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miércoles, 10 de noviembre de 2010
Role Models
He señalado ya muchas veces, en la entrada anterior sin ir más lejos, que Disney y sus productos nos son precisamente santo de mi devoción. La razón principal, olvidados ya todas los argumentos ideológicos largamente repetidos, es simplemente como la victoria de Disney sobre sus competidores a finales de los 30 y la transformación de su estilo de animación en el dominante, ergo, el único válido y posible, provocó que los Young Turks del cine francés de postguerra y su órgano de expresión, los Cahiers de Cinéma, considerasen la animación como el anti-cine y la desterrasen a las tinieblas anteriores.
Una falta de aprecio crítico y de público que continúa hasta hoy en día y que pesa como una losa sobre la animación contemporánea, que sigue presa del concepto del funny animal, el vacúo preciosismo reencarnado en la 3D, y una intrascendencia argumental que por mucho que se disfrace de transgresión, delata al big brother que sigue marcando los parámetros estéticos desde las sombras.
Por eso, ver los primeros cortos de la Disney, aquellos en blanco y negro que realizarán en comandita Walt Disney y Ub Iwerks, e incluso los de la primera mitad de los 30, implica enfrentarse con una Disney inesperada, por su audacia expresiva y argumental. Tan discordantes son esos cortos con la imagen habitual de Disney, ñoña, cursi y sensiblera, que en las ediciones oficiales, el crítico Leonard Maltin tiene que hacer ímprobos esfuerzos para convencer al público, los padres que hayan comprado esos cortos para mostrárselos a sus hijos, de que esos cortos no deberían ser censurados, puesto que si se proyectasen en horario infantil en cualquiera de nuestras televisiones, lo menos que ocurriria es que se recibirían cientos de llamadas de protesta por su contenido poco apropiado para las mentes infantiles.
Las capturas que encabezan esta entrada, perteneciente al corto de Mickey Mouse realizado en 1928, The Galloping Gaucho, con Iwerks aún a la animación, ilustran a la perfección esta disonancia a la que me refería. Nada hay en ellos de un Mickey, modelo para los niños y apto para todos los públicos, sino que en él, el ratón emblema de la Disney fuma como un carretero, bebe como un cosaco y realiza un más que sugestivo galanteó a Minnie, en esta ocasión una bailarina en un garito de mala muerte.
Por supuesto, la posible indignación que los progenitores puedan sentir al ver estos cortos de una supuesta e inócua Disney no puede ser más equivocada. Los cortos de animación de los años 20, 30 y 40 no estaban destinados a un público infantil en horario infantil, sino que se proyectaban antes de las películas estrella de las diferentes productoras, por ejemplo, los títulos de cine negro, los dramas o las comedias adultas que cualquier aficionado ha aprendido a apreciar. Es decir, estamos ante productos destinados a un público adulto que en ocasiones llegaban a permancer más tiempo en cartel que la propia película a la que acompañaban... sin contar que en los años 20 y primeros 30 la inexistencia del código Hays, permitía que su contenido fuera todo lo grosero, erótico y violento que el publico podía tolerar, que era mucho más que lo que nuestro tiempo actual, tan convencido de su propia libertad puede tolerar.
Al principio, La marcha de Ivers no afecto está tendencia Disneyiana, tan diferente de lo que estamos aconstumbrados. Cortos como The Gang Chain de 1930, arriba ilustrado, se atevieron a presentar a Mickey como un preso, cuyos delitos no se especifican, e incluso a hacerlo participar en un motín en el que los agentes del orden disparan indiscriminadamente contra los amotinados, en un violencia fílmica que tardaría muchos años en repetirse
Y en lo que respecta a la sexualidad, los cortos de esa época solían acabar con besos a tornillo entre Mickey y Minnie, que tendríamos que esperar a la invasión anime reciente para verlos igualados en la historia de la animación. Unos besos que tiene su mejor ejemplo en las capturas arriba indicadas, pertenecientas a Touchdown Mickey de 1932, donde un Mickey que acaba de conseguir un éxito deportivo, aún sucio y sudoroso, es recibido con los brazos abiertos por una Minnie que no tiene miedo a ensuciarse con el barro que cubre a su amante, y dónde en un último guiño final, se nos muestra el precio que el protagonista ha tenido que pagar por su victoria.
Y si aún no me creen, no se pierdan este The Whoopey Party (un nombre con claras referencias sexuales en el argot de la época), de 1932, donde una fiesta salvaje a cargo de los personajes disneyanos acaba con la irrupción de la policía en el recinto, con consecuencia más que cómicas.
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