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viernes, 10 de diciembre de 2021

Muret 1213, Martín Alvira

Si el campo de batalla puede quedar más o menos delimitado, mucho más difícil es saber dónde estaba el campamento del rey de Aragón, una cuestión clave a la hora de interpretar el desarrollo del choque. No pocos especialistas han hablado de campamentos en plural: uno del ejército del rey de Aragón y otro de las tropas de Raimon VI de Tolosa o de las milicias tolosanas. La cuestión no está clara. Las fuentes medievales hablan de un campamento, pero lo ocurrido en algunas fases de la batalla invita a la duda. Si sólo hubo un campamento, debió ocupar una extensión bastante grande, mucho mayor que la villa de Muret a tenor de las cifras de tropas que se barajan, lo que en parte respondería a estos interrogantes. Por otro lado, es probable que las tiendas estuvieran lo suficientemente juntas como para poder ser fortificado rápidamente, tal como propuso el conde de Tolosa en el consejo de guerra previo al choque.

Muret 1213, La batalla decisiva de la guerra contra los cátaros. Martín Alvira

En la segunda década del siglo XII se libraron tres batallas que podrían llamarse decisivas. Las Navas de Tolosa, en 1212,  decantó a favor del campo cristiano el forcejeo por los valles del Guadiana y el Tajo que caracterizó el siglo XII peninsular. La llamada reconquista iba así a alcanzar su conclusión en la primera mitad del siglo XIII, salvo por el enclave del reino de Granada. Bouvines, en 1214, convirtió al reino de Francia en la potencia predominante de Occidente durante el siglo XIII, asegurando su supervivencia frente a las apetencias del reino de Inglaterra y del Sacro Imperio Romano Germánico. La tercera batalla, Muret, librada en 1213 y narrada en el libro citado de Martín Alvira, aseguró que el Languedoc iba a ser una parte de Francia y no una posesión del reino de Aragón, que había tejido una densa red de vasallaje, durante la segunda mitad del siglo XII, entre los condados y ducados al norte de los Pirineos

Muret es una batalla que me ha fascinado desde que oí hablar de ella, siendo joven, mientras que las Navas me ha resultado algo indiferente. Por utilizar una frase hecha, la cabeza me estalló al saber lo que había ocurrido allí. No fui el único, ya que nuestra derecha nacionalista ha tenido graves problemas para aceptar y justificar el resultado de ese combate. De hecho, José María Pemán, en ese engendro historiográfico que se llama La Historia de España contada con sencillez, consiguió el milagro de narrar la batalla sin contarnos nada de ella. ¿La razón? Sus convicciones nacionalcatólicas eran incapaces de aceptar y asimilar que uno de los héroes de la jornada de Las Navas contra los musulmanes, el rey cruzado de Aragón Pedro II, hubiera podido morir al año siguiente luchando contra otros cruzados al mando de Simon de Monfort. Defendiendo, ni más ni menos, a los herejes albigenses del Languedoc, vasallos de  Aragón, que habían sido condenados por el Papa.

Sólo ese hecho -que un adalid de la cristiandad muera combatiendo al lado de sus enemigos- debería hacernos ser muy cautos a la hora de aplicar nuestros constructos mentales -o los del pasado aún reciente- a las épocas medievales. Lo que un rey de aquel tiempo pudiera considerar justo, noble o santo no tiene porque coincidir con lo que sus admiradores contemporáneos consideren esencial e irrenunciable. Por supuesto, como en todos los acontecimientos humanos, una cosa es la política y otra las convicciones. Aunque unas y otras se hallen íntimamente entrelazadas, el interés y la necesidad pueden desembocar en contradicciones irresolubles. En el caso de Pedro II, por ejemplo, su fama como defensor de la cristiandad frente al moro, no significaba que fuera a dejar en la estacada a sus vasallos del Languedoc. En especial cuando las conquistas de Simon de Monfort en esa región estaban arrasando lo construido por la política aragonesa durante la segunda mitad del siglo XII. A favor no tanto de los cruzados, sino del rey de Francia. El vencedor, el año siguiente, de la batalla de Bouvines.

El libro de Alvira describe en gran detalle el antes y después de la batalla, sus causas y sus consecuencias, ofreciendo una visión en profundidad de esa época y de las motivaciones de sus contemporáneos. Sin embargo, de toda esa información lo que más llamó la atención - en una batalla que siempre me ha fascinado- es un detalle que me habría llevado a titular esta entrada <<la fragilidad de la historia>>. En el texto, Alvira reconoce que no hay una versión común sobre el desarrollo del la batalla, sino que se han propuesto hasta diez variantes posibles, ilustradas en sendos mapas en los apéndices. Versiones que no difieren en detalles nimios, sino que son irreconciliables entre sí. Por ejemplo, es imposible ponerse de acuerdo en cómo murió el rey Pedro II o quién fue quién acabó con él.

El problema para arribar a un consenso no es la falta de información, sino su exceso. Muret tuvo una repercusión inusitada en todo el ámbito cristiano, puesto que un rey cristiano, ungido por dios y héroe en la defensa de la cristiandad, había sido abatido en un auténtico duelo judicial, con Simon de Monfort actuando como la espada del creador.  No es de extrañar, por tanto, que existan multitud de crónicas, narraciones y relatos sobre la batalla, escritas al poco de haberse librado y, en ocasiones, por testigos presenciales del combate. Sin embargo, a pesar de esta cercanía temporal y personal ninguna coincide con las otras y muchas se contradicen. El motivo es que, en la mentes de los cronistas, esa batalla se siguió combatiendo, de forma que cada cuál, en su narración arrimó a su fuego la proverbial sardina. Los aragoneses, para disculpar a su rey por el castigo de dios; los cruzados y Simón de Monfort, para ensalzar aún más su victoria; los habitantes del Languedoc, para negar todo derecho a los invasores del norte. Aquéllos que hablaban otra lengua distinta, traían consigo otras costumbres y parecían dispuestos a poner patas arriba el orden natural de las cosas.

Y si hay estos problemas con una batalla, por así decirlo, presenciada y narrada en directo, imagínense los que habrá con otras de las que las primeras menciones provienen de siglos más tarde. Por ejemplo, Covadonga, por ponerles uno que está ahora en la boca de todos. Las primeras crónicas que narran esa batalla aparecen en el último cuarto del siglo IX, durante el reinado de Alfonso III, cuando la batalla tuvo lugar en la segunda o la tercera décadas del siglo VIII, que ni la fecha exacta en seguro. Tiempo suficiente, si me permitan especular, para convertir un revés local de una columna bereber en el entorno de los Picos de Europa en un encuentro cataclísmico con cientos de miles de muertos en el bando perdedor e intervención divina a favor de los ganadores.

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