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viernes, 30 de enero de 2009

Spoons







Llevaba tiempo queriendo escribir algo sobre Druaga no To, Aegis no Uruk, serie del año pasado que se me quedo traspapelada, y finalmente, el estreno en emero de Druaga no To, Sword of Uruk, su segunda temporada y continuación, me ha dado la oportunidad.

Decir que se trata de una serie Gonzo, un estudio demasiado prolífico, lo que se traduce en una tremenda irregularidad, alternando las más de las veces productos sin ningún interés con la ocasional serie que se sale de lo común (piénsese en Gankutsuo o en menor medida ) . Un problema acrecentado por su tendencia a estar a la última en lo que se refiere a CGI y que ha llevado a acuñar el chascarrillo de que todo lo que se gastan en en CGI lo ahorran en guionistas, con los efectos que se pueden esperar.

Sin embargo el Opening de Druaga no To ya hacía esperar algo completamente distinto (elijan HQ en el menú de reproducción)...



simplemente por su dinamismo y por realizar un juego de espejos y referencias con el material de partida, ya que, al tratarse de un juego de ordenador, nos presentaban al reparto como gente normal que se suponía eran jugadores de ese mismo videojuego, tan obsesionados por él, como ocurre con los buenos jugones, que ambos mundos, el virtual y el real, acaban mezclados en cierta manera, y sus relaciones virtuales convertidas en un remedo de las reales.

Una manera desapegada e irónica, pero también cariñosa y afectuosa, de mirar al material de partida, que tiñe toda la serie de un humor postmoderno, el de aquel, como ocurría en Buffy, que conoce perfectamente las reglas, limitaciones y tópicos del género en el que se mueve, y juega a reírse, retorcer y deformar esa armazón, sabiendo que los espectadores reconocerán ese juego y esos guiños.

Una actitud que le daba un aire ligero y desenfadado a toda la serie, de juego complice entre creadores y espectadores, que le permitía como digo reírse de ella misma y no tomarse demasiado en serio, llegando a pequeños ejercicios de maestría, como el episodio 1, geminado en dos versiones distintas, la que ocurría en la mente del protagonista, inconsciente desde la primera escena, y lo que ocurría en realidad, versiones completamente opuestas, pero igualmente hilarantes... o el desmelene absoluto del episodio cinco, con los protagonistas perdidos en un laberinto lleno de trampas, a cada cual más absurda, descabellada e inútil, cuyo único motivo parecía ser el de hacer reír a la audiencia.

Una ligereza que no le impedía ser completamente seria, e incluso trágica, al instante siguiente, descolocando a muchos de los espectadores, pero que a perros viejos como ya es uno, nos recordaba la costumbre de los dramaturgos de antaño, interesados en colocar escenas cómicas en medio de las tragedia más desaforadas, para permitir así a los espectadores descansar de lo que acababan de ver y prepararse para lo que habría de venir, en una muestra de consideración y buena educación

Una alternancia, entre el drama y la comedia, que sigue siendo la constante de esta segunda temporada, aunque los acontecimientos finales de la temporada pasada hayan inclinado los platillos decididamente hacia la parte trágica y obscura. Falta por ver, claro está, si Gonzo será capaz de controlarse a sí mismo y no dejarse llevar por sus peores defectos.

Entre tanto, nada mejor que disfrutar con los usos indebidos de las cucharas de palo... que se revelarán una y otra vez como un arma temible.

lunes, 26 de enero de 2009

Critics vs. historians


Ayer, visitando exposiciones antes de que las cierren (y tirándome de los pelos por mi vagancia reciente que casi me lleva a perdérmelas) me encontré con el cuadro arriba ilustrado, El retrato de Josette de Juan Gris, en la exposición Carl Einstein y la Vanguardia, abierta en el Reina Sofía Madrileño.

Hagamos un poco de historia.

La primera vez que vi este cuadro fue en la megaexposicion Juan Gris, que en el año 84 o 85 (mi memoria no alcanza a distinguir que año fue, ni siquiera sí fue en uno de eso años) se celebró en los bajos de la Biblioteca Nacional, entonces espacio expositivo dedicado a temas que nada tenían que ver con los libros. Aquella muestra, debo confesarlo, me deslumbró, de manera que el pintor madrileño pasó a convertirse en uno de mis favoritos.

Efectos secundarios de la juventud, cuyo entusiasmo refuerza y amplifica la impresión que nos produce aquello que nos gusta. Recuerdo haber recorrido la salas casi como si hubiera recibido una revelación, entendiendo cada cuadro, lo que se proponía el pintor y lo que había conseguido, siguiendo su camino ascendente, de logro en logro, de voladura en voladura de la pintura. Una ascensión que también era la mía, y de la que salí fuera de mí, incapaz de relajarme o de pensar en otra cosa que no fueran esos cuadros... un subidón estético que parecía no desinflarse, ayiudado por que la exposiciópn terminaba abruptamente en 1920, al final de la época magna de Gris, sin adentrarnos en los laberintos de la duda y la reelaboración en que el pintor parecería perderse en la década siguiente, sin llegar a salir de ellos debido a su muerte prematura.

De entre todos los cuadros expuestos, el que he puesto arriba es el único de todos ellos que podía seguir viéndose en Madrid. Estaba justo al final de la exposición del Casón, junto a la salida, en una pared reservada para el sólo. Un final irónico al peor siglo de la pintura española, el XIX, y de todos sus lugares comunes, sus adulaciones y sus modernidadas anticuadas, anticipando él solo las revoluciones que habría de traer el siglo siguiente, tormentas apenas representadas en nuestros museos, debido a esa cerrazón hacia lo moderno que caracterizó nuestra cultura hasta 1980, justo cuando esa modernidad era reemplazada por un nuevo ciclo cultural, el postmodernismo

Luego, pude verlo más veces, en la colección remozada del Reina Sofía, en la macro exposición Juan Gris del 2005, pero nunca me ha vuelto a saber igual, ni el cuadro, ni el pintor, quizás por la horrible iluminación del antiguo hospital, un defecto irresoluble que mata la mayoría de sus exposiciones, o quiza porque el tiempo, la vejez, las muchas horas de exposiciones han acabado por embotar definitivamente mi sensibilidad.

