En estos días he intercalado aquí y allá apuntes e impresiones sobre el tercer tomo de Archipielago Gulag de Soljenitisin que se ha publicado recientemente (y quien quiera leerlas no tiene más que seguir las miguitas, digo los enlaces). Una serie de entradas con un nombre común, un gatito blanco, que voluntariamente he dejado sin explicar.
Reservando ésta para la última anotación de la serie.
El caso es que si hubiera que señalar un tema, que caracterizase a este tercer tomo, esté sería el de la rebeldía, el como aquellos hombres arrojados al infierno, convertidos en auténticos muertos vivientes, se reinventaron, se resucitaron, debería decirse más bien, mediante la rebeldía, ya fuera manteniéndose en la religión que pretendían hacerles abandonar, conservando en secreto una vida intelectual activa e independiente, intentando la fuga una y otra vez, aunque esta fuera casi imposible, o simplemente amotinándose, aún sabiendo que el resultado era la muerte, bien inmediata en el caos que siguiera al aplastamiento de la rebelión, o lenta tras ver alargadas sus condenas.
Cualquier valía, siempre que supusiese lanzar un reto a sus guardianes, al sistema que les había encarcelado, a la ideología que les mantenían presos.
Unas páginas en las que la descripción de estas vías individuales de rebelión se convierte en embriagadora, en ejemplar, en el sentido no ya de servir de norma a tu vida, sino de ayudarte a vivirla, puesto que si aquellos hombres, iguales a cualquiera de nosotros, fueron capaces de recuperar su dignidad en esas circunstancias, qué no deberíamos ser capaces de hacer nosotros, los niños mimados del destino.
¿Y que tiene que ver esto con el gatito blanco? Simplemente que en el se esconde uno de los grandes dilemas morales de la historia ejemplar que Soljenitsin nos cuenta. Dilema moral, no entendido como piedra de toque que nos muestre lo que hay que hacer o lo que no hay que hacer, sino como ejemplo de que fácil es elegir un camino u otro, perderse o no, de como en todo momento tomamos innumerables decisiones, sin percatarnos de como modelan nuestra vida, de como la determinan y la fuerzan a seguir un camino. Una ruta que al final toma vida propia y ya no es posible abandonar por mucho que se quiera, sino que es necesario seguir hasta el final, hasta estrellarse y destruirse.
Ese ejemplo que digo, no es un ejemplo abstracto, se particulariza en una persona, en un tal Temno, al cual se dedican algunas de las mejores páginas de la novela/crónica que es Archipielago Gulag. Un hombre que desde que pisó los umbrales del archipiélago decidió que no estaría allí ni un minuto más de los necesario y que convirtió su estancia en una perpetua evasión, en una continua demostración de que era imposible derrotarle a menos que se le ejecutase, lo cual no dejaría de constituir una evasión con éxito.
Y si épicas, embriagadoras, resultan las páginas dedicadas a sus intentos fallidos, no lo es menos el largo pasaje, en el que se describe la evasión que tuvo éxito, sólo porque durante largos meses consiguieron escapar a los policías y carceleros que les perseguían y sobrevivir en un ambiente completamente hostil.
En efecto, completamente hostil. En el campo, rodeado de soplones y de carceleros, de personas interesadas en traicionarles y castigarles, los prisioneros podían abandonarse a la fantasía de que fuera les esperaba un mundo mejor, un mundo en el que podrían desaparecer sin dejar rastro y comenzar una vida nueva, sin que nadie supiera de lo que habían sido, del zek que nunca dejarían de ser. Sin embargo, toda la URSS no era más que una inmensa prisión, donde convenía ser de los que delataban y de los que encarcelaban, para evitar ser arrojados en los círculos inferiores del infierno, en el GULAG que todos temían y del que nadie había vuelto, como ocurre con la muerte.
Todo el mundo exterior era por tanto su enemigo. Nadie querría ayudarles, por temor al castigo, y muchos cooperarían activamente en entregarlos a las autoridades. Si nadie en quien confiar, sin nadie que quisiese ayudarles, no les quedaba otra que huir eternamente, robando lo que necesitaban, asesinado si llegara el caso... perdiendo esa misma humanidad que tan trabajosamente habían reconquistado.
Así ocurrió que cuando Temno y su compañero, tras escapar del Gulag, tras sobrevivir al inmenso desierto que les separaba de la civilización, tras eludir y confundir una y otra vez a sus perseguidores, llegan a la civilización, representada por las ciudades y el ferrocarril que podría llevarles a cualquier lugar de la tierra, se encuentran una familia que desciende el río en una gabarra. Una familia, eso es lo importante, que tiene dinero, tiene comida, tiene herramientas y tiene papeles que les permiten moverse sin sospechas y sin miedo, en el reino de la desconfianza mutua que era la URSS de Stalin.
Así que deciden asesinarlos y quedarse con todo eso. Una decisión que nadie podría reprocharles si pensamos en su situación.
Una decisión que es presentida por el cabeza de familia, que se queda en la gabarra, como esos animales que se sacrifican voluntariamente al depredador que les persigue para salvar a sus crías, mientras su mujer corre a refugiarse entre los cañaverales.
Una decisión que sólo es evitada en el momento en que Temno va a descargar el golpe fatal, por un gatito blanco que viene a restregarse entre sus piernas.
Una de estas casualidades que decide un destino y que cambia una vida.
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