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jueves, 7 de enero de 2021

La juventud recobrada

Tenía medio escrito mi comentario de Ya Cuba (Soy Cuba, 1965), de Mijail Kalatozov, pero lo he tenido que borrar entero: no estaba yendo en la dirección que quería. Mi idea de partida es que Soy Cuba -prefiero llamarla así por estar hablada enteramente en español- es un OVNI en el cine de los años sesenta. Tanto estética, como temática e ideológicamente, pertenece a un cine de varias décadas atrás, el del cine soviético de los años 20, mientras que el cine coetáneo seguía ya otros derroteros. En aquel tiempo, me imaginó, parecería anticuada, incluso reaccionaria, aunque, como suele ocurrir en la evolución  de las artes, acabó siendo descubierta en los noventa por cineastas jóvenes -y no tan jóvenes- que la tomaron como inspiración y ejemplo, cuando no la copiaron directamente.

¿Cuáles son esas concomitancias con el cine del primer periodo soviético? En primer lugar la fe inquebrantable en la revolución, que además, salvo escasas referencias, se supone popular y anónima, de urgencia tal que incluso medrosos, indiferentes y neutrales se unieron a ella. Muchas de las escenas de Soy Cuba, ambientadas en la cuba de finales de los cincuenta, antes del triunfo de la revolución, bien podrían haber sido trasladadas, sin demasiados cambios, al Moscú o Petrogrado de 1917. Incluso la evolución en la toma de consciencia de los presonajes - de la sumisión callada de la víctimas de la opresión a la toma de las armas en legítima defensa, pasando por la rebeldía ciega o desorganizada- replica el peregrinaje ideológico de los protagonistas de las películas mudas soviéticas, como ocurría en la obras de Pudovkin o Dovjenko. No tanto en las de Eisenstein, mucho más abstractas.

Ese modo de ilustrar la revolución estaba bastante pasado de moda en los años 60, a ambos lados del telón de acero. En la URSS, porque las cicatrices del estalisnismo hacían muy difícil ensalzar las revoluciones del pasado, en especial de un modo inocente y esperanzado. No es de extrañar que si Soy Cuba pudo hacerlo así es porque la revolución cubana, a principios de los sesenta, aún estaba revestida por un aura virginal: existía la clara posibilidad de hacer, esta vez, las cosas bien. En los países de occidente, aunque compartían esa misma fascinación por Fidel y la revolución, la mirada era mucho más cautelosa, cuando no desengañada, en especial tras el fracaso del 68. La rebeldía izquierdista estaba encabezada por una juventud contestataria y transgresora, con claros visos anarquistas, que dirigía sus tiros contra todas las estructuras de poder, ya fueran comunistas o capitalistas. De hecho, en muchos aspectos, el 68 podría asimilarse a una guerra civil dentro de la izquierda europea, cuando no un conflicto generacional

Debido a esos resquemores ante la revolución, compartidos a ambos lados del telón de acero, es sorprendente que una película oficial pueda hablar de ella con tal energía juveníl. Propia de los sesenta, pero en oposición a cómo la juventud de esa época buscaba mostrarse, es decir, negando toda jerarquía, derribando toda autoridad. Ese ímpetu, esa entrega al ideal, de Soy Cuba se extiende asímismo al aspecto estético, tan audaz y desaforado como las mejores obras de la década de los sesenta, sólo que, de nuevo, en contradicción y discordancia con lo que la Nouvelle Vague, the New Hollywood, el Novo Cinema o la British New Wave pretendían.  Los cineastas jóvenes de los sesenta buscaban  dar un acabado de desarreglo, de imperfección e improvisación, del que se desprendiese una impresión de espontaneidad y cercanía. Plasmación estética de ese rechazo de las reglas y el buen gusto que es central a la ideología juvenil de los sesenta.

Sin embargo, en Soy Cuba todo está planificado, calculado, embellecido, hasta el más mínimo detalle, lo que no implica que sea académica. No hay olvidar que se trata de una película de los años veinte perdida en otra década, ni que en las películas de fines del mudo se acuñó, por primera vez, el concepto de liberación de la cámara. Es decir, una cámara móvil, capaz de seguir a las personajes en todas sus evoluciones y que, en ocasiones, se torna incluso acrobática. Esa cámara liberada -que no significa cámara al hombro, ni de corresponsal o de smartphone- es omnipresente en Soy Cuba, plasmándose en travellings suntuosos, de complejidad casi irresoluble, donde se mezclan diferentes personajes y situaciones. Un modo que volvió a ponerse de moda, no por casualidad, en los 90 -recuerden  Magnolia (1999) de Paul .Thomas. Anderson- y que los CGI y el ordenador han resucitado en nuestro presente, permitiendo movimientos de cámara imposible o planos-secuencia de longitud indefinida - caso de Diqiu zuihou de yewan (Largo viaje hacia la noche, 2018)  de Bi Gan o 1917 (2019) de Sam Mendes.

Únase a esto una utilización continua de planos enfáticos -picados, contrapicados, profundidad de campo vertiginosa, encuadres diagonales e inclinados, lentes deformantes- y tendremos una película que para cualquier cineasta joven de los sesenta hubiera representado el enemigo a batir. De hecho, la película debería haberse derrumbado sobre sí misma, producto de su propia grandilocuencia y ampulosidad. Y sin embargo, no ocurre así. Su desbordante energía juvenil, aunque con herramientas  anticuadas, provoca al principio asombro, luego admiración, para acabar disipando todas las reservas que pudieran tenerse hacia su contenido y su forma. Además de por lo dicho, porque otra de esas reminiscencias de los años 20 es que que se trata de una película casi muda. Es decir, un film donde el sonido es un elemento más, pero lo primordial, el auténtico transmisor del mensaje, es la imagen.

Un OVNI fílmico, como les decía, por lo ya dicho y porque su arrollador entusiasmo es obra de un cineasta ya viejo por aquel entonces, otra reliquia viviente del primer cine soviético.

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