Retrato Romano de El-Fayum (Egipto) |
En el CaixaForum madrileño se puede visitar una exposición de nombre La imagen humana: arte, identidades y simbolismo. Como pueden deducir, su objetivo es mostrar los muchos modos en que nuestra especie ha procedido a representarse a sí misma, pero no con un criterio histórico, sino antropológico. Es decir, sin perseguir como estas representaciones han evolucionado a lo largo de la historia -lo que podría dar lugar a falsas conclusiones de progreso y evolución-, sino comparando como diferentes culturas han abordado los mismos temas: el poder, la intimidad, la religión.
Hace apenas unos años, yo hubiera estado en contra de ese criterio expositivo -mi primera reacción cuando se reabrió el Museo de América, organizado de esa manera, fue de rechazo- pero con el tiempo me he ido dando cuenta de su pertinencia. Si realmente aspiramos a que la tierra sea el hogar de la humanidad, sin discriminaciones ni prejuicios, todas las experiencias humanas son igual de válidas y, por tanto, deben ser mostradas en un pie de igualdad. Es lo que se intenta aquí, donde da igual que una obra pertenezca a nuestro presente o haya sido creada en un pasado remoto, muchos miles de años atrás, en culturas cuyas creencias e ideales apenas llegamos a vislumbrar y con las que se han roto casi todos los lazos.
Por supuesto, este ideal no implica que se soslayen las diferencias entre culturas. De hecho la dicotomía cercanía-lejanía, comunicación-rechazo, coincidencia-divergencia, nos llevaría a otros debates para lo cuales no creo tener ni el conocimiento ni la capacidad. Lo que sí quisiera subrayar es que esa variedad en las soluciones plantea problemas casi insolubles a la exposición: si hay civilizaciones donde la imagen humana es central, otras, como el Islam o el Judaísmo, son anicónicas. Su identidad presenta profundos recelos, de origen religioso, no sólo ante la representación del cuerpo humano, sino ante su propia existencia. No puede imaginarse un mayor contraste que el existente entre la antigüedad grecorromana, donde el desnudo escultórico era omnipresente, y un Islám donde existe un pudor exagerado ante el propio cuerpo. Desprecio de nuestra envoltura material, no se olvide, que forma también parte integral del cristianismo, en cualquiera de sus variantes.
Woman, Daughter, Doll. Boushra Almutakawel |
Esa ausencia de la figura humana en una cultura esencial para la historia de la humanidad, como es el Islám, lleva a tomar algunas decisiones expositivas chocantes, Mientras recorría la exposición, me sorprendió la abundancia de obra contemporánea procedente de Irán, Pakistán y otros países musulmanes exteriores al núcleo árabe. En parte era una servidumbre, como si hubiéramos tenido que esperar hasta ayer mismo para encontrar representaciones humanas provenientes de ese ámbito cultural, transformación enmarcada y propiciada por la crisis identitaria provocada por el colonialismo occidental en sus dos facetas de cuestionamiento de la tradición heredada y de resurrección rigorista de esa misma.
Sin embargo, esta realidad anicónica no debería hacernos olvidar otra verdad igual evidente: el Islam no es monolítico. No lo es ahora, cuando las telecomunicaciones permiten que las ideas -y su imposición- lleguen a los rincones más alejados de una cultura, así que mucho menos lo fue en el pasado, cuando el aislamiento permitía la aparición de variantes locales. De hecho, en los márgenes del Islám -Turquía, Irán, India- surgieron vigorosas escuelas de pinturas que no tuvieron reparo o miedo alguno en representar la figura humana, incluyendo en ella la alegría de vivir o la figura del mismo profeta. Cubierta, eso sí, con un tupido velo.
Estas reflexiones sobre una cultura particular no deberían pensarse como menosprecio, sino apuntar a una dimensión esencial de cualquier representación de la figura humana, incluso de su ausencia: Siempre estamos hablando de arte político. Lo que nos ha sido legado, hasta ayer mismo, han sido representaciones de gobernantes, de miembros de la elite, de dioses y seres sobrenaturales. Las personas del común son, como mucho, elementos de un decorado costumbrista/pintoresco que sirve a la mayor gloria del comitente. Sólo quienes pertenecen a la élite pueden costearse unos productos artísticos que son muy caros y en cuya calidad se refleja el estatus de quien lo encargó.
Retrato del Emperador Menelik II de Etiopia |
Esa ausencia de las clases inferiores sólo ha sido paliada en el siglo XX, gracias a la tecnología, accesibles para cualquiera con casi independencia de su nivel económico. ¿Ha disminuido por ello esa carga política de épocas anteriores? Más bien al contrario, se ha intensificado. Las redes sociales permiten la difusión de versiones alternativas a las promovidas por las élites, de manera instantánea y con un alcance global. Es cierto que la censura, explícita o implícita, pueden obligar a que esas disidencias se expresen de manera solapada, pero lo cierto es que la posibilidad existe y se aprovecha. En especial, como medio de declarar la identidad sexual según las múltiples variantes que hemos (re)descubierto en Occidente en los últimos decenios y que tanto descolocan, cuando no enrabietan, a las generaciones educadas en otros parámetros.
Vertiente política que no debe hacernos olvidar otra faceta no menos importante. Esas representaciones tienen un poder evidente sobre nosotros, a nivel personal. El simple hecho de contemplar el retrato de una persona estable una una fuerte corriente de simpatía en el espectador, aunque desconozcamos todo sobre la persona allí retratada, sobre sus virtudes y sus defectos, sobre sus inclinaciones y rechazos. Es otro ser humano, igual que nosotros, y con eso nos basta.
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