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miércoles, 18 de noviembre de 2020

La vista hacia atrás

Those dilemmas point at an even more fundamental issue in the cultural history of Rome. For it is almost impossible to identify -even if, like Toner, you are looking hard for them- clearly divergent strands of  of elite and popular taste. Rome was not a culture, such as ours, where status is paraded and distinguished by aesthetic choices (there is no sign in antiquity of any such markers of class as the Aga). Quite the contrary. So far as we can tell, cultural and aesthetical choices at Rome were broadly the same right across the spectrum of wealth and privilege, the only difference lay in what you could afford to pay for. This strikingly clear at Pompeii, where the decoration of all the houses -both large and small, elite and non-elite- follows the same broad pattern, with roughly the same preferences in themes and designs. The richer houses are distinguished only by having more extensive painted decoration and by painting of greater skill: the more you paid, the better you got. Whether there were such a thing as 'popular culture' (as distinct from dirt, poverty and hunger) is a trickier issue that Toner sometimes acknowledges

 Mary Beard, Confronting the Classics

Estos dilemas apuntan a una cuestión fundamental de la historia cultural de Roma: es casi imposible identificar - aun cuando, como Toner, se esfuerce uno en ello- líneas divergentes en los gustos de la élite y el pueblo.  Roma no era una cultura  como la nuestra, donde se hace ostentación del rango y se  reconoce por las preferencias estéticas. En la medida en que podemos apreciarlas, las preferencias culturales y estéticas eran aproximadamente las mismas en toda la escala de riquezas y privilegios, mientras que la única diferencia era cuánto podías permitirte gastar en ellas. Esto es llamativo en Pompeya, donde la decoración de todas las casas -grandes y pequeñas, de la elite o del populacho- sigue un mismo patrón aproximado, con similares preferencias en temas y diseños. Las casas más ricas destacan sólo por tener más extensiones pintadas, y éstas de mejor calidad: cuanto más pagues, mejor es lo que obtienes, Si en realidad existió algo como una cultura popular -diferente de la mera suciedad, pobreza y hambre- es un cuestión más complicada de lo que Toner parece aceptar.

Les confieso que el nombre de este libro (Confrontando o enfrentándose a los clásicos, podría ser una traducción) puede llevar a engaño. Yo esperaba una disquisición sobre el papel que los clásicos -entendiendo éstos como las obras literarias de la antigüedad grecolatina- pueden jugar en el mundo de hoy. O no jugar, claro está, puesto que desde hace ya unos decenios es perceptible un movimiento de distanciamiento, cuándo no de rechazo, hacia esa herencia cultural dominante durante siglos en Occidente. Tras ese cambio hay multitud de razones, procedentes de muy diversos orígenes,  sin que sea fácil adscribirlas a una ideología política definida, al menos en términos derecha-izquierda. En él, se entrecruzan la realidad de un mundo postcolonial, multiracial y multicultural, cuya herencia histórico-artística no puede, ni debe, quedar reducida a la de una civilización en concreto, junto con la del resurgimiento del nacionalismo, el integrismo religioso y el autoritarismo, en sus muchas variedades y grados. Sin olvidar la consolidación de un sistema hipercapitalista en donde todo lo viejo debe ser arrumbado, en favor de una serie inacabable de novedades de usar y tirar

En lo que a mí respecta, nací en un mundo en que todo escolar debía aprender latín, al menos durante un curso, y donde la aproximación a las obras clásicas se hacía a pelo: tomabas el libro y te ponías a leerlo tal cuál, sin apenas casi referencias sobre su contenido, ni otra ayuda que las escasas notas que la edición pudieran contener, si es que había alguna. Por alguna razón, al contrario que mis compañeros, yo me enamoré de la antigüedad clásica y me embarqué en una aventura que tenía mucho de navegación solitaria: leerme cuánta obra de aquél periodo histórico pudiera caer en mis manos. Así, con apenas dieciséis años, me merendé a Heródoto, a César y Tácito, a los trágicos griegos, a Aristófanes, a Ovidio, Horacio y Virgilio, a Plutarco, a Menandro, a Platón, Aristóteles y Séneca, a tantos y tantos otros, que terminaron convirtiéndose en compañía constante, así como fundamento y acicate de facetas esenciales de mi personalidad.

Esas obras, esos autores, esas historias y narraciones, para mí no estaban muertos, sino que me parecían igual de presentes, a veces incluso más, que la realidad en que me veía forzado a habitar. ¿A qué se debía esa inclinación mía? No lo tengo muy claro. Incluso ahora, muchas décadas más tarde, la contemplo con cierto remordimiento: quizá sólo sirvió para ahondar mi acendrada soledad. Eso en este momento, claro, porque en aquel entonces estaba fascinado por los mitos, participaba en las batallas, elegía bando en las disputas políticas, vibraba con las polémicas filosóficas. Emoción aumentada cuando en aquellos textos, sin esperarlo, me topaba con conceptos e historias que yo conocía de antes, desligadas de su contexto original, tornadas en lugares comunes de la cultura de finales del siglo XX. Todo una misma y única cosa, un sólo continuum en el que todas las piezas encajaban a la perfección.

 Esa concepción mía ideal, sin duda errónea, de la inexistencia de fronteras entre épocas y culturas es la que me hace muy difícil reconciliarme con el consenso postmoderno. No porque lo rechace por completo. La gran lección que ha aprendido la historia de esa corriente filosófica, y una de la que estaba muy necesitada, es que las fuentes no son fiables. Detrás de cada autor de la antigüedad hay alguien con un ideario que distorsiona su visión, cuando no le fuerza a manipular los hechos. Sin contar que en aquéllos tiempos era muy difícil certificar que lo contado era lo realmente ocurrido, puesto que los que sabían guardaban silencio, propagaban versiones favorables a ellos o simpemente desconocían qué había ocurrido en realidad y, sobre todo, su por qué. A todo historiador de la antigüedad le faltaban datos y de los que disponía, la mayor parte eran rumores. 

Hay que mantener una distancia, un escepticismo, muy necesario, para no convertirse en mero copista acrítico de las fuentes o retorcerlas para que sirvan a nuestros intereses -piénsese en el revival espartano reciente, por parte de la ultraderecha occidental-. Sin embargo, esa prevención puede haberse tornado excesiva. Ahora parece que nos separa una barrera infranqueable de nuestros antepasados, que no somos capaces de entenderlos, compartir sus afanes y ponernos en su lugar. Peor aún, que no pueden servirnos de ayuda a la hora de orientarnos por este mundo. Postura que, como pueden imaginar, dado mi pasado, no comparto.

¿Y de qué va el libro de Beard a todo esto? Pues, como les decía al principio, aunque no es lo que esperaba, no me ha disgustado. Se trata de una colección de críticas de esta historiadora a libros y publicaciones sobre la antigüedad grecolatina. Reseñas que no se limitan a indicar si el libro está bien o mal, si cumple con los objetivos que se proponía o se ajusta a lo que conocemos. En cada una de ellas, Beard aprovecha para hacer uso de su erudición, iluminando aspectos poco conocidos del tema en cuestión. Por ejemplo, en el fragmento que abre esta entrada, partiendo de un libro sobre conjuros en el mundo romano, se embarca en una discusión sobre hasta qué punto existía una cultura de las élites, como en occidente, o una común con diferencias de grado, en donde el poder se expresase en la calidad de los productos encargados.

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