a su hijo que cae pesadamente sobre la litera. La mirada del general está llena de amargura y tristeza, pero sólo dura un instante. Se incorpora y se vuelve hacia la extensión lisa y pulida del mar maldito.

- Le oyes, mi reina. –dice -  Le oyes.
- Le oigo. – responde Berenice.
- ¿No tienes nada que decirle?
- Tú lo has explicado muy bien, los esclavos no deben entrometerse en las discusiones de sus amos.
    
Silencio.

- Me pregunto que dirían César o Augusto si le oyeran, si vieran quienes van a heredar su imperio, ése que tanta sangre y tantos muertos ha costado. ¿Todo por qué? ¿Por la justicia? Es una bella palabra. Es cierto que ambos la pronunciaban muy a menudo, pero dudo que se dejasen embriagar por ella, ni ellos ni sus oyentes. Sabían demasiado bien que era sólo una excusa, un bello pretexto con el que adornar lo que es la vida. Sobrevivir. Matar a otros para que no seas tú quien muera.
   
Nuevo silencio. Un gesto imperioso de la mano de Vespasiano acalla a Tito, que se disponía a responder. Inclina la cabeza, reprimido un instante, creyendo que su padre va a continuar, pero lo hace y esto le permite cobrar fuerzas para continuar y a punto está de hacerlo, si no es por la mirada de Berenice, tranquila y serena, acompañada de una dulce sonrisa, la que se dedica a los niños cuando, tambaleantes, comienzan a andar.

- Sólo los necios pueden creer en esas palabras. Sólo aquellos que se han castrado a sí mismos, cerrado los ojos al mundo y creado uno propio. Sólo esos griegos, que han nacido esclavos, que se enorgullecen de ser esclavos, podrían dar crédito a esas sandeces. Y han tenido que ser esos gusanos quienes llenen la cabeza de mi hijo con humo, y tenido que ser yo quien permitiese que lo hicieran.
   
Vespasiano hace un gesto de frustración con la mano, como si quisiese acabar de una vez con aquellos mosquitos.

- Me avergüenzo de él. Sí, me avergüenzo de él. Como deben avergonzarse mis antepasados de él. Ellos sabían que subes o te hundes, que pisas o te pisas. Bien que supieron aprender esa lección. Bien que la aprovecharon. Sabes, mi reina... – y contempla con una mirada dulce a la reina, que no vuelve la mirada, mientras su mano se aproxima, para el horror de Tito, a la mejilla de la joven, sin llegar a tocarla, pero recorriendo su contorno a distancia, como si la acariciase. – Mi abuelo no era más que un labrador, un desertor de las legiones, no sé muy bien si de las de César o de las de Pompeyo, alguien digno del castigo de la cruz, y sin embargo acabó como el hombre más rico de su pueblo, una persona importante ante quienes todos se inclinaban, a quien todos adulaban. Bien colocado dejó a mi padre y este podría haberse maleado enseguida, malgastar la fortuna de mi abuelo, y dedicarse a la buena vida. No lo hizo así. La sangre era aún pura. Se hizo recaudador de impuestos, acrecentó la fortuna familiar y con ese dinero compró una posición, negoció el respeto. Lo hizo muy bien, muy bien, tanto como para que nadie recuerde ya los orígenes de sus hijo, como para que éste haya llegado a ser general en jefe de los ejércitos romanos.
- Quizás no sólo eso, quizás no sólo eso. – la reina se vuelve hacia Vespasiano, sonriente, sus miradas se cruzan, y brevemente quedan mirándose, para separarse de inmediato, como si aquello no hubiera sido más que una casualidad.
- Quizás no sólo eso, sí – repite Vespasiano – pero que sentido tiene haber llegado tan alto.... para que le herede éste hijo mío, que tiene la cabeza llena de tonterías o para que  lo herede el otro, que sólo piensan en el placer, en apurar al máximo todo lo que la vida le ofrezca... menudo futuro le espera a Roma, menudo futuro, en manos de ellos dos.... – Vespasiano se lleva la mano a la frente – más valdría que la gente de Hermann nos conquistase de una vez por todas.
    
Silencio. Pesado silencio. De gentes que no se atreven a mirarse a los ojos. De gentes que se lo han dicho todo.

- Ya no hacemos nada aquí. Estoy harto de este sitio. De este lago, de este desierto, por mí que se lo queden estos malditos rebeldes. – pronuncia en voz baja Vespasiano, para luego comenzar a gritar órdenes. - ¡Vamonos! ¡Recoger todo! ¡Hermann, ocúpate!
   
En medio del tumulto, Vespasiano se dirige hacia la montura que un esclavo le trae. Hermann le sigue, despreocupado de dirigir la marcha. Se ha dado cuenta de que el paso de su general es vacilante. A largas zancadas consigue alcanzarle, justo cuando Vespasiano parece tropezar y está punto de caer al suelo, si no es porque Hermann se apresurado a sostenerle.

- ¡Suéltame! – Vespasiano se zafa lleno de rabia del abrazo del soldado – No eres tú quien debe ayudarme. ¡¿Es que no vas a hacerlo?! – grita, vuelto hacia su hijo – ¡¿Es que ya quieres librarte de mí?!
   
Vespasiano corre al encuentro de su padre, la pasa el brazo bajo las axilas para sostenerle mejor y le ayuda a llegar al caballo que le espera.
    
Hermann les permite alejarse, sin intentar seguirles. Desde donde está ve como Vespasiano aproxima sus labios al oído de su hijo y mustia palabras inaudibles, acompañándolas, con una suave sonrisa. Ya junto a la montura, Tito hinca la rodilla y coloca sus manos para que su padre pueda apoyar el pie y montar con mayor facilidad. Luego hace ademán de marcharse, pero Vespasiano le retiene, le agarra del hombro y luego le pellizca la mejilla, manteniendo la mano allí largo rato.
   
Fugazmente, Hermann se encuentra con la mirada, afectuosa y cálida de su general. No ha sido una casualidad. Un instante más tarde, Tito ha hecho ademán de volverse hacia él, desprendiéndose de la caricia de su padre, buscando a qué dirigía su mirada. La ojos de Tito son fríos, vacíos, y una vez descubierto que se trataba de Hermann, no han cambiado su expresión. Lentamente ha vuelto la cabeza hacía su padre, ni siquiera hacía él, sino a la montura que cabalga.
    
Vespasiano sonríe.

- En marcha. – Vespasiano se vuelve hacia los soldados de la escolta y uno a uno les hace regalo de su mirada, de su atención – Aún queda mucho país por conquistar. No conseguiremos mucho botín, estas gentes son pobres como ratas y casi tan orgullosas como ellas, pero creo que podremos divertirnos un buen rato. Están deseando morir y, que yo sepa, vosotros no os cansáis nunca de satisfacer sus deseos.
   
En una nube de polvo, la comitiva desaparece.
   
Atrás quedan los agujeros de los postes y las piquetas, las ánforas vacías, los restos de comida, las huellas de pisadas, de los cascos de las monturas
   
Atrás queda también un bulto, flotando inmóvil en la superficie lisa, pulida del mar maldito, sin apenas levantar ondas en las aguas negras.

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