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sábado, 25 de diciembre de 2021

Into that darkness (Desde aquella obscuridad), Gitta Sereny

Gitta Sereny: Pero esta vez sabia Ud. dónde le estaban enviado; conocía lo que estaba ocurriendo en Treblinka y que era el mayor de los campos de exterminio. Era la oportunidad, al fín se enfrentaba a ella, cara a cara. ¿Por qué no dijo, allí y entonces, que no podía continuar con ese trabajo?

Fritz Stangl (Comandante del campo de exterminio de Treblinka): ¿No lo ve? Me tenían donde querían. No tenía idea de dónde estaba mi familia. ¿Los había sacado Michel? ¿O quizás los habían retenido? ¿Los habían tomado como rehenes? E incluso si estaban libres, la alternativa no había cambiado: Prohaska (antiguo superior de Stangl) continuaba en Linz. ¿Se imagina lo que podía haber ocurrido si hubiera vuelto en esas circunstancias? No, no tenía salida: era un prisionero.

Gitta Sereny: Pero aun así, aun cuando se admita que estaba en peligro, ¿no era cualquier cosa preferible que continuar con ese trabajo en Polonia?

Fritz Stangl: Sí, así se ve ahora, es lo que se dice ahora, ¿pero entonces?

Gitta Sereny: Bueno, de hecho, ahora sabemos que no se ejecutaba de forma automática a los hombres que pedían ser relevados de este tipo de servicio, ¿verdad. Ud. mismo sabía eso entonces, ¿cierto?

Fritz Stangl: Sabía que podía ocurrir que no fusilasen a alguien, pero también sabía que era más frecuente que lo hiciesen o que lo enviasen a un campo de concentración. ¿Cómo podía saber qué suerte me tocaría?

Esta línea de pensamiento, por supuesto, enhebra toda la narración de Stangl. Es la cuestión esencial ante la que, una y otra vez, me reprimí de preguntar cuando le entrevistaba. Cuando hable con él desconocía, y aún lo desconozco, cuál es el momento preciso en que una persona puede tomar, en lugar de otro, la decisión de que esa persona debe arrostrar la muerte.

Into that darkness (Desde aquella obscuridad), Gitta Sereny 

Into that darkness (publicado en español como Desde aquella obscuridad) es el relato de una ocasión única. A principios de los años setenta, la periodista Gitta Sereny pudo entrevistar en profundidad a Fritz Stangl,  antiguo comandante del campo de exterminio nazi de Treblinka. De esas largas sesiones surgió el libro que ahora les comento, en donde Sereny trazaba la trayectoria biográfica entera, desde su nacimiento a su prisión en Alemania, de este miembro de las SS, responsable directo, en su calidad de máxima autoridad de ese campo, de más de 900 mil muertes. Treblinka, bajo su mando, se convirtió el centro principal de la llamada operación Reinhardt: el exterminio de los tres millones de judíos polacos, llevado a cabo durante 1942 y 1943.

El que Sereny pudiese escribir ese libro excepcional se debió a un cúmulo de casualidades. La mayoría de los comandantes de los campos de exterminio nazis había muerto durante la guerra o al poco de terminar, bien suicidándose para evitar la captura y el juicio, bien ejecutados tras los múltiplos procesos de posguerra. Stangl, no obstante, pudo huir y refugiarse en el extranjero, primero en Siria y luego en Brasil, con la connivencia de altos cargos de la iglesia católica: en concreto, el arzobispo Alois Hudal, quien le gestionó los papeles falsos que necesitaba para cambiar de identidad. Ya en Brasil, Stangl vivió tranquilo durante décadas, donde fundó varios negocios prósperos, hasta que el eco mediático del proceso de Eichman -el llamado contable del exterminio- atrajo la atención sobre él y condujo a su extradición a Alemania en 1967. Allí fue juzgado y condenado a cadena perpetua en 1970, pero murió a los pocos meses. Justo cuando Sereny acababa de finalizar su serie de entrevistas.

