Lunes, tiempo de Forjadores de Imperios. En este cuento creo que cargué demasiado las tintas intentando mostrar el clima de preguerra civil al que se avecinaba la República Romana, sin embargo, no es esto lo que más me preocupa, sino la certeza de que nunca volveré a escribir tan bien como entonces... y aún hay cuentos mucho mejores que éste.
Así que les dejo con una larga lectura, como corresponde a los cuentos romanos.
Año 133 a.C. Roma
El camino se extiende ante nosotros, seco y polvoriento, serpenteando entre colinas peladas y agostadas. Repentinas ráfagas de viento levantan torbellinos de polvo que nos envuelven y ahogan. No queda otro remedio que sujetarse el sombrero, cubrirse la boca y la nariz con el borde de la túnica y continuar avanzando, la cabeza gacha, los ojos medio cerrados, hasta que el aire se detenga. Entonces sobreviene un calor hirviente, nada nos alivia ya del sol y de su reflejo en la brillante arena del camino.
Yo puedo soportarlo, aunque mis ojos ardan y mi cuerpo esté encharcado en sudor, pero temo por mis mayores. He cargado a padre a mis espaldas y mis hermanas portan a madre. Ambos estaban extenuados y si bien madre se había dejado caer en la cuneta, padre continuaba la marcha, tambaleándose, yendo de un lado a otro del camino, incapaz de reconocer dónde estábamos o dónde nos dirigíamos. Ahora siento su aliento sobre mi nuca y escucho, inquieto, su respiración irregular. Trato de aparecer calmado ante el resto de la familia y de hacerles concebir alguna esperanza, pero estoy seguro de que no aguantarán un día más. Deberíamos detenernos a descansar, ¿pero dónde? No hay árboles, ni arroyos, ni fuentes a la vista. Dejarlos a merced del sol ardiente, sin agua ni sombra, es igual que matarlos. Hay que continuar la marcha, quizás detrás de la siguiente colina encontremos alguien que nos quiera ayudar.
Ayuda. ¿Quién va a prestarnos ayuda? Desde que abandonamos la aldea no hemos encontrado a nadie, fuera de… Ni un ser humano habita el país. Está desierto, completamente abandonado. Aquí y allá, se vislumbran entre las malas hierbas y los arbustos las ruinas de antiguas granjas. Anoche dormimos en una, un poco mejor conservada que las demás. Parte del techo se había derrumbado, pero entre mi hermano pequeño y yo conseguimos retirar los escombros y construir un pequeño abrigo. Al menos esa noche la pasamos bajo techado. En cuanto tocaron el suelo, padre y madre cayeron instantáneamente dormidos, tan profundamente que parecían muertos. Intentamos despertarlos para que cenasen algo, pero fue inútil. Mis hermanas perdieron los nervios. Se revolvieron contra mí y comenzaron a acusarme. Jamás llegaríamos a esa Roma de la que tanto hablaba, me gritaban, moríamos todos en el camino. Habría sido mejor quedarse en el valle, algo habría salido. Las hice callar de malos modos, incluso llegué a abofetear a mi hermana pequeña. No tenían derecho a derrumbarse y menos entonces, cuando padre y madre estaban en ese estado. Yo tampoco tenía derecho a pegarlas. Lo lamento ahora, pero mi arrepentimiento no va a darnos de comer, ni a devolvernos lo perdido.
La disputa me había desvelado. Me aparté de la familia y vagué largo rato entre las ruinas de la granja. Quienquiera que viviese allí había tenido que abandonarla precipitadamente o había sido forzado a ello. En el hogar encontré los fragmentos quemados de las estatuillas de los penates. Ninguna familia romana las habría dejado atrás. Toda prosperidad futura dependía de las ofrendas que se les hiciesen. Nosotros al menos habíamos podido conservar las nuestras. Aún las rezábamos, por el fin de nuestro sufrimiento, por el retorno de los buenos tiempos, aunque no tuviéramos nada que sacrificarles, fuera de una pequeña fracción de nuestra exigua ración diaria de trigo. Quizás se hayan buscado ya nuevos adoradores, más generosos.
Pensé en nuestra propia casa. En sí las puertas continuarían aún en sus goznes o habrían sido ya arrancadas para madera, en sí las paredes se mantendrían aún en pie, o habrían sido derribadas para aumentar las tierras de labranza. ¡Qué ingenuos habíamos sido! Pensábamos que a nosotros no nos iba a tocar, aunque veíamos como todos nuestros vecinos iban siendo desahuciados uno tras otro. Nos agradaba pensar que nuestras tierras eran las mejores de la aldea, que nosotros éramos trabajadores, que las desgracias que presenciábamos eran producto de la negligencia y la imprevisión. Bastaron unos años de malas cosechas para que a nosotros nos visitara también aquel hombre.
Lo recuerdo bien. Varios guardias le precedían. Marchaban con las espadas desenvainadas y en sus rostros había sonrisas de superioridad y sorna. Nos rodearon y quedaron a la espera de órdenes. Mientras tanto, observaban a nuestras mujeres con miradas codiciosas. Nosotros no podíamos hacer nada, salvo esperar. El visitante era transportado en una litera llevada por cuatro porteadores, abrumados por su enorme peso. Parecía más gordo de lo que era, envuelto en una toga pesada y espesa, entretejida de oro y seda. Sus dedos gordos y rechonchos estaban cubiertos de anillos y jugueteaban con los collares que colgaban de su cuello.
Padre intentó en vano convencerle para que nos concediese un nuevo plazo para pagar nuestras deudas. No sirvió de nada que le describiera la situación en la que se vería toda la familia si nos arrebataba el sustento. Fue inútil recordarle que aquellas tierras habían sido conquistadas por nuestros antepasados a los etruscos y que los cónsules se las habían adjudicado a perpetuidad, a ellos y a sus descendientes. El hombre no le escuchaba y bostezaba aburrido, mientras examinaba con la mayor atención la longitud de sus uñas y arreglaba las arrugas de su manto.
No obtuvimos nada de él, salvo una noche más para empaquetar nuestras cosas y largarnos. Si sus guardias nos encontraban al día siguiente, nos harían esclavos, tal y como la ley le autorizaba a hacer, para satisfacer así nuestras deudas. Quizás es lo que deseábamos. Así al menos podríamos seguir trabajando las tierras por las que tanto apego demostrábamos. En cuanto a las mujeres… bueno… ya se les encontraría nuevos acomodos.
Estuve a punto de lanzarme al cuello de ese cerdo, pero antes de que pudiera dar un paso uno de los guardias me golpeó con el pomo de su espada. Mi hermano me contó luego que me desplomé como un fardo. Todos creían que estaba muerto. Me desperté tumbado boca abajo. Dos de los guardias sujetaban mis manos a mi espalda y apoyaban sus rodillas contra ella. No podía hacer ningún movimiento. Alcé la cabeza cuanto pude. Mi hermano yacía también en el suelo, inmovilizado de la misma manera. Otro guardia se agachó, agarró mis cabellos y tiró de ellos, para obligarme a levantar el tronco. Un dolor agudo recorrió toda mi espalda. Frente a mis ojos veía la hoja brillante de su espada, casi rozándome, que temblaba ligeramente. El guardia volvió la cabeza hacia su jefe y esperó instrucciones. Éste sacudió la cabeza. No hacía falta. Habíamos aprendido la lección. Y si no…
Antes de que amaneciera abandonamos nuestra granja, como ladrones. Cuando coronamos la colina que la dominaba, ninguno volvió la vista atrás. El dolor atenazaba nuestros corazones y nadie deseaba enconarlo. Sólo queríamos abandonar aquella región y alcanzar el camino de Roma, donde esperábamos encontrar un nuevo hogar en el que rehacer nuestras vidas.
