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domingo, 11 de abril de 2021

Las nieblas de nuestro medievo (y II)

Ellos solos conocen las estratagemas para introducirse en castillos y ciudades bien guardadas. Estrictamente unidos, codo con codo -sólo son vulnerables en desbandada o en marcha- construyen una fortaleza viviente en medio de la batalla, un muro inquebrantable, erizado de picas, un abrigo seguro donde puedan refugiarse los señores que les pagan, para así recobrar el aliento, y de donde salen los dardos que, matando los caballos, dislocan las cargas contrarios. La presencia de estos partidarios de Satán introduce el desorden en el seno de las guerras más justas, dificulta el lance regular, leal; todas las reglas se tornan hueras puesto que no hay defensa que les resista, ni armaduras ni murallas, y son capaces de acosar a la caballería en sus refugios más seguros. En realidad, envenenan la cristiandad: la corrompen de igual modo que los heréticos.

Georges Duby, El domingo de Bouvines.

Dos consideraciones. Es cierto que esta serie de entradas está dedicada a nuestro medievo, por lo que una mención a la batalla de Bouvines de 1214 -narrada además por un historiador francés- quedaría fuera de lugar. Sin embargo, al inicio del siglo XIII se libran tres batallas campales -las Navas en 1212, Muret en 1213 y la propia Bouvines- que tienen una importancia capital en la historia Europea de la Baja Edad Media: van a reconfigurar el mapa político europeo, sancionar tendencias de largo plazo o resolver conflictos que se arrastraban desde generaciones, sin olvidar la rareza que una batalla campal tiene en la  guerra medieval, no digamos ya tres tan seguidas. En el caso de Bouvines, esa batalla va a poner punto final al  conflicto secular entre los Plantagenet normando-ingleses y los Capetos de la Île-de-France. Los Capetos y el reino de Francia se erigirán como potencia europea, que afianzará su dominio sobre Normandía, Aquitania y Occitania, al tiempo que extenderá su control a Nápoles y Sicilia una vez que se extinga la dinastía alemana de Hohenstaufen.

Por otra parte, aunque reconozco su importancia e influencia, tengo muchos problemas con los libros de Georges Duby. Aunque recoge hechos y conclusiones muy interesantes, me da la impresión de que tiende a divagar: sus libros no tratan en realidad del tema propuesto en el título, sino que éste sirve como excusa para investigar lo que le interesa a Duby. En concreto, en este análisis de Bouvines, las causas y consecuencias de la batalla quedan difuminadas, de manera que parece surgir de la nada y disolverse en ella. En realidad, de lo que nos habla Duby es de un algo que en mi juventud se llamaba «mentalidad colectiva». Ese concepto hace referencia a la estructura ideológica de una sociedad, en la que todos somos educados y que determina nuestras acciones. Se establece así un circuito de realimentación, en donde una estructura socioeconónica crea unas ideas para sustentarse a sí misma -al modo marxista- pero donde ésas ideas modifican y transforman, a su vez, la misma estructura de la que surgen -en oposición al marxismo-.

Les explico con un ejemplo. Un género de los juegos de ordenador es el de estrategia. En ellos, el jugador dispone de una serie de unidades -por ejemplo, caballeros, peones, lanceros, arqueros, ballesteros- de diferentes capacidades y debilidades. El jugador contemporáneo intentará equilibrar sus ejércitos para que unas unidades cubran a otras, los reconfigurará según sea la disposición enemiga, e intentará que entren en combate en el mejor momento. Sin embargo, este modo de actuar es ahistórico. El comandante medieval, a la hora de entrar en combate, aplicará otras consideraciones, bastantes de ellas sin relación alguna con la efectividad u oportunidad de las unidades de que dispone y producto de ese soporte ideológico al que hacía antes referencia.

