In fact this question - Did the believe in what they were doing? - is actually a small part of a much larger question, one which goes to the heart of the Soviet Union itself: Did any of their leader believe in what they were doing. The relationship between Soviet propaganda and Soviet reality was always a strange one: The factory is barely functioning, in the shops there is nothing to buy, old ladies cannot afford to heat their apartments, yet in the streets outside, banners proclaim 'the triumph of socialism' and 'the heroic achievements of the Soviet Motherland'... Yet there was an extra level of strangeness in the camps. If, in the free world, the enormous gap between this sort of Soviet propaganda and Soviet reality already struck many as ludicrous, in the camps, the absurdity seemed to reach new heights. In the Gulag, where they were constantly addressed as 'enemies', explicitly forbidden to call each other 'comrade', and forbidden to gaze upon a portrait of Stalin, prisoners were nevertheless expected to work for the glory of the socialist motherland, just the same as those who were free - and to participate in 'self taught creative activity', as if they were doing so out of the sheer love of art.
Anne Applebaum, Gulag
Copié este pasaje del libro citado el 29 de junio y me resulta muy extraño comentarlo ahora, casi una semana después de la muerte del escritor ruso Soljenitsin. Alguien cuya obra y cuya labor de denuncia del régimen soviético ha querido ser impugnada, según he leído incluso ahora misma, por defender posturas antiliberales y antidemocráticas.
Como se dice en mi tierra, eso es confundir el tocino con la velocidad.
O dicho en cristiano, el hecho de que Soljenitsin haya ido defendiendo posiciones cada vez más ultranacionalistas, hasta el extremo de confundir una cierta idea de una Rusia santa, eterna y trascendente con los habitantes de ese país, como si estos lo llevaran escrito en sus genes (algo que por cierto es común a la intelectualidad rusa, piénsese en los idearios ultrareaccionarios de Tolstoi y Dostoievski) o alabar al impresentable de Putin, ese funcionario reconvertido de la KGB soviética al que, como a los mejores dictadores, nunca le ha temblado el pulso, no hace mejor a la dictadura totalitaria de Stalin, ni disminuye el horror de sus crímenes, ni por supuesto descalifica la misión de guardián de la memoria que Soljenitsin asumió en Archipielago Gulag, y que impregna y constituye la esencia de sus mejores obras, esa Vida de Iván Denisovich, ese Hospital de Cáncer o ese El Primer Círculo, todas ellas medio ficción, medio autobiografía, y que dan al lector la impresión de algo vivido y experimentado.
Una forma de narrar, la del testigo que narra lo que le ocurrió y lo que vio, y que al mismo tiempo debe convertirse, por imperativo moral, en representante de todos los que no sobrevivieron, que le hermana con otro testigo de otro exterminio, como es Primo Levi, con quien comparte asímismo la perenne necesidad de justificar su supervivencia (porqué yo y porqué no otros) y que asímismo le lleva a una doble conclusión paradójica, ya que por un lado, si no murieron en el Gulag o en Auschwitz fue porque se traicionaron moralmente, aceptaron los puestos más cómodos, más fáciles, los que les daban acceso a la comida y al calor, quitándoselos a otros, sirviendo a sus propios torturadores, mientras que por otro lado, ambos relatos se convierten en un canto al espíritu humano, de como hay personas que aún siendo prisioneros de sistemas que buscan, no ya su exterminio, sino su muerte espiritual, son capaces de encontrar un asidero, algo, por muy pequeño que sea, que les permita mantener su dignidad aún viviendo en el infierno.
Unos sistemas totalitarios, basado en el campo de prisioneros, bien como lugar de exterminio, bien como mano de obra esclava, que terminan por contaminar a toda la sociedad y la transforman en una única prisión encerrada en los límites de sus fronteras y donde lo único que distingue a unos de otros es el círculo del infierno en el que giran sus vidas, unos creyéndose casi libres, otros sabiéndose muertos en vida.
Porque, aparte de los campos de concentración, como muy bien señala Anne Applebaum, lo peor del sistema soviético era la continúa necesidad de estar mintiéndose a uno mismo, de creerse las mentiras que exigía la línea del partido de ese momento histórico y tener que proclamarlas a los cuatro vientos, venciendo cualquier repugnancia o integridad moral que uno pudiera poseer. Una continua humillación moral que debía ser desgaradora para cualquier persona que fuera realmente de izquierdas, ya que en ese paraíso de los trabajadores, continuaba la explotación más absoluta de estos, sólo que en vez de ser por los beneficios empresariales de unos pocos, era por el brillante porvenir que nadie vería llegar. Un absurdo que llegaba hasta el Gulag, donde como Applebaum señala, a los condenados por el sistema soviético, aquellos que nuncan podrían volver a ser considerados ciudadanos, se les exigía trabajar con el ímpetú de los creyentes en ese mismo sistema.
Y si grave fue el daño que causaron dentro, no menor fue el que causaron fuera. Como bien señala el izquierdista Geoff Elly en su monumental historia de la izquierda europea, "el estalinismo fue una derrota total para la izquierda". Al arrogarse el sistema soviético la perfección ideológica, al venderse como el único modelo posible al cual deberían tender todos los movimientos de izquierda, quisieran o no, su derrumbamiento dio a la derecha la oportunidad para descalificar en bloque cualquier pensamiento que pareciese sospechoso de progresismo, o incluso de reformismo, sin importar las credenciales democráticas que pudiera presentar o las víctimas que hubiera sufrido a manos del totalirismo soviético, pues, no lo olvidemos, el sistema soviético eliminó a todo movimiento de izquierdas que no coincidiera con la línea del partido, y así en los años 20, además de miembros de las antiguas clases dirigentes, del ejército o de la iglesia, las cárceles rusas se llenaron de anarquistas, de mencheviques, de socialistas revolucionarios, de todos los que pretendían otra vía para la revolución.
Una catástrofe, la caída de la URSS y el descubrimiento de su impostura, de la cual la izquierda salío habiendo perdido sus referencias ideológicas, con la necesidad de reconstruirse y de reinvertarse, y en medio de un contrataque furibundo de la derecha vencedora que no tiene visos de ceder ni de atenuarse.
Un laberinto del que aún no se ve la salida.
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