¿Por qué es importante ese testimonio tan tardío? Los obtenidos en la inmediata posguerra tienen el problema de que quienes los recopilaron no eran conscientes, en muchos casos de las dimensiones gigantescas de las políticas de genocidio nazi, inconcebibles para cualquier occidental de ese tiempo. Fue inevitable que en esos registros se insertaran errores, mitos propagándisticos y exageraciones, producto de la cercanía de los hechos -piénsese, por ejemplo, como Rudolf Hoss, comandante de Auschwitz, confundió la cifra de de muertos allí con el total de asesinados durante el Holocausto-. Into that darkness, por el contrario, tiene la ventaja de que, hacia 1970, la investigación académica había alcanzado ya un cierto consenso factual -siempre corregible, obviamente- que permitía trabajar sobre bases seguras. 

Por supuesto, ante el horror de los crímenes perpetrados por Stangl, fuera de toda medida, el libro de Sereny no puede ser neutral ni equidistante. En primer lugar, porque la propia autora era judía, miembro de la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial y encargada, en la posguerra, de la repatriación de los refugiados y deportados creados por la barbarie nazi. En segundo lugar, porque la declaración de Stangl es, ante todo, exculpatoria: ya que no puede negar los hechos concretos, ampliamente probados y documentados, el antiguo comandante de Treblinka se refugia en demostrar su falta de responsabilidad sobre su ejecución.  A pesar de su alto cargo, nos dice, se limitaba a seguir órdenes, sin que se pudiese negar a cumplirlas: de su negativa podrían derivarse consecuencias terribles para él y su familia.

El libro, por conseguiente, no se limita a una mera transcripción de las declaraciones de Stangl. Una y otra vez, Sereny detiene el curso de las entrevistas y nos invita a dar un paso atrás. Es crucial poder ver el cuadro completo, desde todos los ángulos, no sólo el detalle que Stangl nos señala. En la narración se intercalan así declaraciones de otros perpetradores nazis, como Franz Suchomel, así como de supervivientes del propio campo, de manera que se descubran los silencios interesados de Stangl, al igual que las contradicciones que comete. Omisiones y distorsiones que no son causales, ni producto del descuido, la desmemoria o el azoramiento. 

Da la impresión de que, a lo largo de los muchos años de huida y ocultación, Stangl hubiera ido preparando una versión coherente que le colocaba en un papel secundario dentro de la maquinaria del holocausto: el de un simple operario que se limitaba a tirar de una palanca, sin conocer las consecuencias de sus actos ni ver los rostros de quienes las sufrían. Esa disminución de su responsabilidad es más inconsciente que voluntaria, ya que, al igual que los soldados que sufren stress postraumático, la mente de Stangl pareciera haber ido borrando los detalles más incómodos: aquéllos que le forzarían a aceptar que es un asesino a sangre fría. La realidad es que ni siquiera podría alegar enfermedad mental, pretender ser un psicópata, un asesino en serie, para justificar las atrocidades en las que fue cómplice, sino que fue un verdugo que llevó a cabo incontables muertes de manera consciente y premeditada, pero con el mismo hastío y desapego que un funcionario que rellena informes que nadie leerá luego.

 Esa disociación entre el Stangl ser humano con el que dialoga Sereny -amable y casi simpático, siempre solícito y dialogante con su entrevistadora, a pesar de saber que es judía- y el sanguinario oficial de las SS que no pestañeó a la hora de cumplir su misión, ni rechazó los parabienes, recompensas y promociones por el cumplimiento de esa tarea, nos aboca a un enigma irresoluble: cómo alguien que podría considerarse normal, integrado en la sociedad de su tiempo, respetado por sus iguales, acaba deviniendo, sin solución de continuidad el peor de los criminales. De hecho, la razón que aporta Stangl para esa deriva es propia de un estúpido, algo que el entrevistado no parece ser: si fue aceptando parcelas de responsabilidad cada vez mayores fue por miedo. Pero no por miedo a represalias, sobre él o sobre su familia, sino porque no quería volver a su comisaría de Linz, como subordinado de un superior a quien no tragaba.

Es decir -y fíjense en la enormidad de su argumento- si aceptó supervisar el exterminio de cientos de miles de judíos, no fue por convencimiento político o impulso psicópata, sino por no volver con el rabo entre las piernas a su viejo destino: no se sentía capaz de arrostrar las miradas de burla de sus antiguos camaradas o las humillaciones a las que le sometería su primer jefe. Estamos hablando, por tanto, de mezquindad ramplona,  no de locura demoniaca, al estilo de los films de Hollywood.

Al final, Arendt tendría razón.

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