Quizás se pregunten a que viene todo esto. Pues el caso es que la exposición de Carl Einstein está dedicada a un crítico de principio del siglo XX, una personalidad que se dedicó a la promoción y propaganda de ese arte nuevo que irrumpio en las primeras décadas y cambió por completo la forma en que vemos el arte, hasta el punto de que ahora, en este inicio de siglo, podemos afirmar sin temor a equivocarnos, que el renacimiento ha terminado.

Así que toda la exposición se estructura alrededor de las tesis y teorías de esta persona, a la manera y el modo en que veía y explicaba esa modernidad que se estaba construyendo a su lado, a su compromiso personal con los artistas que lo creaban, muchos de ellos amigos íntimos. ¿De toda la modernidad? No, y he aquí el punto principal. Para él no toda la modernidad era igual de valiosa, involucrado, como el se veía, en una tranformación revolucionaria del mundo, sólo parte de esas vanguardias, el cubismo y el surrealismo, tenían importancia y debían ser alabadas, puesto que contribuirían a la eclosión de ese mundo nuevo, mientras que otras, la abstracción, el suprematismo, el constructivismo, le parecían rechazables, innobles, involucionistas y retrógradas, puesto que su mundo no era éste.

Pasado el tiempo, esas ideas, esas polémicas, nos parecen ajadas, vacías e inútiles. Somos incapaces de apreciar, al contemplar la obra, esas supuestas diferencias políticas y estéticas que para Einstein tornaban esas variedades de la vanguardia en irreconciliables.

Quizás porque en el fondo ya nos dan igual esas formas que empiezan a parecernos algo apolilladas y lejanas de nuestra experiencia cotidiana, pero quizás porque también, sin quererlo, esta exposición nos viene a dejar claro las diferencias entre un crítico e un historiador. El historiador vive para el arte de su tiempo, atado a él, y como un artista (estéril, sí, pero artista) sólo ve un estilo, ese con el que él quisiera crear, llevándolo a su perfección, de manera que el resto le producen aversión, por no coincidir con sus pasiones.

El historiador, sin embargo, contempla todo a toro pasado, acalladas las polémicas, desaparecidos los polemistas, hermanados todos por un aire de familia que recubre y uniformiza cualquier tiempo pasado. Un campo de ruinas donde hay que remangarse los brazos y excavar, para extraer cualquier objeto que se encuentre y conservarlo con el mayor cuidad y cariño, puesto que es lo único que nos queda y nos une a ese tiempo.

domingo, 25 de enero de 2009

A stranger to your own kin



Cuando me enteré de Terence Malick se proponía adaptar la historia de Pocahontas y el capitan John Smith no pude por menos que sentir una cierta aprensión. Una historia tan significativa, un mito fundacional de un país, enseñado y representado una y otra vez en las escuelas de ese país, evitando siempre los elementos más desagradables, como los colonos desposeyeron primero y luego exterminaron a los legítimos dueños de esas tierra, podía ser una tarea demasiado pesada para un creador tan poco prolífico y al mismo tiempo tan intenso, como Malick.

De hecho podía convertirse en su primer fracaso.

El caso es que ese tema era, por un parte, muy propicio a la propaganda, y por otra parte, a la simplificación. Una propaganda que podía seguir un doble camino, bien el de la exaltación de los valores de occidente sobre el caos y la barbarie de los salvajes, justificando así su exterminio o aculturación, o bien el del subrayado de su inocencia y simplicidad, como si constituyesen el paraíso perdido del cual nos hemos apartado y que ansíamos. Una simplificación cuyo mejor ejemplo sería la Disneyfication realizada en Pocahontas, donde todo conflicto desaparecía y la historia se reducía a una love story de telefilme, mil veces repetida, y sin ninguna transcendencia personal o histórica.

No tenía porque haberme preocupado, así me lo demostró mi primer visionado de la cinta, así me lo confirmado la revisión de este fin de semana.

La historia, colectiva y personal, de ese choque entre culturas, cruel y despiadado, como todos los que se han producido en el transcurso de de los tiempos, se resumen para Malick en el proceso en que ambos protagonistas, el capitán John Smith y Pocahontas, fascinados por la cultura del otro, acaban convertirse en unos extraños a su propia gente, incapaces de vivir con los suyos, y forzados a terminar sus días con los otros.

Un doble proceso de aculturación, el del occidental y el del indio, que constituyen una genialidad de narración, puesto que no hay en ella ese error tan corriente, el punto de vista privilegiado, desde una de las civilizaciones, las anteojeras de burro que nos impedirían ver el cuadro completo, sino que, en esta ocasión a ambas culturas se las permite hablar con su propia voz. Un comparación sin juicios de valor, en las que ambas se nos muestra iguales, o mejor dicho, en la que nos colocamos fuera de ambas y las contemplamos con el mismo interés y curiosidad de un antropólogo interesado en documentar sus costumbres.

Un parangón que se va estableciendo en la película a través de un elaborado juego de simetrías, haciendo que el viaje de Smith hasta el reino indio sea repetido por el viaje de Pocahontas a la corte inglesa, y utilizando los mismos encuadres, las mismas composiciones, la misma forma de rodar a la hora de representar los dos mundos, completamente nuevos para cada uno de sus visitantes... un manera igualitaria y democrática de contemplar el mundo que queda perfectamente clara en la versión extendida, donde se amplía y completa el viaje de Pocahontas que en la versión de los cines quedaba reducida a un mero esqueleto.

Lo que no cambia, sin embargo, en ambas versiones es el inigualable y original estilo de Malick en esta cinta, esa manera de rodar estructurada en planos cortos o muy cortos, junto a violentas elipsis, que curiosamente hacen que la cinta avance a una velocidad imparable, pero sin que se pierda en ningún instante el hilo de lo que se está contando, mientras que ese sentido de lo efímero expresado en esa perenne sucesión del plano, se transforma en una sensación de eternidad y permanencia, al comprobar como la vida y la historia no son más que un ciclo repetido eternamente, que siempre empieza y termina de igual manera.

