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lunes, 8 de diciembre de 2008
De profundis clamavi
Esta tarde he visto Ladoni (Palmas) de Artur Aristakisyan, esa película que retrata a todos aquéllos que procuramos no ver cuando pasamos a su lado, es decir, los mendigos, los que se han caído de nuestra sociedad (el sistema en palabras del director) y no tienen ya posibilidad, ni el deseo en muchos casos, de volver a él.
Un retrato que se realiza con las técnicas más ortodoxas del documental, es decir, rodando a estos mendigos y desposeídos como si fueran animales o pájaros, en su propio elemento, en su vida diaria, sin interferir ni relacionarse con ellos, al igual que los transeúntes que se cruzan con ellos por la calle. Un retrato, no obstante, que se aparta de la idea al uso del documental, puesto que no propone una explicación, un motivo o un solucion a esta miseri, sino que substituye todo sonido, el del mundo en el que estás personas viven, el de las voces con que se dirigirían a nosotros, por una larguísima narración en off de más de dos horas de narración, que divaga, se pierde, habla de aquello que las imágenes no presentan, nos esclarece lo visto hace tiempo y de repente nos ilumina aquello que vemos con claridad deslumbradora.
Una voz que no es la del director, sino la alguien anónimo, un supuesto mendigo que habla a su hijo aún no nato, y quizás nunca nacido, y cuya narración...
Pero esto no es lo que quería decir, esta objetivización de la obra me aparta de lo que sentía al verla, y que muchas veces me distraía de lo que contemplaba y escuchaba.
Porque al verla recordaba el año 1991, cuando hacía la mili en el cuartel general del ejército, junto a la plaza de Cibeles, cuidándola para que no se la llevasen, y como descubrí en aquel entonces que distinta es la noche de cuando uno se va simplemente de juerga, a cuando se la ve transcurrir entera en un punto determinado. En otras palabras, cuantas miserias insospechadas salen a la luz y hacen tambalear nuestras convicciones más arraigadas.
Una de estas miserias descubierta fue que, cuando subía a Callao a tomar el autobús que me llevaba a paso, empecé a fijarme en un mendigo que siempre estaba allí, en concreto una mendiga joven, apenas unos años mayor que yo, de piel negra. Una excepción en aquel entonces, cuando no había casi emigrantes, y que me llevaba a pensar siempre que la veía, que como sería que había acabado aquí, tan lejos de su tierra. Una mujer, que como cualquiera de los protagonistas de la película de Aristakisyan, nadie veía, mejor dicho, todos pretendíamos no ver, a pesar de que en su creciente enajenación mental, hacía sus necesidades en plena calle e interpelaba, llena de rabia, a seres invisibles que debían caminar entre nosotros y que solo ante ella se manifestaban.
Recuerdo haberla visto durante muchos años, siempre en la misma plaza, hasta que, a mediados de esta década, en algún momento indeterminado, se desvaneció, dejo de estar, quizás muerta al fin, el último estado de una decadencia que la convirtió en una anciana en apenas diez años, quizás atrapada en una de esas redadas realizadas por nuestros gobernantes municipales para acicalar el rostro de Madrid, quizás víctima de los intereses de alguna banda del submundo, para los cuales cualquier espacio de la calle, cualquier esquina, es tan importante como los estrechos, los mares, los rios y las fronteras para las grandes potencias.
Sin embargo mi atención por esta mendiga no se debía a ningún prurito humanista, la provocaba un miedo más básico, que habita toda la película de Aristakisyan y convierte su visión en insoportable. La posibilidad de que todo lo que nos rodea, bienes materiales, amigos, familia, posición, cultura y saber, no sea más que una ilusión, un sueño del que habremos de despertar tendidos en el pavimento, helados hasta los huesos, con un hambre inextingible.
Que nosotros también seremos olvidados por esta sociedad (por el sistema), arrojados de su seno, invisibles para todos, incluso para aquellos que decían querernos.
Algo que de una manera u otra habrá de pasarnos a todos, sea en vida o despues de muertos.
Esa peli me conmovió profundamente, me dejó con una sensación de melancolía indescriptible...
ResponderEliminarCómo me gustaría que directores como Aristakisyan fuesen más conocidos...
Esa película es de un pesimismo primordial. No busca causas ni razones, simplemente nos muestra sin tapujos la vida de las personas que permanece fuera de la sociedad, subrayando que en el fondo todos acabaremos siendo expulsados.
ResponderEliminarEn mi caso, me afectó profundamente, puesto que siempre he tenido un miedo atroz a terminar pidiendo por las calles y no puedo quitarme de la cabeza la certeza de que ése será mi destino.