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martes, 1 de diciembre de 2009

Comparisons (y II)


Quizás, para el lector que llegue por causalidad a este blog perdido en la Internet, mis juicios sobre el Museo del Prado en una entrada anterior le parezcan precipitados en injustos, reflejo perfecto de ese vicio tan nuestro consistente en despreciar lo propio y ensalzar lo ajeno.

No hay motivo de temor. Desde muy joven, debería tener yo dieciséis años, el Museo del Prado fue uno de mis lugares favoritos, mi primera y completa exposición a lo que era el arte de la pintura. Unas visitas de una mañana completa para visitar apenas una pequeña fracción del museo, puesto que a cada cuadro le dedicaba un tiempo infinito, para apropiármelo y hacerlo completamente mío, para que no se me despintara, nunca mejor dicho, en toda mi existencia.

Esas hazañas que se hacen cuando uno es joven, cuando las fuerzas son inagotables y la ilusión inquebrantable, y que cuando uno es viejo es incapaz de repetir, en una mezcla de falta de fe adquirida y decadencia inevitable, que se intenta disimular con excusas que a nadie convencen y menos a quien las aduce.

Por ello, por el amor, por los recuerdos que despierta en mí ese museo madrileño, entrelazado por siempre a mi biografía, no puedo cerrar los ojos a sus defectos. El primero es que su colección podría ser la primera del mundo, si no fuera porque Felipe IV vendió la parte de la colección que trataba de temas mitológicos a Carlos II de Inglaterra, por no considerarlo apropiados para la devoción y la fe que debían ser los signos de su corte y su reinado, perdiéndose así un buen montón de Tizianos y Veroneses, entre otros muchos, que acabaron recalando en otras colecciones europeas, como fue el caso de la National Gallery, donde pueden admirarse un buen puñado de nuestros cuadros, y en mejor estado de conservación que los del Prado.

Y es aquí donde entra el segundo problema del Prado, el hecho de que durante el siglo XIX fuimos una potencia de cuarto orden en el concierto Europeo, un país en constante revolución y conflicto, lo que llevó, obviamente, a que el arte ocupase el último lugar en nuestras prioridades. Una situación social y política que continuaría en el siglo XX y que llevó entre otras cosas a que no contemos en este país con una buena colección propia de arte contemporáneo, como bien demuestró la llegada de la Thyssen a Madrid, mostrando bien a las claras cuantos huecos y ausencias existían en nuestros museos.

Un desinterés por el arte y su conservación que como tantos vicios nuestros, ha llegado casi intacto hasta el presente, de forma que la exhibición de esos objetos se enfoca demasiadas veces como algo destinado al visitante externo, al turista, y no como algo que forme parte integral de nuestra herencia y de lo que realmente somos. Una intención de mercader que aparece en los lugares más insospechados, en el aire de inmenso almacén de pinturas y estatuas que tiene el Prado, siempre en remodelación constante, para atraer a los clientes con novedades inexistentes, sin poner el acento en lo esencial, en lo que se custodia.

Lo que lleva, desgraciadamente, a comparaciones bastante odiosas cuando se visitan otros museos europeos, como el Kunsthistorisches.



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