Luciano de Samósata, Zeus confundido
Había señalado en entradas anteriores, el profundo desdén con que Luciano contempla a la sociedad de su tiempo, o mejor dicho, a aquellos que, en su tiempo, se consideran, por una razón u otra, mejores que los demás. Lo que no había señalado es el atéismo militante de sus escritos, un ateísmo combativo que no conoce limitación alguna, y que no duda en recurrir al insulto y la burla, para conseguir sus objetivos.
Sin embargo, para comprender ese ateísmo de Luciano, hay que examinar primero el clima religioso de su época, el siglo II después de Cristo, puesto que si no se hace así, se corre el riesgo de pasar por alto la lejanía espiritual que nos separa de él... aunque aparentemenr nos parezca tan cercano.
Y es que ocurre que todos nosotros, al menos los habitantes de Europa Occidental, el único contacto que tenemos con la religión, creamos en ella o no, es con sus variantes monoteístas y además con aquellas que prometen un paraíso más allá del cielo, donde se podrá vivir una vida sobrehumana, al abrigo de todas las calamidades y desgracias terrestres.
Sin embargo el ámbito religioso en el que vive Luciano, es el de un politeísmo, donde los dioses no pasan de ser unos gobernantes terrestres, encaramados al poder por medios no demasiado lícitos y que gobiernan el mundo dejándose llevar por sus deseos y caprichos, violentando demasiado a menudo las leyes que han dictado a los mortales. Además, la vida ultraterrena no es tal, o al menos no es tal y como la queríamos nosotros, el destino que espera a los muertos es el de convertirse en sombras y de vagar por el reíno subterráneo de Hades, olvidados de los vivos y siempre hambrientos de libaciones y ofrendas.
Podríamos intuir ya las razones del atéismo de Luciano, puesto que su ataque frontal a los dioses comparte la misma motiviación que sus ataques a los hombres. En cierta manera, los dioses representan el paradigma de lo que el detesta en la humanidad, el creerse por encima de los demás y el arrogarse por eso derechos que no se merecen, especialmente el de vivir a costa de los otros y dictarles como deben conducirse, aunque el legislador se lo salte a la torera.
Sin embargo, dicho así, podría parecer que esa postura de Luciano, el ataque furibundo contra la religión y los dioses, es algo ajeno a nuestra época, puesto que el objeto de su crítica, el politeísmo, es completamente distinto a las religiones monotéistas actuales, cristianismo, judaísmo e islam. Más aún, podría parecer que en cierta manera las justifica al demostrar el absurdo del politéismo.
Sin embargo, concluir así sería dejar de lado otro elemento del ambiente de la sociedad del siglo II, en concreto, que e l tiempo que vive Luciano no es un tiempo de apogeo del paganismo. El mismo Plutarco, del que ya he hablado con anterioridad, nos lo confirma, santuarios que habían sido reverenciados duranta siglos empezaban a ser abandonados e incluso los más famosos como Delfos, empezaban a notar cierta baja en su actividad. Poco a poco lo que había constituido la esencia del paganismo dejaba de gustar, y las gentes preferían las explicaciones de la filosofía o el encanto de otras religiones... hasta el extremo de que el paganismo tradicional empezaba a ser explicado en función de esas categorías, pensamiento laíco, religiones externas, extrañas a su propia esencia.
En cierta manera, la expansión del Helenismo a lo largo de toda Asia, y la constitución posterior del Imperio Romano, había puesto en contacto a unos provincianos como eran los griegos y romanos con el resto del mundo, enfréntandolos a todo tipo de ideas, constumbres y sociedades exóticas, que, en muchas ocasiones se contradecían entre sí, aunque todas se declarasen válidas y verdaderas.
Una situación que no podía por menos de llevar al escepticismo, a ese sentimiento de fracaso personal y social que consiste en no poder decidir qué es cierto y qué es falso, qué es util y qué es inutil, qué es beneficioso y qué es dañino. Un ambiente que lleva a dos extremos, el rechazo completo y violento de todo ese cúmulo de ideas contradictorias o la tolerancia indiferente de las mismas.
Algo que, no hace falta decirlo, es de la más rabiosa actualidad, si se me permite el tópico.
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