Durante nuestro primer día de marcha nos cruzamos con varias caravanas de esclavos. Se dirigían a cultivar las antiguas tierras de nuestros vecinos. Quizás alguna de esas cuadrillas ya había sido destinada para trabajar las nuestras. Creí reconocer alguno de los rostros, pero no preocupé en confirmar mi impresión. Aquellos caras demacrados y consumidas eran todas iguales. Nadie podía reconocer a nadie entre aquellos fantasmas que pasaban a nuestro lado, con paso vacilante y pesado, a los que sólo movía el deseo de sobrevivir hasta la tarde, de añadir un día más a sus vidas. Tampoco me hubiera podido entretener. Guardias a caballo, de aspecto tan hosco y fiero como los que habían rodeado nuestra granja, patrullaban alrededor de esos desgraciados, guiándolos como se hace con los rebaños, golpeando sin consideración a los remolones y rezagados.
Aparté la mirada. Quién sabe como hubieran reaccionado, al descubrir que se les observaba.
- Tenemos que actuar, madre. Es nuestro deber. Nuestra familia ha servido a la república desde su fundación. Siempre que ha estado en peligro hemos acudido a socorrerla. En esas ocasiones, el pueblo ha aceptado sin discusión nuestra guía y tutela. Por esa razón, ahora no podemos ignorar nuestra misión y volver la espalda a Roma. Todos esperan que actuemos.
- No es el momento apropiado, Tiberio. Hay que esperar.
- No se puede esperar más, madre. Lo sabes tan bien como yo. La ciudad está llena de emigrantes. Cada día son más. Vienen de todas partes de Italia porque les han despojado de sus tierras y se encuentran con que aquí no hay trabajo para ellos. No tienen con que dar de comer a sus familias. Su ira se acrecienta. ¿Cuánto tiempo más aguantarán? Nos arriesgamos a una guerra civil. Si eso ocurre, nuestros enemigos no tardarán en caer sobre nosotros. Nos despedazarán. Será nuestro fin.
- Es digno de alabanza que pienses así, hijo mío. Sabes que siempre he alentado tu ambición y nunca he discutido tus decisiones, pero esta vez es distinto. No tienes seguidores y por este camino sólo vas a encontrar enemigos. Créeme. Los ricos no van a abandonar sus propiedades sólo por que tú lo digas, ni van a dejarse arrebatar sus posesiones sin lucha. Se defenderán y no se detendrán ante nada ni nadie. Si te enfrentas a ellos, no vacilarán en ordenar tu muerte. Hijo mío, piénsalo bien ¿Qué será de mí y de tu hermano Cayo si tú desapareces?
- No importa mi persona. No importamos ninguno de nosotros. La única que debe sobrevivir es Roma. Italia se está despoblando. Dónde antes había aldeas populosas ahora sólo viven esclavos. Si se rebelan, no tendremos con qué detenerlos. Nos barrerán. Ésa, y no otra, es la causa de lo sucedido en Sicilia. Allí sólo quedan esclavos. Ese Euno no ha tenido ningún problema en derrotar a todos los ejércitos que hemos enviado. Es sólo cuestión de tiempo que algo similar pase entre nosotros, en Etruria, en Campania, en la misma Roma. La pira esta lista, sólo hay que aplicar la tea. Cuando tantos peligros nos amenazan, ningún romano puede negarme su apoyo.
- Eres un idealista, hijo, piensas demasiado en Roma. Te lo puedes permitir porque eres joven, pero el resto no opina igual que tú. Nadie ve más allá del fondo de su bolsa. Esos esclavos que tanto miedo te dan los han traído los mismos que han expropiado las tierras.
- Lo sé, madre, no me descubres nada nuevo. Sin los esclavos serían tan pobres como los labradores que antes poseían las tierras. Sin embargo, ejércitos enteros labran ahora para ellos las propiedades que han reunido. Todo es barato, todo son beneficios. Que sus esclavos se dejen la vida en los campos, les es indiferente. Por cada uno que perezca, nuestros ejércitos traerán diez de la próxima campaña.
- Si conoces todo eso, entonces sabrás también que no les importa el peligro que pueda causar tanto esclavo a Roma, mientras sus bolsas permanezcan llenas.
- Tendrán que recapacitar y nosotros tendremos que convencerlos. Deben darse cuenta del mal que están haciendo, olvidar su interés personal y sacrificarse por Roma, al igual que hicieron cuando eran jóvenes y estaban en el ejército.
- ¿Y tú vas a conseguirlo?
- Yo voy a conseguirlo. Muchos de nuestra propia clase me apoyan. La ley que voy a presentar no la he redactado yo sólo. Muchos ciudadanos nobles y respetables me han ayudado. Es justa y moderada. El pueblo la aceptará enseguida. Todos, sin excepción, la aceptarán.
- Pon los pies en la tierra. Hijo mío. Deja de soñar. Nada que les obligue a desprenderse de sus riquezas puede ser bueno para ellos. Se opondrán. Y cometerás un grave error si subestimas la fuerza de su oposición.
- No les tengo ningún miedo. Soy tribuno de la plebe, elegido por el pueblo con la misión de defenderlo del abuso y la arbitrariedad. Ésa es mi labor y a ella pretendo ceñirme. Cuando el pueblo vea como les defiendo, cuando vean temblar a sus opresores, me seguirán sin vacilación.
- Acabarán fallándote. Te abandonarán en cuanto alguien les prometa más de lo que tú puedas darles. En el momento en que parezcas débil huirán de tu lado, temerosos de que les arrastres en tu caída. Quieras o no, cometerás errores y tus enemigos los volverán contra ti. Te acusaran de subvertir el orden, de conspirar contra la república, de intentar implantar una tiranía. Se presentarán como víctimas tuyas. Atraerán la compasión de los moderados. Al final sólo te seguirán extremistas y fanáticos. Entonces acabarán contigo.
- No les temo. Mi cargo me protege. Mi persona es sacrosanta e inviolable. Nadie puede someterme a juicio. Puedo vetar cualquier propuesta de ley que presenten. Nadie puede levantar la mano contra mí.
- Encontrarán el medio. No lo dudes. Recuerda a Cartago. Juramos por nuestros dioses respetar su independencia y conservar sus libertades. Ahora en su emplazamiento sólo hay un montón de ruinas humeantes, donde se ha prohibido habitar. Un hombre solo no puede hacer nada contra todos ellos.
- Un hombre decidido puede hacerlo todo, si no teme a la muerte. Yo ya la he mirado de frente en muchas batallas. La conozco y no me da miedo. Si yo caigo, otro se levantará en mi lugar y después otro y otro y otro, hasta que venzamos, hasta que Roma se salve. Ese debe ser nuestro único pensamiento. Todo lo demás es secundario. Todo lo demás es prescindible.
Me arrastro al exterior de la cabaña dónde hemos dormido, apretujados los unos con los otros, para mantenernos calientes. La primavera se acerca, pero las noches siguen siendo bastante frías. Para entrar en calor encendemos una hoguera en la puerta de la choza y nos acurrucamos junta a ella. Es tan agradable adormecerse unos momentos a su calor. Pocas personas hay que pasen por esta zona de la ciudad, fuera de las murallas, a una hora tan temprana. Los pocos que lo hacen aprietan el paso al vernos o simplemente dan media vuelta. Nuestro aspecto, andrajoso y sucio, nuestro olor, de gentes que no se han bañado en semanas, les da miedo. Hay tantos como nosotros por las calles… Nunca se sabe sí se ha topado uno con mendigos o con ladrones. La gente prefiere no arriesgarse.
Siento una punzada en el estómago. El hambre vuelve. Uno tras otro abandonamos nuestro abrigo, cruzamos por una brecha en la muralla y nos dispersamos por las calles, buscando alguien que nos dé limosna.
Estoy completamente sólo. Padre y madre murieron en el camino como yo temía. Doy gracias a los dioses porque no sufrieron. En sus últimos momentos habían perdido completamente la razón y creían hallarse de vuelta en casa. Dichosos ellos. Más nos hubiera valido a los demás haber perecido en ese instante y no haber llegado a esta maldita ciudad en la que tantas esperanzas habíamos puesto, de la que tantas mentiras había contado a mi familia.
