No llegué a ver Da hong deng long gao gao gua (La linterna roja), dirigida en 1991 por Zhang Yimou, cuando se estrenó, pero sí quedó en mi memoria, junto con Hong gao liang (Sorgo Rojo, 1987), como una de sus esenciales. Cuándo al final la pude disfrutar, a finales de los 90, me causó un impacto enorme. Al punto se convirtió en una de las películas de mi vida, posición que no ha abandonado en sucesivos visionados. Sin embargo, no por las mismas razones. Hace casi veinte años me fascinaba por su entronque con la tradición de la novela realista. Ya saben, el conflicto entre lo individual y lo colectivo que conduce, indefectiblemente, a un final desastrado, tanto por los errores del protagonista como por la inflexibilidad de su entorno social. Ahora, por el contrario, me atraen más los aspectos formales, la constatación de la maestría de un Yimou en su mejor momento creativo.
Como puede deducir de su adscripción al realismo, Da hong deng long gao gao gua es un film político. En toda novela realista que se precie existe siempre una vena de denuncia política -recuerden el famoso espejo de Stendahl- que implica una llamada a la acción. Dado que lo existente es, en esencia, injusto, se torna obligado proceder a su reforma y derribo, para así caminar hacia un orden nuevo. Por supuesto, lo que es objeto de ataque, así como el modelo propuesto para el futuro, depende mucho de la sociedad que da origen a esa novela/film. En el caso de la China de finales de los 80, la crítica se dirige contra las costumbres anticuadas de la época prerrevolucionaria, a la que se contraponen, aunque no se nombren, las conquistas de la revolución.
¿Es así? Creo que todo aquel que conozca el cine de los sistemas totalitarios sabe que una cosa son las directrices del partido y otra lo que finalmente queda plasmado en la pantalla. En especial, cuando esos regímenes intentan arrogarse un manto de respetabilidad y levantan la mano en lo que se refiere a la censura. Así, Da hong deng long gao gao gua es, ante todo, una denuncia de como el sistema del concubinato, signo de prestigio entre las clases altas de tiempos precomunistas, se configuraba como una clara jerarquía de dominación, en donde los más débiles, los díscolos o simplemente aquéllos con poca habilidad conspiratoria acaban siendo víctimas de los castigos más crueles. En especial, las mujeres, siempre a merced del menor -y el peor- de los hombres.
No obstante, esas estructuras de poder jerarquizadas no son exclusivas de esos sistemas premodernos. Como bien es sabido, son esenciales al mantenimiento de los sistemas capitalistas, papel que también ejercían en de los antiguos sistemas comunistas. Su eficacia, que les ha permitido sobrevivir a todas las ideologías, está en la simplicidad de sus sistemas de represión, cuya responsibilidad se ve difumidad. La coerción para su mantenimiento no es ejercida desde la cúpula, sino desde el escalón directamente superior. Así, en el concubinato que retrata Da hong deng long gao gao gua, la violencia sobre los criados no es ejecutada directamente por el señor, sino que éste la deja a cargo de sus esposas, las cuales combaten a su vez entre sí para ganarse el favor del amo. Favor del que depende su prestigio, su posición y, porque no decirlo, su escasa y frágil felicidad.
Esa política de divide y vencerás esta descrita con primoroso detalle en la película. En vez de unirse contra el opresor, las cuatro mujeres protagonistas se enfrascan en una guerra de todas contra todas, lo que no hace más que afianzar el poder del amo, agota las fuerzas de sus sometidas y les impide reaccionar contra las arbitrariedades que sufren. El espacio doméstico deviene así universo concentracional, donde reína la ley del más fuerte y donde los propios condenados devienen cómplices de sus torturadores, verdugos de sus propios camaradas. Asfixia, claustrofobia, subrayadas de manera sutil por Yimou, al obligar a la película a transcurrir siempre en interiores, sin permitir nunca salir a los personajes de la casa/cárcel en la que se hallan encerrados. Incluso los intentos de una de ellas por buscar aires menos viciados acaban transformados en vagar por laberintos: aunque llegue a los tejados de la casa, el exterior permanecerá invisible a sus ojos y a los nuestros.
Es aquí donde entran los valores estéticos a los que me refería antes. Si ya Yimou había jugado con el color, ahora lo lleva a su paroxismo. La fotografía alterna entre un rojo ardiente que llega a consumir a los personajes, anunciando y acompañando sus arrebatos de ira, y un azul gélido de profundidad insondable que anuncia su muerte o su caída en la locura. La lejanía y la omnipresencia del poder -que, no se olvide, se ejecuta de manera cercana, por las propias mujeres implicadas- se plasma en que nunca se mostrará al amo en primer plano, sino en planos generales. Incluso cuando, dada su cercanía a una de las mujeres protagonistas, debería aparecer en el plano, Yimou lo saca de él, lo corta y lo mutila visualmente, convirtiéndole en una suerte de mal espíritu que envenena lo que toca.
Rigor formal que conduce a magníficos hallazgos formales: entre ellos, el uso del sonido. Yimou nos acostumbra a los ruidos cotidianos de esa residencia, en especial a aquéllos que implican ascenso o caída en el favor del amo, de manera que cuando los oímos fuera de plano, sabemos que anuncían -o confirman- una derrota para el personaje que está en el encuadre. De igual manera, para mostrar el horror de un giro de los acontecimientos, Yimou adopta el punto de vista de alguien que lo observa desde la lejanía, sin jamás cortar por montaje y acercar la cámara. Logra así mostrar, al mismo tiempo, el miedo de quién observa, temeroso de seguir igual destino, y su impotencia ante esos hechos. Haga lo que haga será incapaz de impedirlos, no podrá - al igual que la cámara, al igual que los espectadores- cruzar ese espacio infranqueable que los separa.
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