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viernes, 17 de septiembre de 2010

Serenity


Siempre que realizo un viaje de trabajo me gusta reservar una tarde para dedicarla a una visita cultural por la ciudad de destino, si el tiempo atmosférico lo permite. En mi reciente viaje a Dublín, a pesar de lo cansado que estaba, procuré visitar tranquilamente la National Gallery, que había descuidado en mi anterior visita a Irlanda, porque francamente, de un país que fue una semicolonia inglesa durante siglos no podía esperarse que hubiera reunido una colección de arte notable, ni siquiera aceptable.
Craso error, craso error.

Aunque pequeñita y como todas las colecciones nacionales, repleta de artistas locales desconocidos fuera de las fronteras, este museo se las ha arreglado para hacerse con un puñado de obras maestras que le permiten dar una imagen más que completa de la evolucíón de la pintura europea en los últimos siglos. Entre los grandes nombres con los que se puede uno topar en sus salas, están Velázquez, Murillo, Zurbarán, Ribera, Goya, Picasso, Juan Gris, Tiziano, Veronés, Caravagio, los caravagistas holandeses, Hals, Rembrandt, Hobbema, Ruysdael, Poussin, Claudio de Lorena, Sofonisba Anguiosola, Guido Reni, Domenichino, Bassano, Monet, Gainsgoborugh, Van Gogh, Berthe Morrissot, Cranach y un larguísimo etcétera.

Y Vermeer. Uno de sus mejores cuadros, de mis favoritos, Dama escribiendo una carta con su criada, de los que me podría quedar horas mirándolo, o al menos así era capaz de hacerlo cuando era joven. Una pintura, en definitiva, que me ha impresionado aún más porque no esperaba encontrarmela y de la que les invito a pinchar en la imagen que encabeza la entrada para verla en toda su gloria.

Por supuesto,a estas alturas no voy a descubrir a nadie la importancia de Vermeer, es más podría quedar como aquéllos que intentan demostrar lo cultos que son invocando a los nombres famosos, como si fueran desconocidos para todos, excepto por ellos; pero no me voy a quedar con las ganas de comentar un par de detalles, ésos de los que me hacen volverme a enamorar de los cuadros de este pintor holandes, siempre que me los encuentro por el mundo (y me he dado en pensar en el Mauritshuis  de la Haya y sus dos Vermeer, La joven de la perla, cartel de una exposición del Prado de 1985 y que preside la pared de mi despacho, y la Vista de Delft, ese cuadro que sirvió de motivo para uno de los grandes pasajes de À la Recherche...)

El caso es que Vermeer es uno de los pintores que mejor ha descrito las telas en la pintura, como puede observarse en este cuadro, por partida triple. Sentimos que el visillo que cubre la ventana es ligero y suave, que si abriese la hoja, el aire lo haría oscila y arremolinarse. Apreciamos como el tapete de cubre la tela es delgado y fino, permitiendo que se escriba sobre él, pero lo bastante rígido y pesado como para caer hasta el suelo en una perfecta línea recta. Por último los cortinajes del primer plano se aprecian tupidos y pesados, difíciles de manejar, tan rígidos que a pesar de su peso conservan sus dobleces y arrugas, y que si corrieran hurtarían toda la luz a la escena.

Un lugar común que se suele decir últimamente de Vermeer es que usaba extensivamente la cámara obscura, como si eso bastase para dar cuenta de su hiperrealismo y en cierta manera, le convirtiese en un pintor más fácil y más barato. Sin embargo, sabemos que era un pintor poco prolífico, con tendencia al perfeccionismo, y que si pudo pintar los cuadros que nos han llegado, fue porque no dependía de un mercado que le comprase sus obras, sino que sus ingresos los obtenía de traficar con la obra de otros pintores. Además, ese hiperrealismo que parece haberse convertido en su segunda naturaleza y que se suele atribuir a la cámara obscura es una ilusión, puesto que como bien puede observarse en el cuadro, la pintura del fondo nos es otra cosa que un boceto, lo cual, por cierto, transmite perfectamente la idea de estar en la penumbra; mientras que el diseño baldosas del suelo, parece casi un manchón descuidado de acuarela.

Más aún, si uno se fija en las mangas de los dos personajes, un prodigo por sus tonalidades de blanco, dignas de un Zurbarán, podrá observar que están aplicadas en planos casi monócromos, como si esas mangas fueran poliedros sólidos y  no las dobleces de una tela, en un efecto inesperado e irreal que debería  haber fascinado a los cubistas.

Una serie de desviaciones de la realidad que debería hacer que nos planteamos en que consiste la fortísima impresion de inmediatez, de visto con nuestros propios ojos, que nos transmiten las pinturas de Vermeer. Un efecto que se deba a una cuidadosísima escenificación y planificación del cuadro. Simplemente, el artista holandés siempre nos presenta situaciones en las que los personajes están inmóviles, inmersos en sus actividades (posando, pesando unas monedas, escribiendo una carta, como es el caso)  y por tanto el espectador no espera que se produzca movimiento alguno. Transmitiendo de rebote una inusual sensación de serenidad y eternidad que pocos pintores han llegado a reproducir o alcanzar.

Y es que, en ese siglo XVII, con el barroco, se alcanzó la cumbre de la pintura figurativa, ése aquél con el que soñaban los pintores del cuatrocento. Así que tras ellos, tras Velázquez, tras Rembrandt, tras Vermeer, ya no quedaba nada más por hacer, era tiempo por tanto, de buscar otros caminos para la pintura.

Pero eso es otra historia y debe ser contada en otra ocasión


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