Mi hermana pequeña fue la siguiente en perderse, en medio de la multitud, cuando cruzábamos las puertas de Roma. La llevaba sujeta de la mano y sentí como se escurría entre mis dedos sin que pudiera evitarlo. Cuando me volví, solo encontré rostros desconocidos e indiferentes. Traté de alcanzarla, pero la multitud era demasiado compacta. Durante días enteros la buscamos, preguntando a los guardias de las puertas, a la gente que salía y entraba, pero fue inútil. Prefiero no imaginarme que puede haber sido de ella.
Mi hermana mayor se vendió a un burdel, a los pocos meses de nuestra llegada. Si alguien me lo hubiera dicho cuando aún teníamos una vida, lo habría matado a palos. Ahora pienso en ello y no siento nada, excepto la certeza de que ha sido mejor para ella y para nosotros. Lo que mi hermano y yo conseguíamos mendigando por las calles no bastaba para alimentar a los tres. Mientras nosotros estabamos fuera, corríamos el peligro de que algún otro intentase violentarla o algo peor. No había otra solución. De vez en cuando me acerco al burdel donde trabaja y ella me pasa a escondidas las sobras de su comida.
El último en abandonarme fue mi hermano pequeño. Discutimos hace una semana. No recuerdo el porqué. Estábamos completamente borrachos y si los otros mendigos no nos hubieran separado, nos hubiéramos matado a golpes el uno al otro.
He llegado a la esquina dónde me siento a pedir. Me acurruco en ella, extiendo la mano y espero a que la gente deposite en ella alguna moneda. Ni siquiera me preocupo en mirar quien pasa o en comprobar que ponen en mi palma. Oculto la cabeza entre las piernas y dormito. Mi mente está tan embotada que ya no puedo pensar en nada, ni siquiera en buscar otra ocupación distinta, aunque debería hacerlo. Cada día consigo menos limosnas, cada día es mayor el hambre. Me hundo y no puedo evitarlo.
Cuando descubrí la esquina era un sitio perfecto. El viejo que la ocupaba me contó que podía sacar en unas horas lo suficiente para llenarse la panza durante varios días. No tuve que haberle dado una paliza para que me cediese el puesto. Había suficiente para los dos. No le he vuelto a ver desde entonces, pero las maldiciones con las que me despidió han surtido buen efecto. No gano nada y, sin embargo, debo permanecer aquí todo el día, vigilante, para que nadie usurpe mi puesto. Cualquier otro mendigo que se me acerca es mi enemigo. Raro es el día que no me enzarzo en alguna pelea. Por ahora las gano, pero me debilito rápidamente.
Unos pasos me despiertan. Levanto la cabeza y mi mirada se cruza con la de un muchacho que me observa, sentado en cuclillas frente a mí.
“¿Qué quieres de mí, chaval?”
“¿No vas al foro?”
“¿Por qué debería ir allí?”
“¿En qué mundo vives? Tiberio, el tribuno de la plebe, ha convocado al pueblo para presentar su ley.”
“¿Qué ley es esa tan importante?”
“Una que va a hacer que los ricos devuelvan las tierras que han robado a los pobres”
Un estremecimiento de alegría recorre mi cuerpo. Cierro los ojos y permanezco así un momento, en la obscuridad, saboreando la noticia. Temo que al abrirlos el muchacho haya desaparecido, pero no es así, continua sentado frente a mí, sonriendo. ¿Quién es él? ¿Por qué se dirige a mí? ¿Qué dios le ha enviado?
“No te burles de mí” mi voz traiciona mi emoción, una agitación que ya no recordaba haber sentido, que ya no creía poder llegar a sentir “aún tengo fuerzas para darte una buena zurra”
“No me burlo de ti, ven conmigo al foro, si no me crees”
“Guíame”
Él abre la marcha y de vez en cuando se detiene a comprobar si le sigo. Me siento débil, mi paso es vacilante y me cuesta mantenerme a su altura. No pienso ya en mi esquina o en si alguien puede arrebatármela. Pienso en mi familia, en los muertos y desaparecidos. Si es verdad lo que ese chaval dice, tengo que estar allí presente, tengo que ver como humillan y derriban a los que nos han robado nuestras tierras y arrojado al arroyo. Tengo que presenciar su sufrimiento y reírme de él, delante de ellos, en sus mismos rostros.
El foro está lleno, no se puede dar un paso, toda Roma está allí, congregada ante la Rostra para asistir al debate. Tengo que quedarme al fondo, junto al templo de los Dioscuros. Asciendo las escalinatas, abriéndome paso con dificultad entre los espectadores. Desde allí puedo ver lo que ocurre en la tribuna. Cuando he conseguido un sitio, tiro de la manga del hombre que está a mi lado hasta que consigo que vuelva la cabeza. Éste arruga la nariz al percibir mi olor.
“¡Qué horror! ¿Cuánto hace que no has visitado las termas? Aunque dudo que te dejasen entrar…”
“¿Cómo va?” le interrumpo “¿Qué ha ocurrido?”
“Tiberio acaba de defender su ley y ahora es el turno…”
“¿Qué dice esa ley?” vuelvo a interrumpirle.
“Tranquilo, ya iba a decírtelo, ten paciencia… Van a poner un límite máximo a las tierras que pueda poseer una persona. Todo aquel que supere el límite tendrá que devolver el sobrante a sus antiguos propietarios”
Las piernas me tiemblan. “¿De verdad no me mientes?” grito “¡Júrame que no me mientes!” He agarrado al hombre del manto y le zarandeo.
“¡Pero qué te pasa! ¡Suéltame!” Aparta mis manos de un manotazo y se arregla el vestido cuidadosamente “¡Todo lo que te he dicho es cierto! ¡Y cállate ahora! Van a hablar los propietarios. Míralos. Ahora suben a la tribuna. Qué asco… Se han vestido con sus peores togas. Quieren aparentar que ellos también son pobres”
Miro en la dirección que me indica mi interlocutor y veo como una fila de hombres ocupa la rostra. Apenas pueden arrastrar el peso de sus barrigas. Tiemblan con el esfuerzo y se secan el sudor que cubre sus frentes. La multitud comienza a abuchearles, a reírse y burlarse de su aspecto. Ellos, atemorizados, dan un paso atrás y se agrupan, como un rebaño en presencia del lobo. De todos ellos, sólo hay uno que no retrocede y avanza hacia el borde de la tribuna. Hace señas para reclamar nuestra atención y la muchedumbre, intrigada, guarda silencio.
El hombre comienza a hablar, pero su voz es débil y no llega al fondo de la plaza. Sólo las primeras filas le oyen. El resto estiramos los cuellos y empujamos a los que están delante para acercarnos un poco más, pero es inútil. No podemos captar una sola palabra de las que salen de su boca. Debemos esperar a que los que pueden escucharlo cuenten lo que oyen a los que tienen detrás y así, de boca en boca, llegue hasta nosotros. No puedo contener mi impaciencia, pero hasta ese instante debo contentarme con el rostro congestionado del orador y los movimientos compulsivos de sus manos, que se dirigen hacia nosotros implorando compasión. Eso basta para conmover a algunos de los que me rodean, que comienzan a dolerse de la suerte de ese hombre.
Poco a poco, filtrándose entre la multitud, el discurso llega hasta nosotros. La delegación pide comprensión y paciencia. Hay que abstenerse de tomar decisiones precipitadas que perjudiquen a la mayoría. Los tiempos han sido malos para todos. Puede que algunos, muchos menos de los que el tribuno piensa, hayan tenido que malvender sus tierras para subsistir, pero eso no es culpa de los compradores. No es culpa de nadie.