En el caso de Bouvines, los comandantes -el rey de Francia, el emperador alemán, los nobles que les acompañan- pertenecen a clase de caballeros acorazados cuya forma de combate es la carga en orden cerrado, lanzas en ristre. Dada esa identificación entre nobleza y caballería, la manera principal de librar la guerra y de ganar las batallas es mediante esa herramienta y esa táctica. El resto de unidades -peones, arqueros, piqueros, ballesteros- son auxiliares, formaciones que pueden servir de apoyo pero que no pueden tomar un papel protagonista. La victoria sólo puede ser obra de la caballería y no será la primera vez que un comandante medieval retiene a esas tropas cuando están a punto de ganar el día, para que así ese honor recaiga en la nobleza. A su vez, no será tampoco primera vez que esas reticencias -o su contrario, la precipitación- lleven a una derrota sin paliativos, como había ocurrido, el año antes, a Pedro I de Aragón en Muret.

Esa división, entre nobles y plebeyos, implica también una valoración: hay formas nobles e innobles de hacer la guerra. La manera noble es la de los caballeros, que supone una variante del torneo, que de igual manera se supone incruenta. El objetivo no es acabar con la vida del caballero oponente, quien puede morir por accidente, como en una justa, sino capturarlo y obligarle a pagar rescate. Se trata así de heredar la gloria y los honores del contrario mediante su derrota -idea que perdurará en la novelas de caballería, pero que tiene mucho de magia simpática-, tras la que se oculta un claro interés crematístico: no es sólo la gloria lo que se adquiere, sino el caballo, la armadura y - por qué no- las riquezas y tierras del derrotado, en forma de rescate por su liberación.

Esa guerra noble no se aplica al combate con los plebeyos, a los que se supone inferiores, traicioneros y bárbaros. Unidades como los routiers -compañías itinerantes que marchaban al combate con sus familias y posesiones- eran temidas y despreciadas a un tiempo, como muestra el pasaje arriba citado. Por sí solas -como harían los piqueros suizos un siglo mas tarde o los tercios del XVI- eran capaces de contener y quebrar las cargas de la caballería noble, incluso de derrotarlas y ponerlas en fuga. Además, al no pertenecer al mundo caballeresco, no se sentían ligados a las normas de combate de la nobleza. Su guerra era una guerra de exterminio y saqueo, en el que el caballero caído era muerto y robado. Un comportamiento que tenía mucho de venganza,  muchos routiers eran siervos fugados, y que se insertaba en un circulo vicioso incesante de represalias: los nobles ejecutaban sin piedad a los routiers que caían en sus manos, mientras que éstos no daban cuartel a sus nobles.

Al final, los routiers solían salir perdiendo, por cuestiones también ideológicas. Aunque los ejércitos medievales podían hacer uso de estos mercenarios, sobre su efectividad primaba una solidaridad de clase. Los caballeros podían comprenderse, simpatizar entre sí, mientras que de los routiers les separaba un abismo cultural. En caso de duda, de conflicto, el comandante medieval, noble de cuna, se alinearía siempre con los suyos: sería magnánimo con otros nobles, inflexibles con los inferiores. Una conducta santificada por una ideología que colocaba a los routiers fuera del esquema tripartito medieval de clérigos, guerreros y siervos: como una excrecencia que había que extirpar si se quería conservar el orden establecido por Dios.

Contradicciones que nos llevan a otro punto no menos importante: la inseguridad de los siglos XI y XII en el medievo europeo. Dada la ausencia de poderes centrales -o de enemigos externos- el estado habitual de los reinos cristianos era el de guerra continua entre los diferentes nobles. Guerra que no se expresaba en términos de batallas campales, sino de incursiones y correrías. Esa inestabilidad estructural  favorecía la aparición de compañías de mercenarios itinerantes, como los routiers, pero  propiciaba también las milicias ciudadanas, encargadas de la protección del área de influencia de una ciudad o un obispado. 

Evolución que, en nuestro medievo, es menos notable, dada la presencia del enemigo externo musulmán. Esa violencia inherente al orden feudal se dirigía, en su mayor parte, no contra otros nobles o contra la población, sino contra el extranjero del sur, de donde se podían obtener riquezas y esclavos.

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