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domingo, 28 de marzo de 2021

Las nieblas de nuestro medievo (I)

 El modelo de combatiente cristiano que lucha al servicio de un califa almohade como medio para ganarse la vida tiene en la figura de Gerardo Sempavo un «ejemplar» verdaderamente interesante. Son muchas las lagunas y dudas que tenemos en torno a esete personaje, pero todo permite pensar que se trata esencial mente de un «hombre de frontera» a caballo entre dos mundos, que hace de la actividad militar un modo de vida y un medio de promoción económica y social. Aparece en la escena política peninsular a mediados de los años sesenta del siglo XII cuando -aprovechando las dificultades que los Almohades tenían en la zona levantina para imponerse a Ibn Mardanis y en connivencia con el rey de Portugal- se hizo con el control de un buen número de fortificaciones y ciudades: entre 1165 y 1169 arrebató a los musulmanes Trujillo, Évora, Cáceres, Montánchez, Serpa y Jurumeña. En el último de los años citados estuvo a punto de conquistar el núcleo almohade más importante en la zona, Badajoz, y sólo la colaboración entre la guarnición norteafricana y las fuerzas de Fernando II de León -preocupado por el avance de la influencia lusa en la zona- consiguió detenerlo.

Francisco García Fitz, Las Navas de Tolosa

Les confieso que el Medievo peninsular es una época que me fascina. Sin embargo, comparado con otros periodos, mi conocimiento es muy fragmentario e imperfecto. Puede ser una ilusión mía, pero encuentro que es muy fácil conseguir información detallada de la Edad Media de otras regiones europeas, pero es bastante complicado hacer lo mismo en lo referente a la evolución de nuestros reinos peninsulares. Mas allá de la consabida retahíla de reyes y dinastías, la evolución política, social y cultural queda muy difuminada. En especial, las complejas relaciones entre las coronas hispanas y de éstas con el Islám, entidades que demasiadas veces quedan aisladas, encarceladas, en su propio entorno. Se transmite la impresión de que su historia se puede explicar sólo por sí misma, cuando lo contrario es la norma.

Gran parte de esta falta de información se debe a nuestra turbulenta historia contemporánea. El nacionalcatolicismo franquista utilizó los diferentes mitos fundacionales peninsulares, en especial los del reíno de Castilla, para justificar la legitimidad de su régimen, prefigurado desde la antigüedad más remota. Ese espejismo sigue demasiado vivo en nuestro presente, como parte del ideario propagado por ciertos partidos políticos y sus voceros intelectuales. Por otra parte, como reacción deformante, en los nacionalismos periféricos se han construido mitos similares de carácter local, tan endebles y tan influyentes como sus contrarios ideológicos. 

Por eso es de agradecer un libro como el de García Fitz, que toma un acontecimiento con fuertes connotaciones ideológicas, como Las Navas de Tolosa, para realizar un análisis transversal de las diferentes sociedades ibéricas en la segunda mitad del siglo XII. En los círculos nacionalistas antes citados, la batalla de 1212 entre cristianos y musulmanes se idealiza como cumbre de la reconquista, símbolo de la unidad de España y, de forma velada en nuestro presente, prueba fehaciente de la única religión verdadera. Sin embargo, todo ese ramaje ideológico oculta una realidad mucho más interesante: las múltiples relaciones que entrelazaban y separaban los reinos medievales, sin importar la religión de cada cual. En sus encuentros y desencuentros primaban mucho más los intereses políticos del momento que los ideales sacrosantos.

 

Al leer este libro, una de mis sorpresas fue un detalle evidente, pero que en el que nunca había reparado: la batalla campal era una excepción en la guerra medieval. Las operaciones bélicas eran, en su gran mayoría, correrías, incursiones, intentonas golpes de mano y asedio. El objetivo era ir desgastando la base económica y el control enemigo del territorio disputado de manera que se produjese su abandono: bien porque la población emigraba, buscando refugio en regiones más seguras, o porque los costes de mantener su ocupación se hacían insostenibles. El ideal era tomar una fortaleza en territorio enemigo desde la cual se lanzasen razzias continuas, arrasando cosechas y tomando cautivos, de forma que se hiciera imposible cualquier vida normal en esa zona. En ese contexto, las batallas campales solían surgir por azar, de ordinario como respuesta ante un esfuerzo enemigo: por ejemplo, el sitio de una plaza estratégica.

Sin embargo, esto no acaba de explicar la escasez de batallas campales. Piénsese que hubo reinados, como el de Fernando III, dónde no tuvo lugar ninguna, tanto más sorprendente cuando entonces se produjo el gran avance de la reconquista. La razón es que el resultado de una batalla campal era impredecible, al tiempo que una derrota era catastrófica. Los capitanes medievales tenían fuertes reticencias a embarcarse en una batalla de esas características ya que no podían calcular riesgos y fortalezas. No porque no fuera posible, sino porque el combate se decidía en un instante, por un golpe de suerte. Demasiadas veces, ejércitos muy numerosos eran aplastados por fuerzas muy inferiores, sólo porque una carga decidida había acertado con el punto débil del enemigo, desorganizándolo por completo y poniéndolo en fuga.