Además, intentar devolver las tierras a sus dueños originales es imposible en muchos casos. Han sido utilizadas en su mayor parte para pagar deudas o dadas como dote de sus hijas. Los nuevos propietarios desconocen su origen y arrebatárselas sería cometer una injusticia aún mayor. Es evidente que el proyecto del tribuno es impracticable. No acarrearía más que nuevas divisiones y rencores, que se añadirían a los ya existentes. Más vale dejar todo como está y aliviar las penalidades de los que han perdido las tierras. Los grandes propietarios son los primeros en comprender la situación de las familias afectadas, muy triste y lamentable, y están de acuerdo en prestarles todo el apoyo y solidaridad que sea posible, siempre y cuando su necesidad quede demostrada fehacientemente. Ese es el camino justo.
Las palabras del discurso han calado hondo en los asistentes. “Tiene razón.” oigo decir a mi lado “Lo hecho, hecho está.” “Hay que olvidar el pasado y pensar en el futuro.” “Hay que construir, no destruir.”
Les van a dejar escapar. Se van a librar de nuevo. Mis rodillas vacilan. Mi vista se nubla. El hombre con el que conversaba me sostiene en sus brazos y evita que caiga al suelo.
“¿Qué te pasa, muchacho?”
“Apenas como desde hace días, además…”
“Además, ¿qué?”
“¿Ves ese hombre de allí, entre los que están en la rostra? El penúltimo por la izquierda.”
“Sí, le veo. ¿Qué ocurre con él?”
“Le conozco. Expulso a mi familia de sus tierras. No fuimos los únicos. Toda la región es suya.”
“¿Dónde esta tu familia ahora?”
“No lo sé. Muertos. Dispersos. ¿Quién sabe?”
El hombre me levanta y me lleva de un lado a otro, mostrándome a todos los asistentes.
“Escuchad… Escuchad todos…Mirad a este joven… Le han robado las tierras … Ha sido uno de los que están ahora mismo en la tribuna”
Lo que están más cerca avisan a los que están más lejos. La conmoción se extiende y amplifica. La ira prende en los corazones y rompe sobre la tribuna. El orador se detiene, bajo una lluvia de insultos y abucheos. Sorprendido, aterrorizado, hace gestos para calmarnos, pero esto sólo sirve para irritar aún más a la muchedumbre. Una piedra cae frente a él y rueda inofensiva hasta sus pies. Él la mira embobado, incapaz de reaccionar.
Silencio.
“¿Qué pasa?, ¿Qué ocurre?” pregunto.
“Calla, Tiberio va a hablar.”
Un hombre, vestido también con ricas vestiduras, se ha levantado. Alza la mano para pedir la palabra. La atención de todos está fija en él. Admiración, respeto, esperanza. Es lo que veo en todos los rostros.
“¡Pero es uno de ellos!” grito al ver su aspecto.
“Pero está con nosotros.” me responden
Tiberio espera a que el rumor de las voces se haya acallado. Agarra el borde de su manto y comienza hablar. Su voz se escucha hasta los últimos rincones del foro. Clara, segura, precisa. La de alguien acostumbrado al mando.
“¡Ciudadanos, tranquilizaos! ¡Guardad la calma! La república garantiza que todos los romanos tienen el derecho de defender sus opiniones en las asambleas. Por eso las celebramos. Si no fuera así, tendríamos un rey que pensase y decidiese por nosotros, como ocurre en los países que hemos conquistado. Sin embargo, nosotros somos libres, y como hombres libres, tenemos el deber y la obligación de escuchar todas las opiniones, para de entre ellas elegir la que consideremos mejor.
Debo confesaros, aunque os sorprenda, que esta delegación que ha hablado tenía mucha razón en sus palabras. Mucha más de la que ellos imaginan. Es cierto que mi reforma causará injusticia y conculcará derechos. No pienso negarlo. Pero decidme vosotros, ¿Qué ley conocéis que no lo haga? Cualquier acción, sea justa o injusta, beneficia a unos y perjudica a otros. Es inevitable. Sin embargo, conocer esto no nos impide actuar, siempre que consideremos que los beneficios superan a los males.
Os pregunto entonces. ¿Debemos dejar las cosas tal y como están? No. La respuesta no puede ser otra que no. Los males que ahora nos aquejan son ultraje y un peligro para nuestra república. No podemos continuar así. Mirad a vuestro alrededor. Preguntad a vuestros conocidos. Los campos están despoblados. La ciudad llena de mendigos. Examinadlos bien. No son los vagos ni los delincuentes que toda sociedad, incluso la más sana, produce. Son personas como vosotros, a las que la fatalidad ha reducido a ese estado. Son personas cuyos abuelos, cuyos padres, han conquistado el mundo para Roma, humillado a los reyes más poderosos y abatido su poder, puesto en vuestras manos su dominio. Ellos han formado con vosotros en muchas batallas, habéis compartido con ellos fatigas y sinsabores, os han salvado la vida o se la habéis salvado vosotros.
Ahora, esas personas, vuestros iguales, en vez de honores, reciben como pago, miseria, pobreza, desprecio y olvido. Sólo el azar ha evitado que a vosotros os ocurra lo mismo. ¿Es justo eso? ¿Es digno de nuestra república? No. Nunca lo ha sido y nunca lo será. Ante tal sufrimiento, ¿qué importan los mezquinos intereses de algunos? Nada. Nuestro deber es ayudar a nuestros ciudadanos, sea como sea, devolviéndoles sus medios de vida, restaurando su dignidad. Si no obramos así, la propia existencia de nuestra república está en juego. Nuestra paz y seguridad depende del trato que les demos.
Miradme a mí. Todos me conocéis. Soy descendiente de Escipión. La fama y la riqueza de mi familia son incontables. Debería estar en el bando de los que quieren que todo siga igual. Debería defender mis propiedades contra vosotros. No obro así, sin embargo. Al igual que ofrecí mi cuerpo y mi vida en tantas batallas para combatir a los enemigos de la república, ahora hago lo mismo con mi fortuna. Algunos parecen incapaces de comprender algo tan simple y tan sencillo. Ni siquiera cuando la salud de la república nos lo exige. Es un error, ninguno de sus hijos puede ignorar su llamada. Al final, incluso los que se me oponen habrán de convenir conmigo en que mi solución es la única posible, la única justa, la única digna”
Las aclamaciones son atronadoras. Los propietarios se apretujan los unos con los otros, miran de reojo a Tiberio y cuchichean. Si ellos pudieran… El tribuno no les presta atención. Contempla la multitud enfervorecida, sonríe y se deja acunar un instante por los vítores. Sólo durante un breve instante, pues vuelve a alzar la mano y reclama silencio.
“El momento ha llegado, ciudadanos. Proseguir el debate es ocioso. ¡Escriba! Lee el texto de la ley para que el pueblo la conozca”
El escriba desenrolla el papiro y se dispone a comenzar la lectura, pero antes de leer una sola palabra, alza sorprendido la cabeza y vuelve la vista hacia Tiberio, azorado.
Otro hombre, con tan ricas vestiduras como Tiberio, se ha levantado y ha puesto su mano sobre el papiro, impidiéndole leer.
“¡Veto!” exclama.
- Recapacita, Octavio. Retira tu veto a la ley. Te lo pido por última vez.
- Nunca lo haré, Tiberio. Cada uno de nosotros tiene que representar su papel hasta el final. Tú el tuyo y yo el mío. No me pidas que abandone ahora. No soy un cobarde. No me retiraré de lo que he emprendido. No traicionaré a quienes han puesto su confianza en mí. Debo defenderles. Si no lo hago, los aplastaréis.
- No te dejes cegar por la ira. Deja de proteger a quienes sólo están manipulándote. Si persistes en esa actitud sólo provocarás tu ruina. Cuando eso ocurra no moverán un dedo para defenderte. Desengáñate. Mira, sin embargo, lo que yo estoy haciendo por ti. He detenido tu proceso de destitución, sólo por concederte una oportunidad más. Mira que si las votaciones continúan y una tribu más se decide en tu contra, te despojaran de tu cargo de tribuno. Recapacita. Retira tu veto. No permitas que esa vergüenza caiga sobre ti.