La marca estética y filosófica de un auténtico genio del cinematógrafo.

viernes, 23 de enero de 2009

Flesh and Soul/The Uncanny Valley


Uno de los inviariantes del anime es la aparición del robot antropomorfo, casi siempre manufacturado en la forma femenina, e indistinguible de los humanos normales, que tienden a tratarlo como un igual o incluso a no reparar en su diferencia, hasta que éste se descubre o decide descubrirse. En este sentido, la serie Eve no Jikan (Mi tiempo en Eve, sería una buena traducción), no se diferencia de otras producciones, sino es por la hipersensibilidad de la sociedad allí representada ante esos otros seres humanos construidos con metal y silicio, obligandoles a portar marcas distintivas que les identiquen como máquinas y actuar de forma mecánica y estereotipada, para evitar de cualquier manera que puedan ser confundidos con los seres humanos reales.

La cuestión que anima esta serie es que nos encontramos ante una sociedad que ha franqueado lo conocido como Uncanny Valley, o lo que es lo mismo, si vemos una estatua, una pintura o una fotografía de una persona, no experimentamos repulsión, sino que podemos proyectar sobre ella nuestros afectos y sentimientos, separándonos únicamente de nuestra actitud hacia una persona real, la consciencia de que es un objeto y por tanto la imposibilidad de respuesta hacia nuestras peticiones. Podríamos pensar, por tanto, que a medida que se aumentase el realismo en la reproducción de un ser humano, acabaríamos sintiéndolo más como persona real y menos como objeto, pero curiosamente el efecto es el contrario. Cualquier que haya visto un maniquí o una figura de cera, sabe de la inquietud y la incomodidad que provocan su presencia, efecto debido a que nos recuerdan es cierto, a una persona real, pero a una persona en la forma de cadáver, despertando en nosotros toda la aversión y el terror asociados a la idea de la muerte.

Un resultado inesperado y paradójico, por tanto, el que el aumento del parecido no provoque una reaccion afectiva positiva, sino la contraria la repulsión y el miedo.

Una repulsión y un miedo que esa sociedad representada en Jikan no Eve, que ha conseguido animar los maniquíes y hacer respirar a las estatuas de cera, se esfuerza en restaurar, haciendo volver a esos seres humanos ultraperfectos que ha creado al estado de máquina, de electrodoméstico, de objeto con el cual no se crean lazos y del que se puede abusar o finalmente tirar a la basura sin ningún remordimiento.

Un esfuerzo que en ese mundo está claramente encaminado al fracaso, como muestran los constantes anuncios publicitarios que avisán que el amor a una máquina no es amor verdadero, lo cual contradice a nuestros instintos que nos dicen que si algo actúa como un humano, es verdaremente humano, independientemente de su origen o naturaleza.

Como muestra finalmente en la serie la proliferación de lugares como el café Eve, lugar donde ocurre la historia, donde robots y humanos confraternizan, sin saber de antemano, ni querer averiguarlo, quien es máquina, quién es natural.

martes, 20 de enero de 2009

Fate and Chance

Things might turned out differently. The British government could have chosen in May 1940 to seek a negotiated settlement with Hitler. The German leadership could have concentrated its attack in the Mediterranean and North Africa, not the Soviet Union. Japan could have decided to extricate herself from the damaging China imbroglio and not embarked upon the risky expansion to the south. Mussolini might have awaited events before deciding if it was worthwhile taking his country into the war and could in any case have avoided the disaster in Greece. Roosevelt might have sided with the isolationists and not run the political risks of helping Britain and pushing to the brink of direct involvement in the war. Stalin might have heed to the numerous warnings and better prepared his country to meet the German onslaught. The Japanese could have attacked the Soviet Union from the east while the German were still advancing from the west. Hitler might have refrained from declaring war on the United States, an enemy he did not know how to defeat.

Ian Kershaw, Fateful Choices.

Cuando se escribe historia se corre el peligro de caer en dos trampas muy frecuentes. Por un lado tenemos el viejo resorte mental que nos que hace creer que porque algo sucedió de una manera determinada, necesariamente debía haber ocurrido de esa manera y no otra, como si fuerzas sobrehumanas,el poder de dios, la necesidad histórica, la mano oculta del mercado, guiaran el devenir histórico, sin que los seres humanos pudiéramos hacer nada en contra, fuera de asistir como espectadores a sus designios y caprichos.

Una falsa conclusión que, curiosamente, la lectura de la historia militar, tan poco de moda hoy en día, es de gran a utilidad a la hora de rebatirla. En palabras de grandes generales "cualquier plan sólo es válido hasta que se dispara el primer disparo" y es que, por mucho que se entrene o se preparé un ejército, se busque mantenerlo en la vanguardia de la innovación tecnólogica, existe un instante en que el mejor general acaba por perder el control y el caos de la batalla por devorar todo el orden, todos los preparitivos, todas las disposiciones. En ese instante, un pequeño error, una jugada afortunada, la vacilación de una unidad, el coraje inesperado de otra, puede dar la vuelta a lo que parecía decidido y, literalmente, cambiar la historia.

El otro peligro es mucho más sutil, pero también de moda en día, se trata de jugar a los what-if, a intentar adivinar que hubiera pasado sí, dejando de lado la investigación de lo que ocurrió y porqué ocurrió. Un juego legal y aparentemente inocente, pero que muchas veces oculta al sofista y al manipulador, puesto que ese what-if se utiliza muchas veces para reconstruir y reformatear la historia, haciendo ver, por ejemplo que A es igual de (cruel, malvado, tiránico) que B porque en el caso de haber ganado A hubiera hecho lo mismo que B... o que un C que sí ganó.

Una impostura intelectual que, nuevamente, la historia bélica es perfecta para rebatir. En un entorno como el indicado, caótico por naturaleza, en la que cualquier pequeño cambio puede dar resultados inesperados, nadie puede arrogarse el derecho o la lucidez de saber que es lo que hubiera ocurrido si tal acontecimiento no hubiera sucedido, especialmente porque ese cambio hubiera cambiado otro y este otro y este otro, abriendo un abanico de posibilidades en el que al poco dejaríamos de saber cual es más probable, cual más verosímil.

En este sentido este libro de Ian Kershaw, centrado en diez decisiones tomadas por los bandos en conflicto en la segunda guerra mundial en los años 1940-1941, es fundamental a la hora de demostrar como un pequeño cambio puede hacer que el curso de la historia vaya en un sentido u otro, y como esta dirección, afectada por la inercia de las sociedades en que se toma, la personalidad, virtudes y defectos de las personas al cargo, más todos los impoderables que no se pueden tener en cuenta, puede llevar a las conclusiones más inesperadas.