Por otra parte, mantener un ejército numeroso en campaña -del orden de mil caballeros- era muy complejo y superaba las capacidades de logística medievales. Un expedición de saqueo se podía mover con gran rapidez y vivir sobre el terreno, mientras que un gran contingente lo hacía con lentitud y necesitaba de un flujo constante de vituallas desde la retaguardia. Esto limitaba el alcance - las Navas, por ejemplo, estaban en el límite de un ejército cristiano con base en Toledo-, y el tiempo que se podía estar en campaña -poco más de un mes y pico-. Se dieron casos, como la campaña almohade contra Huete, que un ejército completo tuvo que retirarse, falto de suministros, y se deshizo en la retirada, con consecuencias similares a una derrota en una batalla campal.

Las Navas de Tolosa fue, por tanto, una excepción, ya que la guerra se librada de otro modo muy distinto. No es la única pues, aunque pueda sorprender a muchos, en el bando musulman militaban fuerzas cristianas. Esto no era una rareza, ya que que ya desde el siglo XI -recordemos al Cid- las taifas contrabana mesnadas para que les ayudasen a defenderse frente a sus enemigos. El caballero acorazado y con lanza, que cargaba en formación cerrada contra el enemigo era un factor decisivo en cualquier combate, siempre que se dieran las condiciones adecuadas y acompañase la suerte. Sin embargo, lo importante de esta participación cristiana del lado almohade es que nos muestra lo porosas que eran las fronteras ideológicas entre Cristiandad y el Islám, al contrario de lo que nos ha hecho creer la propaganda nacionalista sobre las Navas.

Como sabrán, el núcleo fundamental del mito de las Navas es la unidad de los cristianos - y por ende España- frente al invasor islámico. Sin embargo, se olvida decir que el rey de León, Fernando IX, no estaba presente en la batalla e incluso no tuvo reparos en iniciar hostilidades contre Fernando VIII, rey de Castilla, aprovechando que las fuerzas castellanes estaban involucradas fuera del reino. El reparto de la Corona de Castilla y León, efectuado por Alfonso VII entre sus hijos, fue traumático para ambos reínos. Durante las segunda mitad del siglo XII, se enzarzaron en guerras continuas, sin tener reparos en apoyarse en los enemigos del otro, ya fueran almohades o portugueses, para avanzar sus posiciones. Esta desgarro se extendió a la nobleza, con posesiones en ambos reinos, conduciendo a una guerra civil larvada en Castilla entre los Castro y los Lara, con miembros de ambas familias pasando a servir a los almohades.

Por otra parte, ese monolitismo entre cristianos y musulmanes se quiebra también cuando se examina la política de la segunda mitad del siglo XII. El enemigo más temible de los almohades no fue ninguno de los monarcas crisitianos, sino la taifa de Murcia, gobernada por el llamado rey Lobo, ibn Mardanis. Su acción impidió una rápido afianzamiento de los almohades sobre los restos del imperio almoravide en Al-Andalus. El ajuste de cuentas con Castilla  ser retrasó así hasta casi acabado el siglo XII. Piénsese lo que podría haber ocurrido si Alarcos, con el desastre sin paliativos que acarreó, hubiera tenido lugar en 1170 o 1180 en vez de en 1196.

Ibn Mardanis no fue el único baluarte contra los almohades. En Extremadura surgió una figura muy semejante al Cid, sin apenas reflejo en la historiografía española, dado su origen portugués. Se trata de Gerardo Sempavor, que, como el Cid, va a forjar su propio reíno en territorio musulman, en torno a Cáceres y Trujivllo, sirviendo de tapón frente a la infiltración almohade. Al igual que el Cid, su dominio va a ser efímero y no va a dejar huellas duraderas, con el mismo Sempavor pasándose al bando almohade, donde será ejecutado por espía. Su caída, además, no se debió tanto al poder militar almohade, sino a las intrigas cristianas. El reíno de Sempavor cortaba las vías de expansión leonesas, por lo que Fernando II y Alfonso IX hicieron lo posible para minar su dominio, incluyendo colaborar con los Almohades.

Como ven el tema es inagotable y apenas he tenido tiempo para algunas pinceladas. Lo mejor que pueden hacer es embarcarse en la lectura de la obra de García Fitz, otra gran lectura de las muchas que encontrado en estos tiempos locos de pandemia, aunque mi rendimiento lector haya decrecido bastante.

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