- ¿Cómo puedes tener esa desfachatez? Tú mismo has iniciado ese proceso que ahora dices detener con tanta generosidad. Tú mismo has propuesto a la asamblea que me destituya. A eso lo llamo yo chantaje. Me ofreces impunidad a cambio de dejarte vía libre. Pues no vas a conseguirlo. No. Tendrás que llegar hasta el final, quieras que no, y esta ilegalidad que cometes va a pender siempre sobre tu cabeza.
- ¿Ilegalidad? No soy yo quien te arrebata tu cargo. Es el mismo pueblo que te eligió. Juraste defenderlo de la arbitrariedad y el abuso, pero le has traicionado, poniéndote de lado de sus opresores. No mereces tu cargo. Por eso te lo quitan los mismos que te lo dieron.
- ¿No has obrado tú igual? Finges que hablas en nombre del pueblo y sólo permites que se escuche tu propia voz. Utilizas el poder con el que has sido investido en tu propio beneficio. Barres los obstáculos que se oponen a tu paso, sin pensar en las consecuencias de tus actos. O quizás las conoces demasiado bien. Me pregunto cual será tu próximo objetivo ¿Los cónsules? ¿El senado?
- No te atrevas a difamarme. No tengo ambiciones. Solo aspiro a que se cumpla la voluntad del pueblo. Mi labor se acaba con la aprobación de esta ley que el pueblo tanto ansía y necesita. Sois vosotros quienes habéis corrompido el tribunado, utilizando el derecho de veto para defender los privilegios de unos pocos. Temed lo que se os avecina. Ahora he despertado. Creí que podría convenceros con palabras, pero está visto que sólo la fuerza puede hacer que os avengáis a razones.
- Cuida que la violencia no se vuelva contra ti. Has enseñado a todos como se puede acabar con un tribuno. ¿Cómo vas a protegerte ahora? En cuento me derribes tu vida no valdrá nada.
- El pueblo me protegerá.
- El pueblo… El pueblo no se conformará con tus tímidas reformas. Ellos nos odian, a ti, a mí, a todos los de nuestra clase, porque nosotros tenemos y ellos no. No persiguen esa igualdad que tanto proclamas, sino estar en nuestro lugar. En cuanto no satisfagas sus deseos te devorarán. No podrás evitarlo. Escúchame. Su victoria será la auténtica muerte de Roma. ¿Es que no te das cuenta? Contra ese peligro luchamos los ciudadanos respetables de Roma. Frente a la esencia de la república, la pobreza de unos cuantos desharrapados no importa. Uno más, uno menos, tanto da. Nada va a cambiar si ellos desaparecen. No aportan nada.
- ¿Estás loco? Ellos defienden la república. Sin ellos, estaríamos a merced de nuestros enemigos, de nuestros propios esclavos.
- No son necesarios para eso. Ya te darás cuenta. Aunque temo que entonces sea demasiado tarde para ti.
- No tengo porque continuar escuchando más necedades. No tenía que haberte concedido esta oportunidad. ¡Que continúe la votación!
Octavio permanece inmóvil sobre la tribuna. A pesar de todo, no creía que Tiberio llegase hasta el final, ni que el pueblo se atreviera a deponerle. Aún no da crédito a lo que acaba de sucederle, aunque el heraldo lo ha repetido ya tres veces. Contempla a la multitud con ojos absortos, la boca abierta como un idiota. Sus manos han comenzado a temblar y el temblor se extiende a sus brazos, a su cabeza.
“Sacadle de ahí” ordena Tiberio “Va a derrumbarse. Ahorradle al menos eso.”
Si por mí fuera, le habría dejado desplomarse a la vista de todos. Todo lo que les pase a esos cerdos es poco. Aún tienen que sufrir mucho para poder saldar lo que me deben. Aún tenemos que verter su sangre y saciarnos en ella. Sin embargo… Sin embargo, por ahora sirvo a Tiberio y tengo que cumplir su voluntad. Él nos ha brindado esta victoria inesperada, un triunfo que nosotros, los parias como yo, jamás hubiéramos podido arrancar a los poderosos. Él debe saber lo que hace al perdonar a ese lacayo.
Saltamos a la rostra y le tomamos de los brazos. Él no se resiste y se deja llevar. En cuanto descendemos, rompe a llorar en silencio, como un niño.
La multitud se arremolina a nuestro alrededor. Un coro de miradas frías y amenazadoras nos acompaña. “Por qué os ocupáis de él.” gritan “Es un siervo de los ricos.” “Dejad que reviente.” La multitud nos empuja y zarandea. Intentan abrirse paso hasta Octavio. “Entregádnoslo.” “Dejad que le demos su merecido.” Cerramos filas e intentamos tranquilizar a la muchedumbre, mientras apretamos el paso para salir del foro. “Ciudadanos, guardad la calma.” “Hemos triunfado.” “La ley ha sido aprobada.” Es inútil. Las manos hallan hueco entre nuestros cuerpos y pugnan por alcanzar a Octavio. Le veo enderezarse y aullar de dolor. Alguno ha hecho presa.
Me revuelvo intentando hacer sitio. Miro a uno y otro lado, buscando una salida, pero la multitud es cada vez más nutrida. Su irritación crece y crece. En la basílica Emilia distingo un grupo de partidarios de Octavio. Se han refugiado bajo el peristilo para huir de la muchedumbre. “A qué esperáis.” grito “Lo van a matar.” Vacilan un instante, pero alguien les azuza desde el interior de la basílica. Corren en nuestra dirección. De debajo de sus mantos sacan estacas y palos.
Enseguida se abren paso. Los que nos acosaban no esperaban un ataque por la espalda. Huyen de los golpes, atropellándose entre sí. Entrego a Octavio a sus partidarios y ordeno a mis hombres que se alejen cuanto antes. Ya era tiempo.
“¡Qué se lo llevan!”
La multitud reacciona y se revuelve contra ellos. Está ciega y sedienta de venganza. Alcanza a los fugitivos. Los que marchan en retaguardia se vuelven e intentan detenerlos. De nada les sirven ahora sus armas. Veo desaparecer sus cabezas bajo la marea que les persigue. Decenas de puños se alzan en el lugar donde estaban. Sin embargo su sacrificio no ha sido en vano. Octavio y sus acompañantes han tenido tiempo de alcanzar una calleja y perderse en ella.
La multitud se disuelve. Sandalias, mantos rasgados, palos, cubren el foro. Algún cuerpo inmóvil ha quedado allí también.
Un murmullo acoge a Tiberio cuando entra en el senado. Él no llega a distinguir las palabras, solo alcanza a sentir el odio y desprecio con el que le son dirigidas. Yo, sin embargo, estoy en las gradas, junto a mi padre, y puedo entenderlas perfectamente. Veo a los senadores mascullar entre dientes, apretar los puños, dirigirse miradas inflamadas. – Traidor. – – Loco. – – Asesino. – es lo más suave que dicen.
Un senador de la fila de arriba extiende el brazo y roza el hombro de mi padre. Éste se echa hacia atrás para permitir que le hable al oído. Sus voces apenas llegan a los que estamos a su lado. Tiberio sólo debe ver el movimiento de los labios y las miradas de reojo que le dirigen.
- Podríamos acabar ahora mismo con él.
- No es el momento. – responde mi padre.
- No tendremos una oportunidad mejor.
- Habrá muchas otras. El tiempo juega a nuestro favor.
- ¿A nuestro favor? Si él quisiera podría ordenar al pueblo que tomase el senado ahora mismo.
- Pero no quiere. Ése es su punto débil. Es demasiado virtuoso para plantearse la destrucción de la república.
- Él puede que no, pero los extremistas que le acompañan seguro que sí. Pueden forzarle a decidirse.
- Los extremistas son pocos y dentro de nada serán aún menos. No es posible mantener al pueblo en tensión constante. Se aburrirán de él.
- Aún así, su poder es grande. El caso de Octavio es una muestra. Puede hacernos mucho daño.
- Pero su poder está limitado. Vence el año que viene y no puede ser reelegido. En unos meses su única preocupación será protegerse para cuando llegue ese instante. Tendrá que doblegarse ante nosotros o… Calla, parece que quiere hablarnos.