Porque tendemos a creer que la guerra estaba ganada ya desde el principio por los aliados, o al menos desde que se formó la Gran Alianza entre Rusia, EEUU e Inglaterra, pero lo cierto es que el Eje pudo haber terminado el conflicto en tres ocasiones, o al menos haberlo convertido en una serie de guerras que ocupasen ese decenio y los siguientes. Basta pensar que hubiera ocurrido si Inglaterra hubiera capitulado en 1940, dejando a Alemania con las manos libres para atacar a Rusia. O simplemente que Moscú hubiera sido tomada en el invierno de 1941 dejando a Hitler como amo absoluto de Eurasia (un resultado que hubiera podido ocurrir también en 1942 si el dictador hubiera movido mejor sus fichas en el Cáucaso y Stalingrado). O por aportar un último ejemplo, si en Midway en 1942, los japoneses hubieran hundido los tres portaaviones americanos, dejando a EEUU sin fuerza area naval hasta bien entrado 1943 y consiguiendo lo que no lograron en Pearl Harbour unos meses antes

Claramente, en cualquiera de esos casos, el mundo de hoy hubiera sido muy distinto. Más no podemos decir, no ya porque no sea posible, sino porque lo que interesa es analizar porqué las sociedades y sus dirigentes tomaron las decisiones que tomaron, y qué fuerzas, si las hubo, les obligaron a persistir en el camino de su destrucción o de su triunfo, o que ventajas y virtudes propias les hicieron prevalecer en esos encuentros.

Algo que este libro magnífico consigue a la perfección, casi abrumándonos con la cantidad de datos que incluye y el análisis con lo que los acompaña. Un análisis que, no lo olvidemos, puede sernos de utilidad en este mundo actual, no tan distinto del de aquellos tiempos.

Nuevamente, Historia Magistrae Vita.

domingo, 18 de enero de 2009

Smoke Rings

(Pulsen para ver el documental comentado)

He señalado ya, en otras entradas, la agradable sorpresa que me he llevado al revisar la producción temprana de la GPO Film Unit, así que estoy deseando que se editen en UK las restantes partes de la colección, porque parece ser que me queda lo mejor.

Para que se hagan una idea de como una entidad pública, dedicada a la promoción del servicio de correos británico, basta con que le echen un vistazo, cuando tengan tiempo, al documental que he adjuntado a esta entrada, The Song of Ceylon, de 1934 y dirigido por Basil Wright... otra paradoja dentro de una paradoja.

¿Paradoja digo? El caso es que este documental parece el sueño dorado de un documentalista. Su rodaje se inició sin guión ni intenciones previas, simplemente el autor y su cámara recorriendo Sri Lanka, y captando todo aquello que le llamaba la atención. Un viaje que en sí es un vagabundeo, arrastrado allí a donde fuera llevado por las circunstancias y que, desde un punto de vista formal se traduce en permitir que el documental se construya así mismo, borrando las intenciones y prejuicios del individuo que toma las imágenes, para permitir así que el espectador pueda asomarse a esa otra realidad sin intermediarios.

Sin embargo, también es el antidocumental, ya que tras el retorno a Inglaterra, el material ha sido sometido a un radical proceso de montaje, asociando imágenes, imbricando secuencias, para poder así reforzar un tema o simplemente mostrar lo que la cámara no pudo recoger. Un proceso que para los puristas podría resultar una traición a la esencia del documental, al aparentar una especie de distorsión y manipulación del material el bruto, aquél que debería ser presentado tal cual. Desviación ideológica que se torna mayor, puesto que al haber sido rodado con sonido el documental se dota de una banda sonora musical y de un comentario.

¿Estamos por tanto en el terreno de la obra de ficción? ¿O quizás en el terreno de la obra que pretende forzar un mensaje y evitar que pensemos por nosotros mismos? Ni mucho menos. Curiosamente, el comentario no es sino una serie de extractos extraídos de una obra de 1681, la descripción de la isla de Ceilán que escribiera Robert Knox. Unos textos procedentes de un pasado remoto aplicado a una realidad presente, y que por tanto no narran, ni explican lo que vemos, sino que se aproximan y se alejan, niegan y afirman al mismo tiempo.

Disociación es el nombre que mejor señala el efecto que consigue esta yuxtaposición de palabras e imágenes. Un distanciamiento que se traslada a la música y sobre todo a los sonidos, voces y ruidos, que forman la banda sonora, procedentes de allí, ilustrativos en este caso de lo que vemos, pero grabados por separado, y añadidos en el estudio, y que por tanto están desincronizados y parecen pertenecer a otro mundo, a otra realidad distinta.

Una disociación y un distanciamiento que tiñen todo el documental, que avanza sin dirección definida, examinando con detenimiento ciertas situaciones hasta hacernos partícipes, para saltar luego a situaciones aparentemente sin relación alguna, o volver a aquello que ya había examinado, o perderse en imágenes sin importancia aparte de su belleza, creando así, en cine, lo más parecido a divagar, cuando las ideas van surgiendo en nuestra cabeza, sin que ni nosotros mismos seamos conscientes de los hilos que las unen.

Unos aspectos, divagación, superposición yuxtaposición, disociación y distanciamiento, que llegan a su extremo en pasajes casi alucinatorios, semejantes a los anillos de humo que se disuelven en el aire, como cuando sobre las imágenes que describen el trabajo diario de los cingaleses, se superponen las voces que recitan cifras, pedidos, fechas de entrega, el mundo que rodea a la isla y del cual creíamos estar separados completamente.

O cuando presenciamos a un hombre rezar y realizar ofrendas a Buda, en un paisaje donde las inmensas estatuas parecen tener una existencia real, como si hubieran dejado de ser piedra y representación, y pudieran escuchar, ver y atender al oferente.



