Por fin, a primeros de enero, me atreví a acercarme a la famosa ampliación del Prado y a las exposiciones con que se ha acompañado su inauguración.
Y no sé si se me entenderá bien, pero me he sentido bastante defraudado.
Hablando de la mayor pinacoteca de España, que no del la del mundo, por mucho que nos pese (lo sería, sin embargo, si Felipe IV no hubiera vendido la mitad más profana de su colección, porque no se ajustaba a la seriedad y austeridad del imperio, y si otra buena parte no se hubiera quemado en el incendio del Alcázar de Madrid) mi crítica puede resultar chocante, propia de alguien que no sabe lo que se dice, retrógrada, intentando defender la visión de una zona y un edificio que ha cambiado muy a menudo en su corta existencia, o simplemente malintencionada, ya se sabe, un nuevo intento por hacer política en un sentido u otro, agarrándose a cualquier cosa.
Es imposible negar la necesidad de acometer una reforma en profundidad del Prado. Así lo exigían el hecho de no tener un espacio propio de exposiciones (lo tuvo, hace muchos años en el palacio que ocupa ahora la Thyssen), el limbo en que se encontraba el Casón, primero okupado por el Guernica y luego en obra eterna, a la que nunca se vía el fin, o las perennes reformas parciales que nunca resolvía nada y que solo servían para mover los cuadros de un sitio para otro, mareando al visitante, que nunca sabía que iba a ver o si lo que quería ver estaría allí o no.
Una serie de circunstancias que exigían una reforma en profundidad y que para mí han plasmado en un nuevo fracaso.
En primer lugar, porque aún, tres meses tras la apertura a bombo y platillo del nuevo Prado, no se sabe como va a quedar estructurada definitivamente la colección y dado que las edificaciones bajo los Jerónimos estarán dedicadas a exposiciones temporales y los cuadros del Casón estarán albergados en el edificio Villanueva, que no ha aumentado su espacio, hace temer que aún se verá menos colección que la que se podía ver hasta ahora.
Además, a pesar de lo racionalmente que ha sido planificada la ampliación de los Jerónimos, pensando en la comodidad del visitante, el resultado final se resiente de un pequeño fallo, en que el que parece extraño que nadie haya reparado... que El edificio Villanueva no estaba concebido para tener un edificio en su trasera. Todo su estructura está pensada para que el visitante entre por el norte, el oeste y el sur y vaya luego perdiéndose por las salas laterales, mientras que el lado Oeste quedaba sin acceso, medio enterrado por la colina del Retiro. Nadie podía haber pensado que allí habría un edificio, ni que el nuevo diseño tuviera allí una de las entradas principales.
¿El resultado? Que cuando se pasa del Edificio Villanueva a los Jerónimos o viceversa, el visitante tiene que perderse por una serie de pasillos laterales estrechos, que como digo, estaban pensado para albergar parte de la colección y dar paso a un flujo reducido de gente, no a un continuo trasiego de personas queriendo cruzar de un sitio a otro. Así ocurre que el visitante acaba confuso y perdido, sin saber a donde dirigirse y, lo más importante, se ha perdido otra parte del espacio expositivo, que como digo, no es que sobre
Pero la cosa aún puede ser peor, puesto que los arquitectos de la reforma a pesar de este desliz, casi inevitable, pero que a lo mejor podría haber sido resuelto con mayor elegancia, hay cometido lo que podría clasificarse como delito de lesa majestad. Ni mas ni menos que negar la estructura interna de un edificio, en este caso el de Villanueva, haciendo algo parecido, a descoser un abrigo, darle la vuelta a la tela y volver a coserlo.
En efecto, El edificio Villanueva está concebido de manera que su eje principal es Norte-Sur, alrededor de una gran galería, interrumpida y terminada por rotondas, a cuyos lados se abren las salas laterales. Con está concepción, era muy fácil moverse por el museo. Bastaba con llegar a la galería principal, seguirla hasta donde conviniese y desviarse a la sala lateral que se quisiera visitar.
Este esquema ha sido roto. Al reabrir la entrada Oeste y al convertir la rotonda en que se abría en un centro de recepción, es imposible recorrer la galería principal de norte a sur, ha que desviarse a las salas y pasillos laterales, que además coinciden con los pasillos utilizados para cruzar a la ampliación de los Jerónimos. Una chapuza que lleva a que el visitante se confunda, acabe en los servicios, o simplemente a que se encuentre con un atasco de gente que tampoco tiene a donde ir.
Sin contar el absurdo de que las taquillas estén en la antigua entrada norte, y las nuevas entradas están en los lados este y oeste, con lo que el visitante debe realizar dos colas, una inmensa para sacar las entradas, puesto que en vez haber de tres puntos para realizarlo, ahora sólo hay uno, y otra para entrar propiamente, debida principalmente a las cada vez más estrictas medidas de seguridad.
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