Tiberio ha llegado al centro del Senado y reclama la atención de los asistentes.
- ¡Senadores, escuchadme! Lo que ha ocurrido hoy es obra de unos exaltados. Nada más. No tenéis nada que temer. Es el momento de colaborar. Es el momento de olvidar los rencores. El pueblo de Roma necesita vuestra sabiduría y experiencia en estos momentos decisivos. Siempre se la habéis prestado. ¿Por qué iba a ser diferente ahora?
Tiberio queda a la espera. Nadie le responde. Nadie le mira. La expresión de Tiberio se quiebra en una mueca de desolación.
Qué dulce es la victoria. La ley había sido aprobada. Los legados partieron de inmediato a las provincias para ponerla en práctica. No había tiempo que perder.
Durante muchos días fuimos los amos de la ciudad. Todos se inclinaban ante nuestro capricho. Si Tiberio hubiera querido, ni el senado hubiera podido oponérsenos. Habríamos mandado a todos esos parásitos a sus casas. El poder de los ricos habría sido quebrantado para siempre. Una nueva república habría surgido de las ruinas de la antigua. No quiso. Se negaba a completar su obra. Habíamos conseguido lo que queríamos, decía, con eso bastaba. Ahora nuestra tarea era restaurar la paz y la concordia perdidas, mostrar a los que nos temían que no constituíamos ninguna amenaza para ellos. En la república hay lugar para todos, ricos y pobres. Esa sería nuestra victoria más hermosa.
Aquellas bellas palabras nos convencieron. Aún creíamos en él. Olvidamos nuestros deseos y le obedecimos. Para nuestra desgracia.
Qué traicionera es la victoria. Sin nuevas objetivos, seguros de nuestro triunfo, muchos de nuestros partidarios volvieron a sus pueblos y aldeas. Tenían que reclamar sus tierras, estar presentes cuando los legados procedieran al reparto, para asegurar que no se cometiera ningún error. Sólo quedamos unos pocos con Tiberio, cada día menos. En vez de vigilar nos dedicamos a festejar nuestra victoria. Llenábamos nuestros vientres de comida, embotábamos nuestras mentes con el vino. Él no hacia nada por detenernos.
Nuestros enemigos se dieron cuenta pronto de nuestra debilidad. Al principio se limitaban a lanzarnos miradas de reojo a nuestro paso, cuchicheando entre ellos. Luego comenzaron a atacar a alguno de nosotros cuando lo encontraban sólo. Terminaron por disputarnos las calles. Ya no nos atrevíamos a pavonearnos.
Cuando Tiberio no estaba presente, discutíamos la conveniencia de hacer un escarmiento en alguno de los senadores, pero nadie se atrevía a tomar la iniciativa. Nadie se atrevía tampoco a proponérselo al jefe. ¿De qué hubiera servido? Él hubiera rechazado la sugerencia con asco. Jamás arrastraría a Roma a una guerra civil. Jamás provocaría la muerte de otro ciudadano aunque su vida estuviera en peligro. Debimos haber prescindido de él. ¿Pero cómo? ¿Quién de nosotros le substituiría? ¿Quién tenía su carisma?
Han dejado de atacarnos. Ya sólo se burlan. Aprovechad el tiempo que os queda, se mofan al vernos, cuando Tiberio no sea tribuno, nadie podrá protegeros. Disfrutad cuanto podáis, el año de mandato pasará pronto. Empezad a temblar, porque la ley prohibe que Tiberio sea reelegido.
Tiberio está en medio del Senado. Viste de luto. Agarra de los hombros a su hijo, que también está vestido de luto.
- ¿Por qué se presenta el Tribuno ante nosotros de esta manera? – Násica le interroga desde las primeras gradas, el cuerpo extendido hacia delante, el antebrazo apoyado en la balaustrada.
- ¿De verdad no lo saben sus señorías? – aunque es Násica quien le interroga, Tiberio se dirige a todo el senado – Hay personas en esta ciudad que piensan que mi vida no tendrá valor cuando mi mandato expire. Esa es la razón de mis vestiduras. Guardo mi propio luto, puesto que conozco el día de mi muerte. Por eso lo viste también mi hijo, porque ya es un huérfano. Por eso lo presento ante esta reunión, para que alguna persona compasiva lo adopte y cuide de él, puesto que su padre no podrá hacerlo.
- El tribuno dramatiza en exceso. La persona de un magistrado nunca ha sido objeto de un atentado, ni nunca lo será, al menos mientras nosotros compongamos este senado. El tribuno nos ofende con su actitud. Da la impresión de pensar que alguno de nosotros está complicado en esa imaginaria conspiración contra su persona. ¡Qué absurdo! Todos los presentes sabemos que ni él tiene que temer nada de nosotros, ni nosotros de él. ¿Por qué entonces esta desconfianza? Abandonémosla. Hay otros temas más importantes que tratar. – una sonrisa maliciosa asoma a los labios de Násica – Por ejemplo, el caso de los tribunos que intentan ser reelegidos en contra de la costumbre.
- ¿Tengo otra opción? – la voz de Tiberio está teñida por la ira – Si mi cargo no me protegiera, no estaría hablando frente a esta asamblea. Esos enemigos imaginarios que Násica dice que no tengo, me hubieran dado muerte hace ya mucho tiempo. No hubieran dejado transcurrir un solo día tras la aprobación de la ley agraria. ¡Escuchadme bien, senadores! Mis enemigos son también los enemigos de Roma. Fingen serle fieles, pero es sólo a sus arcas a quien obedecen. ¡No os opongáis a mi segundo mandato! Sólo así podrá quebrantarse su poder. Sólo así podrá finalizarse la reforma agraria. Sólo así podrá conjurarse el espectro que amenaza a nuestra república.
- Cuánta vehemencia. Cuánta abnegación. Qué grandes ideales. – la voz de Násica es tranquila, fría y acerada – Nuestro estimado tribuno debe creer que somos tan impresionables como una de esas asambleas del pueblo que tan bien sabe manejar. Se equivoca si piensa que unas cuantas palabras bellas pueden influir en nuestro juicio. Muchos de nosotros somos ya ancianos y hemos visto demasiado para dejarnos arrastrar por el entusiasmo. ¿Por qué quiere el tribuno un segundo mandato? ¿No querrá protegerse contra los juicios por abuso de poder que se le preparan?
- Jamás he abusado de mi poder. Todo lo que he hecho ha sido por el bien de Roma. Nada más. Si el senado no quiere darse cuenta es que es él quien se dirige a su perdición.
- Resulta curioso que todos estemos equivocados menos nuestro estimado tribuno. Ningún abuso dice. Sin embargo, todos hemos visto como nuestro estimado tribuno, sacrosanto e inviolable, no ha vacilado en deponer a su colega en el cargo, tan sacrosanto e inviolable como él.
- Fue el pueblo quien lo depuso. No yo.
- El pueblo... Sí, es cierto, se me olvidaba… Pero… ¿Quién los instigó a ello?
- ¿Y quién instigó a Octavio? ¿Quién le manipuló para que se opusiese a la ley? Digamos ya nombres, Násica. ¿No fuiste tú? Atrévete a negarlo. Tus amigos y tú, grandes propietarios que tanto tenéis que perder con mi reforma, enviásteis a ese desdichado a combatirme, porque vosotros no os atrevíais a hacerlo abiertamente. Lo digo bien alto. No tengo miedo. No me importa lo que pueda ocurrirme. La culpa de todo lo que ha pasado es vuestra. La responsabilidad os pertenece. No me utilicéis ahora como chivo expiatorio de vuestros errores.