O como cuando la sombra de una montaña se proyecta sobre la tierra, planeando sobre ella, sin llegar a tocarla, como si la montaña y nosotros flotásemos en los aires, retenidos en otro mundo y otra realidad.

sábado, 17 de enero de 2009

Just Singing



En entradas anteriores, me había referido ya a la producción de la GPO Film Unit británica durante los años 30. Una paradoja histórica, imposible de repetir hoy en día, en la que una entidad pública, el servicio de correos británica, a cargo de las comunicaciones postales, telefónicas y telegráficas del Imperio Británico, crea una entidad para aprovechar el invento ése del cine y hacer publicidad y propaganda de la utilidad de su tarea... sólo que a las personas a cargo, en vez de obligarlas a crear anuncios en serie siguiendo los deseos del comitente, se les otorga la libertad suficiente para que utilicen esa entidad como plataforma para construir toda una teoría y práctica del documental, terminando al final por tratar temas que nada tiene ver con la misión prescrita.

Un horror en términos económicos, eso que los liberales llamarían despilfarro y confirmación de sus propuestas antiestatales, pero una auténtica victoria para el arte.

Porque basta ver un film como el que he utilizado para ilustrar la entrada, A coulour box (1935) de Len Lye, de apenas 3 de duración, pensado inicialmente como un simple aviso de las ofertas ofrecidas por la GPO a los usuarios que quisieran enviar paquetes, pero que en manos de Lye, se convierte en una explosión de color, mejor dicho, de color que baila con la música, de abstracción móvil, aquello que soñara Kandinski, pero que nunca logrará plasmar con la pintura, y que sólo Lye o Fischinger acabaron por hacer realidad.

Un tour de force, que, valga la redundancia, nunca se muestra forzado, sino que en toda su duración está recorrido por un espíritu desenfado y juguetón, el mismo que transmite la música y que se ve corroborado por los colores, sus ritmos y sus secuencias, hasta el extremo de que el tema de la obra, ese quitarse la careta final que destruye muchos de los anuncios con pretensiones de ahora mismo, aquí parece una broma más, puesta para provocar la sonrisa final del espectador y sobre todo un elemento del que no se puede prescindir sin mutilar el resultado final.

Pero es también un tour de force en otro sentido, ya que lo que al espectador le parece tan sencillo y natural, es el producto de pintar laboriosamente sobre el celuloide cada fotograma por separado e ir previendo las relaciones que habrá entre ellos, la duración precisa que debe tener cada secuencia, los ritmos en que se encadenarán y reemplazarán entre sí, su relación con el fragmento musical al que se asocian, y sobre todo, como quedará todo el tinglado cuando el producto final se proyecte a 24 fotogramas por segundo.

Un trabajo enloquecedor, similar, como ya he dicho muchas veces al de los poetas y su búsqueda fatigosa de la palabra, el ritmo y la rima perfecta, del que resulta no menos milagroso que no acabe convertido en un inmenso dibujo técnico, frío y válido solo para entendidos y especialistas, sino que tome vida y se transforme en un producto al alcance de todos, disfrutable por cualquiera, con solo tener los ojos y los oídos abiertos.

viernes, 16 de enero de 2009

Unexplored Musical Landscapes (y XVI): Takemitsu

Hay un viejo prejuicio musical que se resiste a morir, incluso en estos tiempos de ironía y desengaño postmoderno. Se trata por su puesto el de ser modernos por el hecho de ser modernos, despreciando todo aquello que pueda sonar o aparentar ser antiguo. Una actitud que, por supuesto, tiene mucho del snob o del nuevo rico, que sólo busca lo último, para presumir de haberlo encontrado él mismo y estar a la onda y enterado. Una visión restrictiva, asímismo, puesto que ignora como grandes sacudidores de la ortodoxia musica, como fue el caso de Stravinski, pasaron gran parte de su carrera mirando hacia atrás y reinterpretando à la moderne, la tradición musical o mejor dicho, el ideal clásico de esa tradición.

Una postura que, quizás por ser quien era y por lo que había hecho con anterioridad, el famoso cóctel molotov arrojado sobre la escena teatral parisina en forma de Le Sacre du Primptemps, no fue atacada o criticada en la manera y con la combatividad que lo hubiera sido de tratarse de un compositor de segunda fila.. o menos comprometido con la vanguardia.

Un prejucio que tiene que tenerse muy en cuenta a la hora de juzgar a Tooru Takemitsu, con vistas a no caer en él, ya que el primer contacto con su música nos hace tropezarse al oyente con un modo y una manera de hacer música demasiado conocido, y por tanto, acusar al compositor de realizar un rehash de influencias o de ser un autor retrógrado y conservador, adjetivos ambos aplicados en su vertiente formalista, que no política, algo que no tiene mucho sentido en un arte eminentemente abstracto como es la música.

¡Y tanto que suena a conocido Takemitsu! Como que sus obras de madurez parecen sacadas de páginas perdidas de Debussy o de algún impresionista desconocido. Y digo parecen porque, las composiciones del músico japonés beben de esa atematicidad, que consitutía una de las esencias del impresionismo. En otras palabras, la ausencia de esas frases musicales definidas cuya oposición, yuxtaposición, conflicto y disolución, constituían la esencia de la forma sonata en general y de la música alemana en particular, dándole un aspecto profúndamente dinámico, móvil y, sobre todo, dialéctico.

Una arquitectura, la de los temas con principio y fin, y su conflicto imponiendo también un planteamiento y resolución a toda la obra, que el impresionismo, substituyó por células musicales incompletas y ambiguas, aparentemente sin desarrollo y evolución, sin dirección definidad, suspendidas y detenidas en el tiempo, dotando a su música de un estatismo que en muchas ocasiones se tornaba trascendente, al negar el propio desarrollo en el tiempo que parece consustancial a la forma musical, convirtiendo lo efímero en permanente, mejor dicho construyendo esa permanencia con materiales transitorios.

Una urdimbre sobre la que Takemitsu añade un bordado propio, el hecho de que esa estructura aparentemente sin principio ni fin, y de la que sólo asistimos a un breve intervalo, se haya teñida de presagios, de obscuros presentimientos que amenazan su existencia y permanencia, dotándola de una tensión similar a la del insomne que no puede encontrar el sueño y se remueve una y otra vez en la cama, incapaz de encontrar la tranquilidad y el reposo que ansía.

miércoles, 14 de enero de 2009

Unlove Letters


Había hablado ya con anterioridad de mi concepto de "magníficas exposiciones que pasan completamente desapercibidas" y casi me convierto en una perfecta demostración de esta teoría, puesto que he estado a punto de perderme la magnífica muestra Amadis de Gaula, 1508, abierta en la Biblioteca Nacional hasta el próximo domingo. Una exposición que puede parecer destinada sólo a especialistas, especialmente por estar montada al modo duro, sin los infantilismos y vulgarizaciones tan habituales hoy en día, pero que resulta extrañamente actual, al conectar con bastantes de los fenómenos de nuestra cultura de entresiglos. Un resultado inesperado que va contra nuestra idea acendrada e inamovible del abismo entre generaciones y de la inutilidad del pasado para interpretar la vida presente, con el desprecio hacia lo "viejo", aunque sea de dos años atrás, que de ello se desprende.

