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jueves, 1 de abril de 2021

Sólo una matanza sin sentido (y III)

 En realidad, el espíritu de Hitler es un espíritu profundamente femenino; su inteligencia, sus ambiciones, su voluntad misma no tienen nada de viril. Es un hombre débil que se refugia en la brutalidad para ocultar su falta de energía, sus sorprendentes flaquezas, su egoísmo mórbido, su orgullo sin recursos. Algo que tienen todos los dictadores, uno de sus rasgos característicos en su modo de concebir las relaciones entre hombres y acontecimientos es la envidia: la dictadura no es sólo una forma de gobierno, es la forma más completa de la envidia, tanto en lo político, como en lo moral y lo intelectual. Como todos los dictadores, Hitler se deja guiar más por sus pasiones que por sus ideas. Sus relaciones con sus antiguos partidarios, esas tropas de asalto que lo han seguido desde el primer momento, que le han permanecido fieles en las desgracia, que han compartido con él humillaciones, peligros, cárcel y que han contribuido a su gloria y a su poder, no puede explicarse más que por un sentimiento del que únicamente se extrañarán los que ignoran la naturaleza especial de los dictadores, su psicología violenta y tímida. Hitler siente envidia de los que le han ayudado a convertirse ne una figura de primera línea en la vida política alemana. Teme su orgullo, su energía, su espíritu combativo, esa voluntad valerosa y desinteresada que hace de las tropas de asalto hitlerianas un peligroso instrumento para la conquista del estado.

Curzio Malaparte, Técnicas de golpe de estado.

En la trayectoria política de Malaparte, este libro tiene una importancia capital. Publicado en 1931, sus comentarios despectivos contra Adolf Hitler, futuro dictador de Alemania -e indirectamente contra el propio Musolini- le granjearon la inquina perpetua del partido Nazi. Cuando se hicieron con el poder, cada viaje de los jerarcas alemanes a Italia acarreaba arrestos carcelarios para Malaparte, que poco a poco se fueron haciendo cada vez más largos, culminando con destierros. Como resultado, la decepción de Malaparte con el rumbo del fascismo mussoliniano se transformó en oposición abierta. Tras la rendición italiana en 1943, Malaparte se pasaría al bando aliado para luego, en la postguerra, militar en las filas comunistas. Curiosa evolución para quien había sido un fascista convencido, de los primeros en unirse al movimiento, e intelectual mimado por el régimen de Mussolini.

Técnicas de golpe de estado se ha visto rodeado de una aureola de libro antifascista que tiene bastante de falsa. Es cierto que hay un ataque directo contra Hitler, pero es más bien contra los métodos que estaba utilizando en su toma del poder: electorales y parlamentarios, a largo plazo, frente a las técnicas relámpago que habían encumbrado a Mussolini. Malaparte se embarca así en un estudio de la formas violentas de conquistar el poder de forma, pero no mediante una revolución, sino mediante un golpe de estado. ¿La diferencia? La revolución implica masas, es decir, un levantamiento popular que triunfa sobre el poder del estado por la fuerza del número, al abrumar a las fuerzas represivas. El golpe de estado, por el contrario, es obra de una minoría, que consigue tomar los centros neurálgicos del poder, para poder así paralizar al estado y doblegarlo a su voluntad.

Con ese objetivo, Malaparte restringe y amplía, a la vez, el campo de su estudio. No se queda en el siglo XX, sino que se remonta a la Revolución Francesa. Sin embargo, La mayoría de las revoluciones que convulsionarion el siglo XIX quedan fuera, al no responder al modelo de golpe de estado, pero sí entran casos como el 18 Brumario de Napoleón Bonaparte  u octubre de 1917 -así como la demolición por parte de Stalin del ascendiente ideológico de Trotski tras la muerte de Lenin- sin olvidar la marcha sobre Roma de Mussolini. La inclusión de esos ejemplos comunistas no es arbitraria. En sí, el concepto fascista de toma del poder tiene su origen en la izquierda: en concreto, en la praxis revolucionaria anarquista. 

Una de las diferencias entre el anarquismo y el marxismo estribaba en el momento de la revolución. Para la ortodoxia marxista. ésta sólo podía desencadenarse cuando se diesen las llamadas condiciones objetivas -nunca se dieron y donde triunfó el comunismo fue en países donde no debería, es decir, sin burguesía industrial dominante-. Sin embargo, para el anarquismo, la revolución debería darse de inmediato, para obrar así  un cambio súbito a la sociedad comunista sin clases. La herramienta preferida era la llamada huelga general revolucionaria, pero ésta no estaba reñida con el uso del terrorismo. Una pequeña élite de terroristas anarquistas bastaría para eliminar un reducido número de personalidades preeminentes, causando así el colapso del estado.

El terrorismo anarquista nunca llegó muy lejos, como mucho a enconar la represión del movimiento obrero. Sin embargo, el concepto de base es muy atractivo y tendría largo recorrido, tanto en el ámbito bolchevique como el fascista. De hecho, para Malaparte la formulación clásica del golpe de estado, tal y como él lo define, es la revolución de octubre de 1917, llevada a cabo, como han señalado historiadores recientes, con fuerzas mínimas, que apenas llegaron a perturbar la vida diaria de ciudades como San Petersburgo. 

¿Cómo? Mediante el uso de pequeños comandos, capaces de infiltrarse en los centros neurálgicos de una sociedad moderna -ministerios, centrales telefónicas, medios de comunicación- para hacerse con su control. El objetivo primordial consistía en aislar al gobierno de las fuerzas, militares y policiales, que aseguran su control sobre la sociedad, para reducirlo así a la impotencia y obrar su capitulación. Algo que Trotski llevó a su perfección en esos días de octubre: la toma del Palacio de Invierno no fue más que un epílogo, puesto que la victoria ya se había producido mucho antes, con la parálisis de los organismo del estado.

Ese concepto  bolchevique de toma del poder, mediante ataques quirúrgicos llevados a cabo por fuerzas mínimas, era muy atractivo para los movimientos fascistas que surgieron en los años 20 y 30. En parte, porque el triunfo de Mussolini en la Marcha sobre Roma parecía deberse a eso en exclusivas, pero sobre todo porque era la única vía posible para partidos muy, muy minoritarios en sus sociedades, caso del falangismo de José Antonio. En realidad, la victoria de Mussolini sólo se debió a la connivencia de las élites conservadoras italianas, para las que el fascismo parecía el único medio para parar a un Marxismo en alza, mientras que en España, el ascenso del falangismo sólo tuvo lugar a lomos de un golpe de estado militar tornado en guerra civil.

Terminamos donde habíamos empezado: en Hitler. Porque el futuro dictador sí que intento tomar el poder con un golpe de estado violento: el Putsch de Munich de 1923, que terminó en desastre. Fue sólo entonces cuando decidió seguir la vía parlamentaria, además de coquetear con los partidos tradicionales de derecha. Alianza a la que, ya en el poder, no dudó en sacrificar los sectores más turbulentos de sus movimiento: las SA de Röhm.

Al fin y al cabo eran los industriales y el ejército los que podían suministrarle los medios para conquistar Europa, no una pandilla de desharrapados fanáticos.

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