- Cómo se revuelve nuestro estimado tribuno. ¿A qué tiene realmente miedo? Es tan puro y virtuoso que espanta. Sin embargo, todos guardamos nuestros secretos incómodos, incluso nuestro honrado tribuno. Pompeyo, aquí presente, vecino suyo, puede contarnos alguno. ¡Me escuchas, Tiberio! – el grito de Násica sobresalta al Senado – Pompeyo declara que te has entrevistado a nuestras espaldas con el embajador del reino de Pérgamo. En sí eso no significa nada, lo sé muy bien, pero el embajador te ha saludado como rey, como el futuro rey de los romanos. ¡Éste es el hombre senadores! ¡Ahora lo veis por primera vez, tal y como es en realidad! ¡El que dice hablar en nombre del pueblo sólo atiende a su ambición! – el triunfo llena la voz de Násica.
- Eso es falso. Esa reunión era para tratar del futuro del tesoro real de Pérgamo. Todos sabéis que he propuesto que sea repartido entre los campesinos para que éstos puedan saldar sus deudas. Es la única manera de que no vuelvan a perder sus tierras. Si quisiera ser rey, os pregunto ¿no actuaría de manera muy distinta? Habría prometido al embajador que no se cumpliría el testamento del rey Átalo, que el reino permanecería intacto y libre. Lo que Pompeyo alega no es más que una calumnia para desacreditarme.
- Quién sabe lo que has prometido en realidad. Nos perdemos entre tantas mentiras tuyas. Lo único cierto es que ese tesoro del rey de Pérgamo te servirá para comprar al pueblo. A partir de ese momento te seguirán a cualquier parte, harán cualquier cosa que digas. No quiero imaginarme tus órdenes. Conociendo tu naturaleza… Para los que no lo sepáis, escuchad a Quinto Metelo, él conoció al padre de nuestro Tribuno. Ese hombre, cuando fue magistrado, ordenaba a su escolta que apagasen sus antorchas, para no despertar a nadie. Su hijo, en cambio, va siempre rodeado de una turba de delincuentes y borrachos, que no tienen respeto por nada. Muchos de nosotros hemos sido víctimas de sus burlas y sus insultos. Tú lo sabes bien, Tiberio, tú, que nada has hecho para evitarlo. ¡Senadores! – Násica se dirige a toda la asamblea – ¡Quién hace eso a un senador, lo está haciendo a todo el senado! Sois testigos de la soberbia de este hombre cuando su poder tiene aún límites. Pensad hasta donde podría llegar si se le concede un nuevo mandato. Su reelección debe ser impedida a cualquier precio. Nuestra seguridad depende de ello. – un murmullo de aprobación sigue a sus palabras.
- Vuestra seguridad está garantizada. – la voz de Tiberio tiembla – Nunca he violentado ni violentaré las leyes de la república.
- ¿Seguro? Tito Anio ya te lo ha preguntado y tú aún no has respondido. Imagina que me acusas de cualquier delito y un tribuno colega tuyo me presta su protección ¿Qué harías entonces? ¿Deponerle para dar rienda suelta a tu ira? ¿O te retirarías acaso?
Confuso, Tiberio no responde, agacha la cabeza y calla.
Amanece. La noche ha sido sofocante, como corresponde al mes de julio. Mi guardia ha terminado. Recorro la calle y despierto a los que me han acompañado. Nos congregamos frente a la puerta de la villa de Tiberio. Todo ha ido bien. Con nosotros protegiéndole, ninguno de esos cerdos ha tenido el valor de asaltar su casa. Vuelven a tenernos miedo.
Ayer consiguieron que las votaciones se interrumpieran. En cuanto vieron que las primeras tribus votaban por él, alegaron que nunca antes un tribuno había tenido dos mandatos, que tal cosa era contraria a las costumbres. Todo el día perdido en debates interminables. ¡Al cuerno con sus costumbres y sus legalismos! Tampoco es una costumbre que nosotros pasemos hambre y, sin embargo, no hacen nada por remediarlo. Déjales intentarlo hoy de nuevo. De nada les servirán sus artimañas. Hemos tenido toda la noche para prepararnos. Diga lo que diga Tiberio, les expulsaremos de la asamblea. Nosotros también sabemos jugar sucio. ¡Qué intenten defenderse! Tengo ganas de aplastar cabezas de ricos. Por padre y madre, por mis hermanas, por mi hermano.
La mirada implacable de Násica cae sobre el cónsul Escévola, que se encuentra de pie en medio de la sala, pero éste no se deja intimidar y le hace frente.
- No llamaré a las tropas.
Násica le da la espalda. Comienza a hablar a los senadores como si el cónsul no estuviera allí presente, dos pasos detrás de él.
- Ya lo habéis oído. El cónsul no recurrirá al ejército. El cónsul es tan respetuoso con las leyes de la república que no levantará un dedo contra Tiberio, aunque sus partidarios hayan expulsado a palos de la asamblea a los ciudadanos honrados, para a continuación proclamar ilegalmente tribuno a Tiberio. El cónsul no tomará ninguna medida aunque esos sediciosos se hayan atrincherado después en el templo de Júpiter, desafiando a la República. ¡Y todo eso ha ocurrido al lado nuestro, delante de nuestras miradas! El único que parece no haber presenciado nada es nuestro cónsul, el hombre a quien hemos confiado la protección de la República y que, sin embargo, se niega a actuar. Quizás él sepa mejor que nadie, mejor que todos nosotros, senadores de esta república, a quienes hay que considerar buenos ciudadanos y a quienes no. Para nuestro cónsul, aparentemente, son aquéllos que, como Tiberio, pisotean y violan sus leyes, y no aquéllos que, como nosotros, las acatan y respetan.
- Hablas demasiado bien Násica – pero aún entonces, cuando Escévola se dirige a él, Násica no se vuelve a mirarle, sino que continua dándole la espalda, como si el cónsul fuera una molestia que se le impusiese y que debiera tolerar, al menos por el momento – Yo no lo hago tan bien, pero al menos no retuerzo las mentiras y las hago pasar por verdades. Escucha. Escuchadme bien, todos. Násica os ha relatado los tumultos de la asamblea. Todo lo que ha dicho es cierto, pero no ha contado todo. Es verdad que Tiberio ha acudido con sus partidarios armados a la asamblea, pero no es menos cierto que los partidarios de Násica habían amenazado con matarle en cuanto pusiera el pie en ella. Las personas que han sido expulsadas no estaban indefensas. ¡También estaban armadas! Ninguno de los grupos que se han enfrentado, ni los hombres de Tiberio ni los de Násica, ha tenido reparo en utilizar las armas. Escucha, Násica. Escuchadme todos. Mi deber como cónsul es salvaguardar la paz en la República y en este caso no puedo favorecer a ninguna parte. Ambas son culpables ante mis ojos. Por esa razón, debo entablar negociaciones con Tiberio y convencerle de que no corre ningún peligro, para que deponga las armas y las elecciones puedan reanudarse. ¡Sigue siendo un magistrado de la República y cómo tal hay que tratarle! Esto es lo que he decidido y esto es lo que se hará.
- Nuestro cónsul tiene a bien achacarnos su propia desidia y ceguera. Ahora nos acusa de haber conducido a Tiberio a rebelarse contra la autoridad, como si su sed de poder y su ambición no fueran manifiestas desde hace tiempo, como si no fuera la inacción del cónsul la que nos ha obligado a defendernos por nuestros propios medios. Qué irónico. Cuántos miramientos por un hombre que no ha hecho otra cosa que aplastar a todo aquél que se interpusiera en su camino. Acordaos de Octavio. Él también era tribuno, tan sacro y tan inviolable como nos recuerdan ahora que lo es Tiberio. ¿Respetó Tiberio su cargo? No. Le persiguió con el mayor rigor, sin vacilar jamas en su saña, hasta abatirlo y enfangar su nombre. Se nos exige ahora comprensión con el hombre que llevo a Octavio a este extremo, con el hombre cuya ambición ha hecho retemblar los fundamentos de la república, con el hombre que nos aboca a una catástrofe. Escuchadme, senadores, basta de palabras, basta de inacción que solo a Tiberio favorece. Actuemos ahora. Erradiquemos ese cáncer que amenaza con destruir la república. ¡Eliminemos a Tiberio y a sus partidarios!
