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sábado, 1 de mayo de 2021

La sociedad del espectáculo (I)

Como aficionado al arte, el nombre de Guy Debord no me era desconocido. En cualquier exposición colectiva dedicada al arte occidental de postguerra siempre aparecía, asociado a dos hitos fundamentales: la internacional situacionista, de 1957 a 1972 y el tratado La Societé du Spectacle (La sociedad del espectáculo), de 1967. Sin embargo, su figura y su influencia quedaban difuminados en mi mente. Nunca me preocupé por aclarar mis lagunas sobre su pensamiento, a pesar de que en mi biblioteca figuraba su obra más famosa. Hasta hace unos meses, cuando tuve la ocasión de ver el film experimental, La Societé du Spectacle (La sociedad del espectáculo) de 1973, en el que daba forma visual a las tesis político-filosóficas del tratado del mismo nombre.

Me impresionó tanto -su visión y la de su película posterior In girum imus nocte et consumimur igni (1978)- que me embarqué de inmediato en la lectura del libro original, para acto seguido adquirir sus obras completas - en el omnibus de La Pleiade- y un pack con sus filmes -por desgracia, sin subtítulos-. Y, sin embargo, estuve a punto de perder la oportunidad de ese encuentro. El pase de La Societé du Spectacle para el que tenía entradas, en el cine Bellas Artes, estaba previsto para la primera semana del confinamiento y quedó cancelado como tantas otras actividades. Por fortuna, cuando en septiembre se reanudaron las actividades, ese mismo cine las retomó con nuevos pases de ambas películas. 
 
Fue entonces cuando me quedé con la boca abierta, algo que no suele ocurrir a mi edad. Lo que Debord mostraba, evidente en la década de 1960, era aún más relevante en la de 2020. O al menos así me lo parece. No voy a realizar aquí un análisis completo de sus tesis -ya lo haré en la entrada que dedicaré al libro- pero sí les ofreceré un breve resumen. Para Debord, el signo de la sociedad contemporánea -mejor dicho del capitalismo triunfante- es el espectáculo. Para perpetuarse, ese sistema socioecónomico construye una realidad alternativa, falsa y sin fundamento, que substituye a la realidad auténtica. Esa nueva realidad inventada se muestra en forma de espectáculo, es decir, mediante un conjunto de ideales, bienes y objetivos, diseminados de modo propagandístico, cuya realización, consecución y adquisición se consideran imprescindibles, irrenunciables. Sin ellos, la vida no tendría sentido y, no ya quien no los posea, quien no los persiga no merece un lugar en esta sociedad, aun cuando ambas conclusiones sean falsas y tengan mucho de trampa y engaño.

Es importante señalar que para Debord el espectáculo es transversal a las ideologías. Aunque su origen sea capitalista, hasta tal punto que estos sistemas no se pueden explicar sin él, los comunismos burocráticos, pujantes en los años 60, son también ejemplos perfectos de espectáculo. De hecho, para Debord el comunismo soviético -o el Maoísmo, por razones similates- no son sino capitalismos de estado, en donde la burguesía ha sido reemplazada por una élite burocrática, mientras que el sino de las clases trabajadores -la opresión económica y la sumisión al espectáculo- son iguales en un sistema que en otro. La solución, para Debord, estribaría en un comunismo asambleario, rayano en el anarquismo, que estuvo a punto de hacerse realidad en las revoluciones de 1968. Sin embargo, el fracaso de estos movimientos antiespectáculo, junto con el hundimiento de la supuesta alternativa comunista en 1989, no han hecho más que agudizar la deriva hacia el espectáculo: el neoliberalismo actual lo es por los cuatro costados, hasta extremos inimaginables por Debord.

Como pueden ver, el pensamiento de Debord es muy complejo, incluso paradójico, lo que torna casi imposible su traducción a un formato visual. Cualquier película sobre ese tema podría quedar reducida a un mero busto parlante vomitando tesis durante largas horas, algo que incluso para el espectador de antaño, acostumbrado a películas con una cadencia más lenta, habría resultado insufrible. Sin embargo, La Societé du Spectacle sortea ese riesgo con elegancia. A pesar de su dificultad conceptual, sus imágenes son de una rara fascinación hipnótica. Una vez que se conocen las tesis de Debord, es posible ver la película sin escucharla, meditando sobre qué ocultan esas imágenes y el porqué de su elección. Derivación que, sospecho, habría enrabietado y halagado a partes iguales a su autor.
 
¿Cuál es el truco? El situacionismo pretendía crear un arte sin objetos artísticos -ya hablaremos de ello en otra entrada- y una de sus estrategias era el detournement:  extraer textos, imágenes, producciones artísticas de su contexto -incluso de su significado original-, para manipularlas e insertarlas en otro muy distinto. Las fricciones y contradicciones que de allí surgían debían provocar un impacto en el espectador, que quebrase su complacencia y le obligase a tomar parte activa como cocreador de la obra de arte. De esa manera, en La Societé du Spectacle  Debord espiga en material fílmico de muy diversos orígenes:anuncios publicitarios, segmentos documentales, grandes producciones hollywoodienses, obras de propaganda soviética. Con ellas, crea un nuevo substrato visual que no es mera ilustración de las tesis de La Societé du Spectacle, sino que cobra entidad propia. Dice, muestra, señala, acerca, lo que en el razonamiento filosófico podría quedar implícito o ambiguo.

Es una pena que mi edición de esta película no tenga subtítulos. No puedo mostrarles, por ejemplo, con qué precisión se imbrica la denuncia textual del espectáculo con imágenes del cuerpo femenino utilizado para la venta de productos. Tanto en el sentido de llamar la atención sobre ese uso retorcido del erotismo como en resaltar el rasgo característico del espectáculo: proponer un mundo ideal, accesible a todos -si se tiene el dinero o la audacia suficientes- pero que en realidad es inalcanzable, puesto que no se corresponde con realidad alguna. O como las llamadas a quebrar esa realidad fantasmal -del mismo orden de la caverna platónica- se yuxtaponen a cargas de caballería en westerns o hechos de la revolución soviética: la rebeldía, rayana en el suicidio, incluso la violencia, son los únicos medios para abatir un poder que se presenta omnímodo, pero que en realidad es frágil como el cristal.

Meditaciones que derivan retrospectivas, melancólicas. En el tramo final, ya desprovisto de palabras, Debord vuelve la mirada al único instante en que ese espectáculo omnipresente, omnipotente, estuvo a punto de sucumbir: mayo del 68. Una rebeldía estudiantil que pronto se extendió a las fábricas, una revolución total, de todas las clases oprimidas, que estuvo a punto de triunfar por completo, pero a la que le falto dar el último paso, y donde Debord tuvo un papel protagonista. El de uno de esos happy few, esos afortunados a los que muchos de nosotros, crecidos ya en tiempos cínicos y desengañados, contemplábamos con envidia.

Por haber vivido la revolución tan ansiada.

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