La cuestión es que tal y como se enseñaba la historia de la literatura española hasta hace nada, el caso Amadis y la novela de caballerias, a pesar de su importancia historia que le hace ser La Literatura por antonomasía del XVI, se trataba como una nota a pie de página, un fenómeno que sólo era de interés por constituir el motivo que dio lugar a la composición de El Quijote, pero que fuera de ahí no era necesario ni conocer, ni por supuesto leer, ya que no se amoldaba a los ideales de lo que podríamos llamar Gran Literatura.

Un desprecio, o un desinterés, que como todos los desapegos artísticos estaba fuertemente ligado a los presupuestos estéticos en boga en aquel momento cultural. Es decir, Amadís no era gran Literatura por que era literatura popular, una serie de obras que partían de una misma fórmula, se atenían a un conjunto de reglas codificadas y sólo pretendían entretener a su lectores, sin atisbo de la originalidad, la ruptura, el compromiso y la profundidad que debían ser la seña de la literatura importante. Lo que es más, el mundo de Amadis es un mundo esencialmente fantástico, de caballeros siempre victoriosos, de damas enamoradas y esforzadas, de combates desaforados, de monstruos, hechizos, espantos y maravillas, de todo lo que está fuera y más allá de la esperiencia cotidiana y que, obviamente, entra en conflicto con el realismo, la racionalidad, la sequedad y el ascetismo que, sin lugar a dudas, eran las virtudes que debían ornar al verdadero literato y sus obras.

Literatura de evasión y de consumo, por tanto. Superficial y efectista. De usar y tirar.

Sin embargo, vivimos en un ambiente cultural en que el cómic, el anime, el serial televisivo y en general la cultura pop, ha emergido del ostracismo al que se le había confinado y, en cierta manera, no es que haya sido reivindicada frente a la High Culture, es que se ha convertido en esa misma High Culture a la que se oponía.

Unas formas, la del cómic, el anime y el serial, que a un espectador moderno le resultan extrañamente similares a las del Amadis y la novela de caballerías, ya que en ellas se nos volvemos a encontrar, separados por medio milenio, con los héroes enfrentados a pruebas imposibles, lo maravilloso e inusual convertido en normal y cotidiano, las vueltas y revueltas de guión, hasta volverse interminables ( para poder aprovechar el filón obviamente, pero también por que el público así lo exige, encariñado con los personajes), las estrictas normas estéticas y narrativas que no se pueden romper y que el lector demanda, los estereotipos y arquetipos que gobiernan la conducta y la personalidad de los personajes, etc...

Fenómenos, formas y expresiones a las que, en esta cultura de entresiglos nuestra, les hemos tomado un afecto cariñoso y cuya presencia, junto con nuestra costumbre de visitarlas, nos hace ver a Amadís y lo que siguio de ella de una forma nueva, como la corriente poderosa que inundara el panorama literario del siglo XVI y se convirtiera casi en su paradigma, leído por todos y conocido por todos sus contemporaneso, utilizado para explicar y expresar el mundo, signo y fuente de esa época, hasta el punto de inspirar la creación de El Quijote, al igual que el cómic de superhéroes inspirara Watchmen.

Una época en la que, como digo, se replican las mismas reacciones de los lectores que podemos ver hoy en día, la aparición de fan fictions de Amadis, en la forma de las múltiples versiones de los admiradores y las continuaciones a la historia, la deriva imparable hacia el erotismo y lo fantástico de las narraciones, que provocó que los intentos de normalización moral, religiosa y artística del material, fracasen ante el desinterés de los lectores, y sobre todo, como ese género se va amoldando a los deseos de los aficionados, dándose el caso de que, dado que gran parte de ellos son mujeres, en la ficción su papel se va agrandando, llegando a substituir al de los propios caballeros, y no sólo porque se preste más atención a unas supuestas temáticas femeninas, sino porque ellas también se transforman en caballeras andantes... extraño caso de feminismo avant la lettre y, nuevamente, réplica casi exacta de los fenómenos actuales.

O quizás, lo más importante, como esa supuesta literatura de ficción y evasión, centrada en el final feliz y la victoria de los héroes contra viento y marea, se tiñe repentinamente de aquellas características de la supuesta literatura seria, es decir, el desengaño, el fracaso y la amargura, provocadas por las acciones de los propios protagonistas... como ocurre con la conclusión de Amadis, cuando su amada Oriana, ante la traición de éste, le envía una carta de desamor (la Unlove Letter con la que titulaba esta entrada) rompiendo con él, y provocando de rebote que pierda la condición de caballero, insostenible sin el apoyo y la existencia de la dama, obligándole a retirarse al Monte Negro, cambiado su nombre por el de Beltenebros.

A esperar a la muerte, que se dice.

miércoles, 7 de enero de 2009

Form and Meaning



Se me hace muy difícil escribir esta entrada, ya que siento que no puedo aportar nada importante a lo que Richard H. Wilnkinson describe en Reading Egyptian Art (Cómo leer el arte egopcio) fuera de recomendar el libro encarecidamente.

Porque me ocurre que este libro me ha hecho contemplar el arte egipcio como nunca se me había ocurrido contemplarlo, ya que desde las primeras páginas se nos trasmite una idea muy simple, remachandola con ejemplos: la dualidad del arte egipcio, al mismo tiempo lenguaje y decoración. O por decirlo más simple que todo jeroglífico es al mismo tiempo una palabra y un dibujo, y que el escriba era al mismo tiempo escribano y dibujante, o por decirlo de otra manera, que el escritor pintaba y el pintor escribía.