- Es bueno que te hayas descubierto. Násica. Así todos sabemos a que atenernos. Lástima que mi decisión sea irrevocable. No llamaré a las tropas. Ni ahora, ni nunca. No entraré en la historia como el cónsul que abrió las puertas a la guerra civil, ni como el cónsul que ordenó la matanza de sus propios ciudadanos. Te lo recuerdo de nuevo. A pesar de sus errores, Tiberio es aún magistrado de la república, igual que yo. Sus partidarios son ciudadanos romanos, igual que tú y que yo. Son nuestra propia gente. Si utilizamos la fuerza para resolver este conflicto, no existirán romanos de ahora en adelante, sino amigos de los muertos y amigos de los asesinos. Será entonces cuando la República se derrumbe y no si negociamos con Tiberio.
Lentamente Násica se vuelve hacia Escévola.
- Tú propia gente, dices. Qué equivocado estás. Mira a tu alrededor. Ésta es tu propia gente. – y señaló a los otros senadores – Ésta y no otra. Las personas con las que compartes negocios e intereses, los que te han invitado a sus casas y a sus fincas, los que han luchado a tu lado en las campañas, los que han convertido a Roma en grande y respetada. Tu propia gente no son esos desharrapados y mendigos que Tiberio ha reunido junto a sí, esa canalla que sólo espera a que seamos débiles para apoderarse de nuestras riquezas y propiedades.
- El ciudadano Escévola podría pensar como tú, pero el cónsul Escévola piensa de modo muy distinto. Sin esos mendigos y desharrapados, como tú los llamas, ninguno de nosotros estaría donde está. Ellos han puesto el pecho en las batallas para que luego tus amigos y tú os dierais el gusto de saquear a fondo Oriente y Occidente. Te lo digo por última vez, mientras yo sea cónsul, no se utilizará el poder de Roma contra sus ciudadanos.
- Entonces quizás haya llegado el momento en que dejes de serlo.
Una mueca de sorpresa se dibuja en la cara de Escévola, pero no tiene tiempo de reaccionar. Varios senadores se han situado a su espalda y, a una señal de Násica, lo agarran por los brazos y lo inmovilizan. Por un momento, parece que los lictores van a intervenir, pero una mirada de Násica les contiene. Escévola intenta zafarse, pero sus oponentes son más fuertes y le arrastran hasta su asiento.
- Soltadme, no podéis hacerme esto. Soy el cónsul – grita.
Násica se acerca a él y le fuerza a levantar la cabeza.
- ¿No podemos hacerlo? ¿Y quién eres tú para prohibírnoslo? Todos somos testigos de tu negativa a defender la república frente a sus enemigos. Muchos podrían considerar, aunque yo no soy de esos, que estás de acuerdo con los sediciosos. Eso, escúchame bien, eso podría considerarse como traición. Estás de suerte, sin embargo. Yo también soy un hombre respetuoso con las leyes. Sólo por ese ínfimo detalle, al que tú tanta importancia das, nadie se atreverá a pensar que, quizás, tú también seas un enemigo de la república y que, quizás, tú también merecieras seguir el destino de Tiberio. A cambio de tu reputación y de tu vida, no te pedimos nada. Nada. Simplemente que no interfieras en lo que está decidido, que no te opongas a lo que ha de llevarse a cabo, contigo o sin ti. No tienes nada que perder. Si perdemos, testigos hay que dirán que fuiste obligado, y si vencemos, tú, tan preocupado por el juicio de la historia, serás considerado como el cónsul que salvó a la República.
Escévola inclina la cabeza, derrotado. Násica se vuelve hacia el resto de los senadores.
- Amigos. Nuestra hora ha llegado. ¡Acabemos con Tiberio!
- ¿Con qué armas? – preguntó alguien.
- Si eso os detiene... – Toma el banco donde había estado sentado y lo estrella contra la pared, haciéndolo trizas – ¡Con éstas! – grita blandiendo uno de los tablones.
En unos instantes, aquellos senadores ya maduros, muchos de ellos amigos íntimos de mi padre, amables y educados, cultos y refinados, se convierten en fieras. Los veo abalanzarse contra bancos, sillas y mesas, contra cualquier cosa que pudiera convertirse en un arma, y hacerlos pedazos. Horrorizado, los veo disputar por los fragmentos, chillando y gritando, las caras desencajadas, bañados en sudor. Al fin salen todos tras Násica, en busca de Tiberio. Todos, incluido mi padre. Todos menos Escévola y yo.
Su mirada me ha retenido. Sé que mi deber es acompañar a mi padre y luchar hombro con hombro con él y sus camaradas contra los enemigos de la patria, pero no encuentro fuerzas para marcharme, no puedo apartar mi mirada de la del cónsul, del espectáculo de la humillación de aquel hombre, unos momentos antes el más poderoso de Roma.
Él es quien rompe el encanto. Se levanta de donde le habían arrojado sus captores y se dirige a la puerta. Cuando llega a mi altura, me habla, sin mirarme ni detenerse.
- Ellos desaparecerán, pero tú tendrás que vivir con lo que han creado.
Cuando abandono el edificio del senado, no encuentro a nadie. Todo está tranquilo. Asciendo a la colina del Capitolio. En el templo de Júpiter, un grupo de esclavos recoge los cadáveres de los muertos en la refriega. Reconozco el de Tiberio, hinchado y amoratado por los golpes. Depositan su cuerpo en una camilla y se lo llevan. Les sigo sin saber porqué. A lo largo del camino encontramos muchos mas cadáveres, aquéllos de los fugitivos que se han despeñado por las pendientes del Capitolio al intentar huir. Cuando llegamos a la orilla del Tíber, los esclavos agarran el cadáver por manos y pies y lo arrojan a la corriente. Desaparece enseguida.
Vago por las calles. Cuando vuelvo a casa ya es de noche. Mi padre había dejado ordenado que me presentase en sus habitaciones. Entro, temiendo un fuerte castigo, pero me recibe con la mejor de sus sonrisas y me abraza efusivamente.
- Hoy ha sido un gran día, el inicio de una nueva época, tanto para Roma como para tí. A partir de hoy compartirás mis responsabilidades.
- Si padre – respondo, mientras humillo la cabeza. Guardo silencio. No hay más que decir.
La losa rechina al ser retirada del techo. ¿Cuánto tiempo hace desde la última vez? Un cono de luz desciende hasta el suelo de la celda del Tuliano en la que nos han arrojado. Nos congregamos a su alrededor. Cada vez somos menos los espectros humanos que acudimos a la llamada. Dentro de poco nos arrojaran la basura que llaman comida y los guardias reirán al ver como disputamos por esas inmundicias que ni los cerdos tocarían.
Sin embargo, esta vez es un hombre el que desciende hasta nosotros. Un tribuno militar de reluciente coraza y aire orgulloso. A pesar de nuestra traición, la república nos concede una oportunidad de redimirnos. El ejército necesita hombres. Hombres valerosos y decididos. Nosotros formaríamos parte de una unidad de primera línea, la encargada de encabezar los ataques. Los riesgos son muchos, pero el premio para los supervivientes sería el indulto.
Aceptamos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Cualquier cosa es preferible a pudrirse en el agujero donde nos habían olvidado. Además, la campaña se promete corta. Unos cuantos meses de patrulla y de vuelta en casa. Sólo hay que restablecer el orden en nuestra nueva provincia de Pérgamo.
Notas:La historia (menos los apuntes más novelescos) es real. El campo romano se despoblaba debido a que los agricultores no podían competir con las plantaciones cultivadas por esclavos. Roma estaba llena de mendigos, que huían de la miseria del campo. Graco, junto con parte de la nobleza romana, pensó en realizar una reforma agraria para reasentar a estos campesinos (por supuesto sólo a aquellos que fueran ciudadanos romanos), reforma a la que se opusieron violentamente los propietarios. La secuencia de acontecimientos coincide la que se muestra en el cuento.
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