Había en Listra un hombre cojo desde el seno de su madre y que nunca había podido andar. Escuchaba éste a Pablo, que fijando en él los ojos y viendo que tenía fe para ser salvo, le dijo en voz alta: Levántate, ponte en pie. Él, dando un salto, echó a andar. La muchedumbre, al ver lo que había hecho Pablo, levantó la voz diciendo en licaónico: Dioses en forma humana han descendido hasta nosotros, y llamaban a Bernabé Zeus, y a Pablo Hermes, porque éste era el que llevaba la palabra. El sacerdote del templo de Zeus, que estaba ante la puerta de la ciudad, trajo toros enguirnaldados y, acompañado de la muchedumbre, quería ofrecerles un sacrificio.
Hechos de los Apostoles, 14, 8-13
En la entrada anterior sobre mis lecturas bíblicas, había cometido dos omisiones. La primera, no contarles porque me seguía emocionando la lectura de los evangelios, a pesar de ser ateo. Cosas de la falta de espacio. La segunda, olvidarme de señalar entre mis lecturas favoritas, de antaño y ahora, al libro de los Hechos de los Apóstoles.
La razón es muy simple, tanto los Evangelios, al menos los sinópticos, como los Hechos tienen más narración que disquisiciones teológicas, y cuando la teología se asoma, esta aparece siempre teñida de manera social, abordando la manera en que ha de vivirse en este mundo; mientras que las cartas de los Apóstoles suelen limitarse a tratar de definir qué era Jesús, porque nuestra comunidad es la mejor y la razón por la que tenéis que desconfiar de los otros.
Poco que nos pueda servir hoy en día, a menos que se sea cristiano militante.
En el caso de los Hechos, el interés se acentúa porque cuando el libro describe los viajes de Pablo, es bastante probable que nos encontremos con un relato de primera o como mucho de segunda mano, de los hechos que se narran. Apoyarían la hipótesis de esta cercanía la cotidianedad del relato, casi completamente desprovisto de milagros y sí de muchas situaciones más que terrenales o las secciones en las que el narrador empieza repentinamente a hablar en primera persona, como si el escriba anotase lo que le cuenta un testigo. En cualquier caso, aunque no fuera el relato de uno de los protagonistas, nada impide que uno de sus múltiples cautiverios camino de Roma, Pablo, además de dictar sus cartas hubiera narrado lo que le había acontecido en sus viajes para que fuera puesto por escrito.
Sin embargo, lo más importante no es eso. Lo realmente importante es que por primera y casi única vez en la historia antigua, tenemos una visión de como vivía la gente sencilla en el Imperio Romano escrita por alguien que no pertenecía a la elite, de manera que podemos sentir el pulso de la devoción popular, la extension en que formaba parte de la vida cotidiana, como muestra el fragmento arriba incluido en el que en medio de Anatolia, la supuesta curación de un paralitico mueve a los habitantes a considerarles como dioses y al sacerdote local a preparar un sacrificio.
Mientras Pablo los esperaba en Atenas, se consumía su espíritu viendo la ciudad llena de ídolos. Disputaba en la sinagoga con los judíos y los prosélitos, y cada día en el ágora con los que le salían al paso. Ciertos filósofos, tanto epicúreos como estoios, conferenciaban con él, y unos decían: ¿Qué es lo que propala este charlatán? Otros contestaban parece predicador de divinidades extranjeras: porque anunciaba a Jesús y la resurrección. Y tomándole, le llevaron al Areopago, diciendo, ¿Podemos saber qué nueva doctrina es esta que enseñas? Pues todo eso es muy extrañó a nuestros oidos: queremos saber que dices con esas cosas. Todos los ateniense y los extranjeros allí domiciliados no se ocupaban en otra cosa que decir y oír la última novedad.
Hechos de los Apostoles, 17, 16-21
No menos interesante es uno de los fragmentos más famosos de todo el libro: el momento en que Pablo llega a la ciudad de Atenas y se produce el choque entre dos concepciones del mundo. Todos nosotros, desde pequeños, hemos sido educados en la devoción de la antigua Grecia. Nos importe o no el mundo antiguo, raro sería el que no sintiera una especial emoción si le permitiera viajar a la antigua Atenas y ver, en vivo y en directo, por utilizar la expresión, aquello de lo que siempre ha oído hablar en los libros.
