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martes, 9 de noviembre de 2021

Les Triplettes de Belleville (2003) Sylvain Chomet

Les puede sorprender, pero hasta ayer mismo no había podido ver Les Triplettes de Belleville (2003) de  Sylvain Chomet. No porque no supiera de su fama, todo lo contrario, sino por mi habitual desapego de la actualidad. El renombre de la película de Chomete fue inusitado, tanto más en un panorama donde la animación occidental parece reducida a Disney y Pixar -el oscar de animación hace décadas que está abonado a ese conglomerado-. Así, todo el mundo había oído hablar de ella y, más importante aún, todo el mundo la había disfrutado. Por mi parte, una vez vista tengo que refrendar esa fama: es una película muy divertida, animada a la perfección y, como guinda, con una sutil retranca.

¿Sus virtudes? En primer lugar, la brillante recreación que sus primeras escenas hacen de la animación rubber hose , tan típica de los años 30 y de los estudios Fleischer, un estilo que el propio Disney -¿o habría que decir mejor Ub Iwerks?- copió a placer. Además, esas escenas evitan caer en dos errores muy comunes de esas actualizaciones: quedarse en el mero calco o, incluso peor, retorcerlos con la ironía y el desapego posmoderno. Si ese inicio se desgajase del resto de la película, para presentarlo en solitario, podría pasar muy bien por un corto perdido de los Fleischer.  Comparte con ellos su habilidad para conjugar los ritmos musicales y los animados, algo que a Disney siempre se le escapó.

Por otra parte, ya sabrán que para mí el cine mudo nunca murió, sino que se transmuto en otras formas. En concreto, la animación se ha demostrado ser especialmente apta para narrar historias sin palabras, aunque, eso sí, apoyándose en el ruido ambiente y la música. Pues bien, Les Triplettes de Belleville es una película muda con mayúsculas, en donde la expresividad de los dibujos, así como la claridad expositiva, logran que el espectador de hoy -demasiado acostumbrado a que le den la papilla- sepa en todo momento dónde está y hacia dónde se dirige la cinta. Salvo algunas sorpresas y misterios que el propio guion, con gran inteligencia, va dosificando.

La expresividad citada nos lleva a una tercera virtud de la cinta. El diseño de personajes los individualiza por entero, anticipando y ajustándose a sus personalidades descritas, al tiempo que se aleja de los estereotipos tan habituales -y tan manidos- de otras escuelas de animación. Esa personalización no se limita a su dibujo, sino que abarca, como en toda buena animación, sus movimientos. El espectador siente que se mueven conforme a como han sido dibujados y presentados por el guión, no de manera arbitraria o respondiendo a una fórmula calcada ad infinitum. La animación, por tanto, es sin tacha, en especial porque logra lo anterior sin dejarse llevar por la exageración o los aspavientos. Mejor dicho, exagerando de forma contenida, lo justo para que la percibamos como tal, pero no para que se convierta en la estrella de la función.

Locura controlada, en conclusión, que coincide con la propia del guion, en donde coexisten viejas glorias olvidadas que se alimentan sólo de ranas; madres obsesionadas con que su hijo devenga un ciclista de élite, aunque es obvio que se trata de un empeño imposible; gansters franceses en un país que recuerda demasiado a los EE.UU, donde sobreviven, se entiende, del contrabando de vino galo; para culminar en una persecución descacharrante que da la vuelta a los tópicos de esas escenas, elemento obligado en toda película de animación que se precie. Se trata de una huida alocada a velocidad reducida, en donde las armas -como granadas- y añagazas utilizadas van causando la muerte -la real, no la cómica- de los perseguidores.

Para culminar con algo que todo niño ha deseado hacer: ponerle la zancadilla a un coche.

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