¿Qué es el hombre para que en tanto le tengas y pongas en él tu atención para que le visites cada mañana y a cada momento le pruebes? ¿Hasta cuando no apartarás de mí tu mirada sin dejarme tragar mi saliva? Si pequé ¿Qué daño te inferí oh protector de los hombres? ¿Por qué me haces blanco tuyo cuando ni a mí mismo puedo soportarme? ¿Por qué no perdonar mi transgresión y pasar por alto mi culpa? Pues pronto descansaré en el polvo y si me buscas, ya no existiré.
Job, 7, 17-21
Leer un libro pasados muchos años es un auténtico viaje de descubrimiento propio. Basta con darse cuenta de qué diferentes son las secciones que ahora te atraen o disgustan, comparadas con lo que quedó en el recuerdo, así como la constatación de que nuestras ideas y creencias han cambiado inexorablemente, sin que nos hayamos dado cuenta.
El caso de mi relectura de la Biblia, tras haber perdido la fe y haberme convertido en ateo convencido, no ha sido distinto. Como ya he comentado anteriormente, la crueldad, injusticia y arbitrariedad del dios del antiguo testamento es ahora patente, cuando no lo era tanto vista con el prisma de la fe. No todo han sido decepciones, sin embargo, ciertos libros se revelan fascinantes, por la profundidad de sus ideas, su originalidad e incluso su heterodoxia, en el contexto de un libro cuyo objetivo es cantar la grandeza del señor, proclamar sus leyes, y amenazar a los infractores con todo tipo de castigos, en él y en sus descendientes hasta la séptima generación.
Uno de estos libros es el de Job, arrebatador en su aliento poético.
Como se sabe, este libro trata uno de los problemas teológicos más importantes y más peligrosos, el de la presencia del mal en el mundo, o más concretamente, la razón por la cual los hombres justos y temerosos de Dios, deben sufrir calamidades y desgracias. Por supuesto, el problema, planteado así, no apunta a su verdadera transcendencia, ya que lo que se está buscando es realmente quien es el culpable de ese mal, si el hombre, porque realmente no ha cumplido con lo que se le mandaba, o el mismo Dios, lo cual convierte al libro de Job en un relato incómodo y sospechoso, del que en muchas ocasiones se ha pensado en expulsar del canon, y que provoca que literalmente nos hable en enigmas.
En sí, como bien explican los amigos de Job que vienen a acompañarle en su desgracia, el problema no debería existir. O mejor dicho para el creyente bíblico, si las calamidades acosan al hombre es porque este a pecado, y su negativa en admitirlo, como hace Job, es un pecado más. Sin embargo, de la propia biblia sabemos que el dios que allí aparece es especialmente iracundo y vengativo. No es ya que castigue por la menor falta, que ese castigo se aplique a los descendientes, que en sí son inocentes, o que el arrepentimiento del culpable (piénsese en Mosisés, castigado con no poder entrar en la tierra prometida) no pueda aplacar la cólera del creador; es simplemente que el propio Dios busca crear ocasiones para que el hombre peque y falte contra él, como ocurría con el censo del rey David.
Por supuesto, esa situación no es muy tranquilizadora. A nadie le gusta vivir bajo un tirano caprichoso cuya voluntad no es previsible, así que durante el cautiverio babilónico los judíos añadieron al diablo a su teología, de forma que todos los males que aquejaban a los hombres fueran achacables a su intervención (esto tendría una curiosa coda en tiempos más recientes, en el cristianismo medieval y de la edad moderna, cuando el diablo y sus huestes parecían más poderosos que un dios refugiado en su cielo). En ese papel, precisamente, aparece en libro de Job.
Casi. Porque el personaje que aparece allí, aunque identificado como Satán, parece estar en muy buena relación con Dios, y su intervención se limita a apostar con el creador que es imposible que exista el justo perfecto, dejando en manos de Dios el acosar a Job con toda clase de castigos y calamidades, de los cuales, como saben sus lectores y el propio protagonista, no es culpable ni merecedor. Una extraña pervivencia de ese Dios del que hablábamos antes, capaz de castigar a sus fieles sin que estos hayan cometido pecado alguno y que, a pesar de eso, se siente con completo derecho a hacerlo.
Este juzgar a Dios, ya bastaría para hacer del libro de Job un escrito peligroso, pero es en el resto del libro, en esa maravilla poética de la que hablaba, cuando se da un paso más allá. Como es conocido, los amigos de Job acuden a ver el estado en el que se encuentra, pero en vez de animarle intentan que confiese el pecado que ha cometido para atraer la cólera divina, ya que en sus mentes no entra que un justo pueda sufrir. Job se defiende pero la manera en que lo hace es casi negando a Dios, le ataca y le acusa, y no con cualquier tipo de razonamientos, sino dejando bien claro que quién es él para tener tratos con el hombre, puesto que una criatura tan baja y tan ínfima como él ser humano, que morirá y desaparecerá por completo (nuevamente esa desconfianza ante una vida tras la muerta, tan característica del entorno mesopótamico) no debería atraer la atención de dios, un ser perfecto e inmortal.