¿Y que quiero decir con esta imagen tan enrevesada? Algo muy simple, que el artista egipcio cuando representaba el mundo que le rodeaba o aquel que imaginaba, utilizaba versiones ampliadas de los jeroglíficos utilizados por el escriba, aprovechando los estereotipos codificados en el ideograma, para transmitir los sentimientos, las intenciones, el contexto que necesita una escena para ser interpretados. Es decir, que si nosotros utilizamos las expresiones faciales, las posturas del cuerpo, el mobiliario, el decorado o el entorno, para contar la historia representada, el artista egipcio incorporaba los jeroglíficos necesarios a la obra de arte para hacerla legible, aunque como resultado, a nosotros, su producción nos pueda parecer envarada y estereotipada.

Pero hay más, dado que esos diseños se repetían una y otra vez, en la escritura y en el arte, como texto y como imagen, el arista egipcio no tenía miedo de componerlos para crear seres y objetos quiméricos, formados sólo por jeroglíficos, e introducirlos en la escena junto con los personajes y objetos reales, de manera que al ver ese compuesto, el espectador pudiera literalmente leerlo y averiguar lo que significaba, sirviendo de clave y guía a toda la escena pintada.

Así ocurre con el objeto que he elegido para ilustrar la entrada, un objeto compuesto únicamente por jeroglíficos y cuyo significado y descomposición, siguiendo a Wilkinson, no es otro que

  • El Ankh (la cruz con Asa típica de Egipto) que representa la vida y que con sus brazos, transformados en manos, agarra
  • Un símbolo de dominio (los bastones)
  • Un símbolo de reinado, todo ello colocado bajo
  • El símbolo de unión que representa el estado faraónico, al cual se anudan
  • el lirio del Alto Egipto
  • el papiro del Bajo Egipto, para dejar más clara esa unión entre Alto y Bajo Egipto.
Todo lo cual no significa otra cosa que el deseo de que se mantenga esa unión entre los dos Egiptos por largo tiempo, en perfecta conservación, y sin perdida de su poder.

Un concepto abstracto que gracias a los jeroglíficos se convierte en una forma, dotada de belleza y armonía.

Un ejemplo que es una pequeña muestra de todo lo que nos perdemos cuando miramos descuidadamente el arte egipcio, sin ser consciente de ese juego forma/significado, significado/forma al que el artista/escriba se entrega continuamente.

lunes, 5 de enero de 2009

Hard Work





You make the film from the material and not the words in which you first expressed it and you let the film grow in the way it wants to go.

John Grierson, Director de la GPO (General Post Office) Film Unit.


Por pura casualidad estoy revisando los documentales que produjera la GPO Film Unit (equipo de cine de los correos británicos) en los años 30, simplemente por con ellos se adjuntaba una edición del mítico A Coulour box del artista abstracto Len Lye. Sin embargo, me he llevado una agradable sorpresa, al encontrar el trabajo de unos artistas que supieron ir más allá de lo que se pretendía de ellos, e intentar elaborar toda una teoría y práctica del documental, aún cuando su trabajo fuera comisionado por una entidad pública, con intenciones publicitarias (y educativas, podríamos decir) más que evidentes.

Sin embargo, sobre esos presupuestos tan banales e incluso comerciales, ya que el hecho de ser comisionado por una entidad pública no los hace diferentes de un encargo de una empresa, los miembros de la GPO, desde los cámaras y montadores hasta las personas al cargo (como fue el caso de Jonn Grierson o Alberto Cavalcanti) gozaron de una libertad sin precedentes para hacer lo que quisieran con esos proyectos, hasta el extremo de que muchos de ellos acaban por tener poco que ver con el propósito inicial (¿Qué tiene que ver la vida en un arrastrero con el servicio de correos y telégrafos?) y se convierten en auténticos ejercicios de estilo, en demostraciones práctica de ciertas teorías cinematográficas, no las de moda hoy en día, pero sí las que a mí me hacen tilín.

Así, el documental Granton Trawler, realizado por John Grierson en 1934 se convierte en el ejemplo paradigmático de lo que los miembros de la GPO Film Unit se proponían conseguir, ese dejar que sean las imágenes rodadas y no los conceptos planeados quien construya la películas, permitiendo que fluya en la dirección en que ella quiere y no en la que nos proponíamos nosotros. Porque el caso es que el rodaje de este documental, en el arrastrero que le da nombre fue un cúmulo de desgracias: El director, a pesar de su experiencia como marino de guerra acabo mareado y por tanto limitado en su capacidad de detectar la imagen y el momento preciso, mientras que el trípode con el que pretendía asegurar la visión de la cámara, no hacía otra cosa que caerse una y otra vez, filmando escenas que parecían completamente inaprovechables, el mar, las nubes, el cordaje, las bordas, el puente...

Un auténtico desastre, del cual el director no sabía como salir, y que terminó con la entrega del material a un montador, Edgar Anstey, para que salvase lo que pudiese.... sólo que éste reparó en que todos esos planos inesperados, mal encuadrados, incluso anodinos o en su mayoría sin sentido, servían para amplificar el duro trabajo de los pescadores, enfrentados a las fuerzas de la naturaleza y así conseguir una mayor implicación de los espectadores. Un resultado que complació extraordinariamente a Grierson, puesto que el azar y la casualidad, junto con la imaginación y el ingenio, habían transformado un fracaso seguro en un pequeño triunfo.

Un ejemplo de como a veces no conviene intentar controlarlo todo o empecinarse en que el resultado sea exacto a como lo soñábamos, una tozudez que puede llevar a perderlo todo, sino que con frecuencia lo que conviene es "riding the waves", dejarse llevar, aceptar nuestra impotencia e incompletitud, para utilizarla a nuestro favor, como es el caso.

Nota: Otra detalle que distingue a estos documentales de los que se hacen ahora mismo, es su aspecto de celebración. Sabemos que la vida de estos pescadores es dura, que la muerte les acecha, que poco o nada habrán de obtener de su tarea diaria, pero lo que nos transmite este documental es admiración por ellos, casi colocándolos por encima de nosotros, como superhombres, demostrando que su trabajo es tan válido como el de cualquiera de nosotros, que nos creemos mejores por teclear sentados cómodamente frente a un ordenador.

domingo, 4 de enero de 2009

Old and new


Una de las muchas paradojas en la vida de Lotte Reiniger, empezando por la de ser una directora de renombre en un tiempo, principios del siglo XX, en que eso era impensable, es la de ser al mismo tiempo vanguardista y conservadora, clásica y moderna, actual y antigua.

