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lunes, 4 de octubre de 2010

FdI Cuento XIII: Año 332 a.C. Frente a Tiro

En este lunes de Forjadores de Imperios, toca volver con Alejandro y sus campañas no-tan-gloriosas, aunque de rebote me esté empezando a dar cuenta que el principal problema de esta mi colección de cuentos es sus uniformidad, o mejor dicho, que el tono y el punto de vista son siempre el mismo, lo cual a lo único que contribuye es a aburrir al lector.

Pero bueno, ya que empecé habrá que terminarlo.

Año 332 a.C. Frente a Tiro
 
El sol se pone. Sucios y sudorosos, tomamos el camino de vuelta al campamento. El agotamiento convierte nuestras piernas en plomo. Apenas podemos andar. Marchamos mecánicamente, las cabezas gachas, la mente fija en el duro catre que nos espera, en el sueño que nos librará durante unas breves horas de nuestro tormento. Sabemos que desde una colina cercana, Alejandro, el rey, ha supervisado el trabajo del día, pero ninguno de nosotros se vuelve a mirarlo. ¿Qué sentido tendría? Él no nos ve. Su atención está fija en la ciudad cuya silueta se recorta sobre el cielo ardiente del crepúsculo. Esa ciudad maldita, construida sobre una isla, rodeada por el mar embravecido, continua desafiando su poder, como ha hecho durante meses, como seguirá haciéndolo durante muchos más.

He perdido la cuenta de los días. Para mí, para todos nosotros, sólo existe ya el dique. Nada más es real. Con él, el rey pretende cruzar el mar hasta la isla para tomar la ciudad. Siguiendo sus órdenes, día tras día arrojamos rocas y árboles al mar, pero éste se los traga como si no existieran. Su superficie permanece igual, lisa e imperturbable. Marchamos a las montañas, cortamos más árboles, extraemos aún más piedra. Cada día más lejos, cada día con mayor esfuerzo. Da igual. El mar vuelve a cerrarse indiferente sobre los materiales que hemos acarreado. ¿No tiene fondo acaso?

Sin embargo, avanzamos imperceptiblemente. Un día, al volver al trabajo, las olas parecen romper un poco más lejos y se puede marchar a pie enjuto un techo pequeño. Estamos más cerca de nuestro objetivo. La alegría y la euforia se extienden entre nuestras filas, pero su duración es breve. Al día siguiente, el mar tranquilo de la víspera se hincha y muge, la espuma lo cubre, su superficie se torna del color del acero de nuestras espadas. En unos instantes, las olas barren el trabajo de muchas semanas. Hay que volver a empezar, olvidando nuestra frustración y amargura. Hay que acarrear cargas mayores de piedras, troncos aún más pesados, aunque nuestras rodillas se doblen bajo su peso, aunque nuestras espaldas se hayan convertido en una única llaga. No podemos rendirnos ahora.

El mar no es nuestro único enemigo. Los habitantes de la ciudad se acercan en sus botes y se mofan de nosotros. Llenos de ira, les arrojamos flechas, lanzas, piedras, todo lo que encontramos, pero les basta un hábil movimiento con los remos para esquivar nuestros proyectiles. Ellos no fallan los suyos, sin embargo. Traemos al dique arqueros expertos que los mantengan a raya. Extendemos pieles curtidas que detengan sus tiros y nos permitan guarecernos tras ellas. Construimos torres desde las cuales dominar el puente de sus naves y dispararles sin ser alcanzados. Todo es inútil. Ellos envían buzos que socavan los cimientos del dique. De repente, una sección entera se desploma, arrastrando a todos los que trabajan sobre ella. Nada podemos hacer, excepto continuar trabajando y cimentar la construcción sobre sus cadáveres.

Nuestros enemigos también construyen naves, las prenden fuego y hacen que el viento las arrastre hasta el dique. Observamos impotentes su progresión, rezando para que el viento cambie, para que los dioses se acuerden de nosotros. En vano. Con un crujido atronador, la nave se estrella contra la pared del dique. Al instante siguiente, todo estalla en llamas, las pieles que nos protegían, las atalayas desde las que nos defendíamos. El mismo dique humea y abrasa como si fuera un horno. Veo formas humanas saltar de las torres. Su caída aviva el fuego que las consume, durante el breve tiempo que tardan en estrellarse contra el agua. Algunos emergen aún vivos. Los enemigos se ocupan de  rematarlos, con garfios, a golpes de remos.

Nuestras ropas huelen a humo, el hollín nos tizna, pero nada nos importa ya. El odio  nos domina. Sólo deseamos volver al trabajo. Tomamos picos y palas, rocas y troncos, y continuamos la obra como autómatas, insensibles al dolor y al sufrimiento. Hay que humillar a este mar. Hay que derrocar las orgullosas murallas de la ciudad. Hay que cortar las gargantas que se burlan de nosotros. Venganza. Venganza. Eso es lo único que nos mantiene en pie.

Desde lo alto de una colina Alejandro supervisa el trabajo. Lo ha hecho así desde que comenzó la construcción del dique y continuará así hasta que se termine, pero su atención no supone nada para nosotros. Su mundo y el nuestro no pueden comunicarse ya. Él no puede comprender nuestro sufrimiento, nosotros no podemos abarcar su ambición. Alejandro es semejante a una de las divinidades que adora esta gente, hierática e impenetrable, de voluntad y designios desconocidos e inhumanos. Ni ofrendas ni ruegos pueden aplacarlo. Sólo su capricho cuenta y éste puede elevarte un instante, para aniquilarte al siguiente.

Notas: El asedio de Tiro se alargó durante siete meses y alcanzó los extremos de crueldad que se describen en el cuento. El sitio fue una de las batallas menos brillantes y menos justificables de las campañas de Alejandro.

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