No es el caso de Pablo. Aunque converso cristiano, sigue siendo un fariseo, y el judaísmo de tiempos bíblicos había crecido en el desprecio a todo lo exterior, considerado como peligroso, al poder apartar al creyente de la auténtica fe y acarrear la ira de Dios. Un desprecio que implica que no se va a realizar ningún esfuerzo por comprender lo que piensa el contrario y que constituirá una de las más pesadas herencias del cristianismo, al impedirle avanzar y progresar, ya que lo que no está en la revelación, no puede ser útil y válido. Una actitud que aquí vemos perfectamente formada, puesto que el redactor sólo se ocupa de recoger la sorpresa y confusión de los filósofos que escuchan a Pablo, pero ninguna de las doctrinas o argumentos con que estos le responderían, que suponemos que al mismo Pablo bien poco le interesarían convencido como estaba de estar en la verdad absoluta.
Pero al mismo tiempo, y a pesar del comentarista, que diferencia hay con la actitud de los atenienses, porque estos, en cuanto oyen hablar del extranjero y de su nueva religión, le acogen entre ellos y escuchan atentamente y con curiosidad sus palabras, creyendo muy acertadamente que lo que él les diga pueda serles de alguna utilidad. O lo que es lo mismo que toda idea, por descabellada que sea, merece ser expuesta en libertad y escuchada con la mente abierta.
No es extraño por tanto que cuando la civilización occidental empezase a liberarse de las tinieblas de la Edad Media, eligiese a Roma y Atenas como a sus modelos, puesto que se veía reflejada en su curiosidad. Esa curiosidad por la novedad que le parece tan extraña a Pablo.
Pero hubo en aquel tiempo un alboroto no pequeño a propósito del camino (del Evangelio) ocasionado por un platero llamado Demetrio, que hacía en plata templos de Artemisa, que proporcionaban a los artífices no poca ganancia; y convocándolos, así como a todos los obreros de este ramo, les dijo: Bien sabéis que nuestro negocio depende de este oficio. Asímismo estáis viendo y oyendo que no sólo en Éfeso, sino en casi toda el Asia, este Pablo ha persuadido y llevado tras de sí a una gran muchedumbre, diciendo que no son dioses los hechos por manos de hombres. Esto no solamente es un peligro para nuestra industria, sino que es un descrédito del templo de la gran diosa Artemisa, que será reputada en nada y vendrá a quedar despojada de su majestad aquella a quien toda el Asia y el orbe veneran.
A todo esto se llenaron de ira y comenzaron a gritar: ¡Grande es la Artemisia de los Efesios!. Toda la ciudad se llenó de confusión y se a una se precipitaron en el teatro, arrastrando a Gayo y Aristarco, macedonios, compañeros de Pablo.
Hechos de los Apóstoles 19, 23-29
Por último, otro de los grandes pasajes de los hechos. No por su importancia teológica o doctrinal, sino por lo que nos enseña del mundo del siglo I de nuestra era. Ahora, en este mundo laíco, tendemos a pensar que la religión poco tiene que ver con la sociedad o la economía. Esto no era así en el pasado ( y me atrevería a decir, esto no era así en el 90% de la historia de la humanidad), entonces la religión era política, puesto que dictaba como se debía vivir y cual era el modo justo de organizar la sociedad, y era también economía, puesto que los templos poseían tierras para su sustento y de los rituales que en ellos se celebraban viviía mucha gente.
Una imbricación tan profunda que en el caso de templos emblemáticos, como el de la Artemisa de Éfeso, la ciudad considerase a esa diosa como suya, inseparable de su esencia, de la misma manera que un hincha de un equipo considera a ese equipo como suyo, hasta el extremo de reaccionar con violencia ante cualquiera que pretendiese hacerla de menos, como les ocurrió a Pablo, cuando se atrevió a levantar la voz contra la famosa Artemisa de los Efesios.
Existia una ley romana que prohibia las enseñanzas de un nuevo dios de ahi que Pablo señalara el templo dedicado al "dios desconocido" y dijera que el hablaba de ese.
ResponderEliminarLa versión que me explicaron cuando niño, en aquellas aún ubicuas clases de religión, era que Pablo había aprovechado el prurito taxonómico de los atenienses, preocupados por haberse olvidado de su religión, para colar de rondón a su dios.
ResponderEliminarDe todas maneras los romanos eran bastante tolerantes en materia de religión siempre y cuando no se produjesen alteraciones del orden público. Es cierto que determinados cultos orientales, como el de Cibeles, habían sido prohibidos en Roma en épocas pasadas, principalmente por cuestiones políticas, pero como bien decía un satírico romano, "el Orontes (rio de Siria) desemboca en el Tíber", y por aquel entonces el culto de Isis, Adonis, Serapis o Mitra estaban bien integrados en la sociedad romana... sólo que esos cultos no se pretendían excluyentes.