Reiniger fue, es sabido por todos, una de las pioneras del arte de la animación, allá en los años 20, y tiene en su haber la creación del primer largometraje de animación, Die Abenteuer des Prinzes Achmed (Las aventuras del príncipe Achmed). Una creadora, por tanto, cuya vida es inseparable de una forma nueva y revolucionaria como era el cine y que fue instrumental a la hora de conformar su léxico y su gramática, aquello que esperamos ver, y que se relacionó laboral y privadamente, con la vanguardia alemana visual de su tiempo, como Hans Richter o Oskar Fischinger, en aquella efervescente república de Weimar y que Hitler asesinó sin piedad.

Moderna hasta la médula, por haber contribuido a construir un arte nuevo, algo que muchos en este principio de siglo le envidian, ya que en su tiempo todos los caminos estaban abiertos, toda las direcciones permitidas, pero, como decía antes, también profundamente antigua. Su ámbito narrativo no es el mundo urbano, dado a luz por la técnica y el progreso, sino que su material de partida no es otro que el cuento de hadas, la narración mítica e intemporal anclada en un pasado idealizado e inexistente. No sólo eso, sino que la forma que utiliza para contar esas historias pretéritas es una adaptación moderna de otra tradición antiquísima, el teatro de siluetas, las marionetas cuya sombra se proyecta en una pantalla.

Una forma teatral aparentemente menor, como el teatro de títeres, y que se realiza con recursos mínimos, pero que ha fascinado a muchos miembros de la vanguardia del siglo XX, como Bartok, Lorca o Svankmajer, al ofrecerles la oportunidad de quebrar las reglas del teatro, es más al forzarles a quebrar esas reglas, para poder realizar la traducción de la vanguardia más elevada a esa forma aparentemente infantil. Infantil y simple, pero que en otros ámbitos culturales, como el Indonesio, es considerado como high art, y la dedicación y complejidad que a ellos se dedica y alcanza es la mejor demostración de esa calificación.

Un ejemplo magnífico de como ser ultramoderno siendo al mismo tiempo antiguo,en contradicción flagrante de los mitos y tabúes de nuestro momento cultural.

Pero todas estas paradojas y contradicciones no harían de Reiniger otra cosa que una curiosidad histórica, esas notas al pie de la historia del cine, como la primera película sonora, la primera película en cinemascope, etc,etc... conocidas por todos, pero vistas por ninguno. Sin embargo, el arte, esa dedicación y complejidad de las que hablaba antes, son visibles en cada plano de su obra, como el ilustrado arriba, proveniente de Der Goldene Gans (El Ganso dorado), realizado en 1944 durante en Alemania durante la guerra, en condiciones de penuria espantosas (todo tenía que ser destinado al bien de la causa y no había tiempo para divertimentos) pero donde Reiniger se las arregla para traducir la penumbra y la humedad del bosque alemán, iluminado aquí y allá por rayos de luz que se filtran entre las ramas.

O este otro de The Caliph Stork (El califa cigüeña) realizado en 1954 en Inglaterra y donde se siente la luz del amanecer, incluso las diferencias de coloración en el cielo, a pesar de ser en blanco y negro.

sábado, 3 de enero de 2009

Unexplored Musical Landscapes (y XV): Glass

Mi primer contacto con Philip Glass fue indirecto, a través de las Qatsi (Koyaanis, Powaq, Naqoy) que Godfrey Reggio rodara en los años ochenta del siglo pasado y finalmente a principios de esta primera década del XXI. Una música que me parecía indisociable de las imágenes que ilustraba (o sería mejor decir, era un simbionte) pero que luego descubrí que podía escucharse por separado, sin ningún problema, al contrario de la mayoría de las bandas sonoras. Un efecto inesperado que se debía al hecho de ser una película muda y la música poder correr sin impedimentos durante hora, hora y media, como en un sinfonía, mientras que en la música de cine normal, el troceado para su aplicación a las escenas de la película impide su ensamblaje posterior, y las transforma en meras apoyaturas, sin existencia independiente.

Una música, la de las tres Qatsi, que últimamente he dado en escuchar casi en bucle, remedando los obstinatos, las cadencias de apenas unas notas, unas sílabas o unos instrumentos, que conforman su arquitectura sonora. Una música que me llevo a buscar más de este compositor y que me llevó a una decepción y a un descubrimiento.

La decepción es simplemente la que resulta de la trampa de la pureza y la desnudez extrema. Al despojarse de todo lo innecesario, de todo lo accesorio, de lo sobrante y lo añadido, el artista y el compositor corren el peligro de quedarse sin recursos, sin ideas ni caminos que lleven a encontrarles, encerrándose por su propia voluntad en un círculo vicioso que le lleva a repetir una y otra vez ese hallazgo que en un instante pareció revelador, pero que la constumbre ha transformado en hastío.

Así, de esta manera, demasiado de la obra tardía de Glass parece ser siempre más de los mismo y si se comete el error de explorarlo demasiado (o de hacerlo en la dirección indebida) se corre el peligro de tomarle inquina a aquello que se amaba.

Una evolución inversa que queda patente si se comparan las dos versiones de Einstein on The Beach, la de 1979 y la de 1993, puesto que lo que era energía, desafío, revelación en la primera, ha perdido el brillo en la segunda, ya que en la revisión de 1993, Glass parece limitarse a hinchar el globo y añadir minutos y minutos a sus cadencias o, peor aún, multiplicarlas y clonarlas, convirtiendo aquello que fascinaba en aburrido e innecesario.

Y con esto llegamos a la desdecepción de la desilusión, porque la versión del 79 es una obra mayor. Una opera sin argumento, sin historia, sin personajes, sentimientos ni peripecias, sólo música, música pura, donde la voz se transforma en onomatopeya y la nota en sincopa, todo ello cargada de energía y tensión, subyugante, hipnótica en sus repeticiones que parecen no tener fin.

Como las larguísimas secuencias que remedan un viaje en tren, tan envolventes, tan evocadores, tan taladrantes del cerebro que al escucharlos nos parece estar realmente en el vagón, embarcados en un viaje sin destino ni origen, simplemente viajando sin fin, para siempre.

La música perfecta para conducir y olvidarse de todo.