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miércoles, 27 de enero de 2021

En busca de Varda (XX): Les glaneurs et la glaneuse (Los espigadores y la espigadora,2000)

Durante los años 90, Agnès Varda parecía enfrascada en glosar la biografía y obra de su marido, así como la historia del cine en general. Ya les indiqué que esas películas no me parecían tan redondas -ni con tanta resonancia- como las anteriores, así que estaba intrigado por comprobar si marcaban el inicio de su decadencia o si, por el contrario, eran un paréntesis antes de volver por sus fueros. Por suerte, ha sido lo segundo, ya que en Les glaneurs et la glaneuse (Los espigadores y la espigadora), del año 2000, tenemos a la Varda que sale al mundo, intentando reflejar la vida de personas que suelen pasar desapercibidas a nuestra mirada, sin que esto implique inferioridad o menosprecio. Todo lo contrario, ya que, como recordarán, Varda tiene la virtud de intimar con cualquiera, hasta conseguir que compartir con ella sus confidencias.

El punto de partida es simple. En la pintura francesa de mediados del XIX surgió un subgenero que podríamos llamar el de las espigadoras. El ejemplo más famoso es el cuadro homónimo de Millet, pero, perdidos en museos provinciales y almacenes, hay muchas otras muestras. Ese término, el de espigadores, indica a aquellas personas que, una vez realizada la siega, recorrían los campos en busca de las espigas que los segadores no habían recogido. Esta costumbre tenía protección legal desde muy antiguo, obedeciendo una regulación muy precisas, puesto que representaba un medio de alivio de la pobreza: aquéllos que no tenían tierra ni oficio, obtenían así acceso a los frutos de la tierra.

Dicho así, parecería una cosa del pasado, sin relación con el mundo del presente, pero a Varda le sirve de acicate para recorrer Francia en busca de posibles espigadores contemporáneos. Para su sorpresa, y también la nuestra, el espigador es una figura corriente, aunque no demasiado visible, que incluye no sólo a pobres y marginados, sino a ricos y ociosos. Es cierto que ha perdido ese significado de institución social protegida por las leyes -las mismas que siguen permitiendo y regulando su práctica-, pero no el sentido de válvula de escape en una sociedad basada en el despilfarro

En la actualidad, el despilfarro es uno de los motores de la economía. Una buena de la parte de la comida que se cultiva se deja pudrir, sin recogerla, mientras que otra fracción de la que llega a los mercados se tira a la basura cada día. No porque esté en mal estado, sino porque no cumple con ciertos criterios estéticos del consumidor o, simplemente, porque no se le puede dar salida al punto. Alimentos que podrían servir de ayuda a los necesitados, pero que destruimos sin dudarlo, como algo natural y corriente . Y quien habla de comida, habla de cualquier producto de los que llenan nuestros escaparates y de los que presume nuestra sociedad de consumo. Aquélla que produce de todo, en cantidades fenomenales, pero que luego sólo sabe crear basura a espuertas, pero no surtir a su población de alimentos o sacar de la pobreza a quienes caen en ella.

¿Critica social? Por supuesto, pero no de manera burda, gesticulante o manipuladora. Recuerden que el centro de atención, en toda la filmografía de Varda, es la persona, no las abstracciones. A esas personas reales que son protagonistas en sus películas, Varda les permite hablar sin interrupciones, ni induciéndoles a decir lo que no piensan, en la esperanza de que seamos nosotros, los espectadores quienes saquemos las conclusiones pertinentes. Por ejemplo, en la larga secuencia de los espigadores de las patatas, la directora muestra como la mecanización de la recogida facilita que, apenas finalizada la cosecha, un grupo de espigadores, al estilo tradicional, recoja los que las máquinas (aún) no atinan a llevarse.

Hasta ahí estaríamos en el caso clásico, el representado por los pintores del siglo XIX, pero nuestra sociedad de consumo ha creado otra clase muy distinta. Cuando las patatas se clasifican para ser empaquetadas, un porcentaje se desecha. No porque están malas o sean incomestibles, sino porque no tienen el color o el tamaño que el consumidor desea. Esas patatas buenas se abandonan, en pilas de varias toneladas, en medio de los campos. Es entonces cuando surgen esos segundos espigadores, los que no tienen otro sustento y van persiguiendo a esos camiones de "basura", para llenar sus capachos con provisiones para varias semanas. 

Son los invisibles del sistema. Aquéllos que no pertenecen ya a él y que sobreviven por medios cuya  existencia no se reconoce. Seres marginales que, en otra vuelta de tuerca, no tienen por qué ser pobres, ni sin recursos. El despilfarro es tal, que ni siquiera un ejército de desheredados podría dar cuenta de él, así que queda espacio para gente de posibles se beneficie de él, sea por interés o por mero sentimiento de escándalo. Gentes de orígenes muy variopintos que, si se cruzasen por la calle, no se reconocerían como iguales, pero a las que hermana esa necesidad por impedir que nada se eche a perder. Gentes incluso que, como el semivagabundo de las capturas que abren esta entrada, han hecho del espigado su modo de vida, su rasgo distintivo, colocándose aparte de la sociedad de manera definitiva.

Espigadores que, al final, en este mundo de redes sociales, hemos devenido todos, aunque sea virtuales.

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