Una escalada verbal en la que Job llega casi a afirmar que sí se preocupa por los hombres es simplemente para torturarles y que el nunca cejará en afirmar su inocencia, crean lo que crean los demás, una inocencia que será descubierta pese a quien pese, puesto que alguien habrá de venir a salvarle (¿Y quién puede ser ése, cuándo es el propio Dios quien le ha puesto en esa situación?)
Un libro que acaba de forma abrupta e inesperada. Con Job encerrado en un silencio obstinado, como el que sabe que no puede convencer a los fanáticos, mientras un personaje nuevo, un joven recién llegado no deja de acusarle y de amenazarle con los peores castigos si no confiesa... para finalizar con una intervención de un Dios iracundo, que se vuelve contra Job, pero que al final le restaura en su posición anterior, sin explicación alguna, ni responder a ninguno de los enigmas y problemas planteados a lo largo del libro.
Y como aquél cabe preguntarse ¿Cómo pudo Job vivir desde ese instante, cuándo los que amaba, sus hijos e hijas habían sido muertos por su Dios? Porque lo nuevos hijos que le fueron concedidos debían ser un doloroso recuerdo permanente de los perdidos.
Con la religión (principalmente la cristiana) me ocurre algo ciertamente extraño y difícil de explicar. Veamos, no creo en un "Ser" superior divino alguno. No creo que un señor con barba y túnica blanca se aburriese en su reino de "la nada" y decidiera un buen día crear vida porque sí. Para mí no somos sino fruto del caos y el azar. Del esquivo y caprichoso azar. Pero, a pesar de todo, no puedo evitar sentir una cierta fascinación por estos temas y su idiosincrasia. Me veo arrastrado a ver películas que traten del tema religioso (siempre en una vertiente un tanto apocalíptica o transgresora, cierto es), libros filosóficos como el "Temor y temblor" de Søren Kierkegaard... Y es que quiero llegar a entender por qué tanto fanatismo y locura en torno a ciertas figuras icónicas supuestamente salvadoras. Quiero ver en qué me equivoco en mis razonamientos propios... Pero aún, a día de hoy, no he encontrado respuesta alguna que haga tambalear mis (no) convicciones.
ResponderEliminarPara mí, la religión no sirve sino para exteriorizar y ocultar nuestros propios fantasmas y miedos personales. El cristianismo, que es lo que tengo más cerca, está repleto de detalles violentos y hasta, si me apuras, sadomasoquistas, donde la continua evocación del cielo y el infierno no son sino condicionamientos del comportamiento. Es una religión que ha edificado sus cimientos sobre conceptos como el sufrimiento, la pasión desmedida, las torturas de sus mártires y de la fe ciega en algo intangible e increíble (de no asimilable, no de asombroso)... O es que hemos olvidado ya que la Iglesia, durante cientos y cientos de años, ha sido una insitución de poder corrupto, politizado y propagadora del oscurantismo...
Todo este "rechazo" hacia estos conceptos religiosos viene de mi infancia. Y es que criarse junto al regazo de una madre tremendamente religiosa y fanática, no hace sino que tomes aversión hacia lo que te obligan a sentir amor. Noches de terror y pesadillas he tenido yo, créanme que no les miento, pensando en que en cualquier momento se me iba a aparecer la mismísima Virgen para llevarme con ella a su reino de paz y pajaritos cantores. Y lo peor no es que viniera a por mí, sino que imaginaba que vendría tremendamente envejecida y con la ropa hecha harapos, sucia como una mendiga y desdentada como mi abuela...
Como habrás visto, comparto tu punto de vista y tras releer la Biblia en más de una ocasión, sigo sin que me convenza nada de lo que allí pone. Lo único que me convence es como obra de ficción o como pasajes poéticos como el de Job que comentas.
Yo, a pesar de ser ateo, también siento una fascinación por la religión, quizás un poso de cuando de niño y joven creía (o quería creer) ser creyente.
ResponderEliminarQuizás nuestro impulso religioso venga de nuestro miedo a la muerte, pero aún así ha habido grandes civilizaciones como la Mesopotámica (en la que se incluye Israel) o en parte los griegos, donde la perspectiva de la vida ultraterrena era todo menos segura, bien inexistente o bien en forma de un reino subterráneo donde los muertos estaban en un estado letargo o en forma de sombra, es decir, mucho peor que vivos, quedando reservada cualquier tipo de exaltación a unos pocos y escasos elegidos.
El gran problema, para cualquier creyente, es como interpretar los mandatos de un ser todopoderoso que no se comunica con nosotros o que si lo hace es mediante enigmas y signos ambiguos. Eso podría explicar la intransigencia, intolerancia y fanatismo de muchos de ellos, en el fondo temerosos de que sus ideas sean simplemente imaginaciones suyas.
En el caso de la Biblia, como decía cierto escritor, lo mejor es que hay muchos autores implicados en su redacción, con lo que nos enfrentamos a opiniones muy diversas e incluso opuestas, sin contar que se han englobado en ella multitud de leyendas y relatos populares, como toda la saga de David y Salomón, que curiosamente al final son las partes que más se recuerdan, y no las teológicas.