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sábado, 24 de octubre de 2020

Los dioses no son necesarios

Así pues, la muerte no es nada ni nada tiene que ver con nosotros, una vez que se considera mortal la sustancia del espíritu, y lo mismo que en el tiempo pasado ninguna pena sentimos al llegar de todas partes cartagineses en pie de guerra, cuando todo bajo las altas brisas del éter se estremecía en el pavoroso desorden de la guerra y temblaba de espanto, y dudoso estuvo bajo cuál de los dos imperios por tierras y mares habría de caer la humanidad entera, igualmente cuando no estemos, una vez que ocurra la separación del alma y el cuerpo que en unidad nos constituyen, es bien claro que a nosotros, que no estaremos entonces, nada en absoluto podrá ocurrimos o impresionar nuestra sensibilidad, aunque la tierra se revuelva con el mar y el mar con el cielo.

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Porque, si acaso nos esperan desdichas y dolores, debe también en ese tiempo de entonces estar aquel al que le podría ocurrir algo malo; puesto que la muerte evita tal cosa e impide que esté aquel al que podrían juntársele tales inconvenientes, podemos dar por sentado que nada hay que temer en la muerte, que no puede llegar a ser desgraciado quien no está ya, y que ello ya no se diferencia de no haber nacido en ningún momento, una vez que la muerte inmortal suprime la vida mortal

Tito Lucrecio Caro, De Rerum Natura (Sobre la naturaleza)

En mi comentario sobre The Map of Knowledge, el libro de Viollet Moller que traza la transmisión del saber de la Antigüedad al Renacimiento, se me olvidó mencionar que su énfasis no estaba sólo en las ciudades y los eruditos que obraron esta conservación del conocimiento antiguo. De igual importancia son las obras que les sirvieron como acicate en su labor, objetos/vórtices a cuyo alrededor se condensaron ideas y conclusiones, tanto científicas, como filosóficas y morales. De tal calibre que sirvieron para modificar el curso intelectual de civilizaciones enteras, ya fueran el Islam o el Cristianismo Occidental. 

Uno de esos ejemplos, de importancia central en el despegue del Renacimiento europeo, fue el descubrimiento casual, a comienzos del siglo XV, del De Rerum Natura de Lucrecio. Se trataba de una copia única, encontrada en la biblioteca de un monasterio alemán por el humanista Poggio Brancolina, cuya importancia estribaba en que era un libro que no debería haberse conservado. Se trataba de un resumen/reelaboración, en latín, de las doctrinas de los filósofos griegos Demócrito y Epicuro,  fundadores respectivos del atomismo y el hedonismo. En el sistema  sistema filosófico que ambos proponían, los dioses no era más que ilusiones, la religión una mentira, mientras que el alma era mortal, sin posibilidad de una vida tras la muerte. 

Ese ateísmo, de los primeros ejemplos que se conocen en la historia se fundamentaba en pruebas, argumentos y razonamientos, con la intención convencer a un lector inteligente, por lo que constituía un doble peligro para la doctrina cristiana: tanto por su contenido como por su poder de convicción. De ahí que no debiera nunca haber sido elegido para ser copiado y conservado, mucho menos por los monjes en un monasterio. Su supervivencia sólo puede deberse a un conjunto de casualidades afortunadas: la ignorancia del copista, que no supo lo que estaba transcribiendo, además de la curiosidad insaciable de un erudito en busca de escritos de la antigüedad supervivientes. De todo aquéllo que se sabía que existía, que había sido citado y elogiado con profusión por otros autores clásicos, pero de lo que no se conservaba el texto completo.

El éxito del libro de Lucrecio fue inmediato, dando origen a una corriente escéptica en el pensamiento europeo, que resurge una y otra vez en el Renacimiento y Barroco e impregna la obra de luminarias de la cultura occidental, hasta culminar en el ateísmo moderno, aquél nacido bajo el signo de la Ilustración. ¿Qué tiene, por tanto, de nuevo y radical la doctrina de Lucrecio para haber tenido esa influencia? Para entenderlo, hay que hacer un poco de historia, tanto de la filosofía como de la ciencia.

La teoría ciéntifica básica de la Antigüedad Clásica, que se prolongó hasta tiempos de la Ilustración, consideraba que el mundo estaba dividido en cuatro elementos: agua, fuego, aire y tierra. Estos elementos tenían su correlato humano en cuatro humores -sangre, flema, bilis negra y bilis blanca o linfa- que a su vez se traducían en cuatro temperamentos: sanguíneo, flemático, colérico y melancólico. Todo lo que observábamos en la naturaleza era una mezcla de esos cuatro elementos, en una proporciones propias y equilibradas para cada ser natural. La enfermedad, junto con su corolario, la muerte, surgían del desequilibrio de esos elementos y humores. De ahí, por ejemplo, el uso de sangrías en las enfermedades, para eliminar el humor sobrante y restaurar el equilibrio.

Como les indicaba, esta visión de la naturaleza empezó a desaparecer con la ilustración, cuando los químicos comenzaron a descubrir, al disociar elementos clásicos como el agua, lo que llamamos ahora elementos químicos. Sin embargo, esas concepciones tardaron en morir e incluso han perdurado hasta nuestros días. En el mismo siglo XVIII se intentó explicar la transmisión del calor y la energía con el misterioso flogisto; en el XIX Mésmer acuñó el término del magnetismo animal, que permitiría controlar las acciones de los seres humanos; mientras que en el ámbito de la pseudociencia contemporánea se sigue postulando que las enfermedades no se deben a bacterias y virus, sino a la pérdida de un equilibrio fundamental.

Por el conttario, Demócrito postuló la existencia de unas partículas invisibles, los átomos o indivisibles, que se agruparían en proporciones variables para dar lugar a todos los seres. Nuestro concepto moderno de átomo está inspirado directamente en esa idea de Demócrito. A finales del siglo XVIII, el químico Dalton reutilizó este término para referirse a esas especies químicas que sus colegas de profesión, como Lavoiser, estaban aislando y que poco tenían que ver con los cuatro elementos clásicos. De hecho, algunos de estos elementos, como el agua, se mostraban disociables en otras especies químicas. Este reuso servía también para dar la idea de proporción, puesto queun problema que tenían los químicos era estimar las relaciones en que estos elementos se combinaban para dar compuestos. Por ejemplo, ¿cuántos oxígenos e hidrógenos individuales se necesitaban para dar un agua? ¿Era su fórmula HO o H2O?

Sin embargo, los átomos de Demócrito poco tienen que ver con los de la química y física moderna. Los nuestros son divisibles, y sabemos cómo se mantienen unidos, dentro de sí, entre sí y entre los compuestos que forman. Lucrecio y los atomistas, por el contrario, no tenían idea de cómo las asociaciones de átomos podrían mantenerse unidas. Cuestiones como la atracción electromagnética, los tipos de enlace o el modelo cuántico subyacentes eran inimaginables para ellos y para el conocimiento de la antigüedad. Para explicar sus átomos tenían que basarse, por fuerza, en ejemplos visibles y conocidos, de ahí que sus átomos tuvieran formas y superficies distintas, dispusiesen de ganchos para aferrarse y dependiesen de vórtices y remolinos para reunirse.

Es esa parte física, junto con las demostraciones que la acompañan, la que menos ha resistido el paso del tiempo, en especial para cualquiera que haya tenido una formación científica. Sin embargo, la filosófica sigue ahí, igual de fuerte que en tiempos de Lucrecio o los de su redescubrimiento. El hecho de que los átomos se asocien por azar conduce a dos conclusiones determinantes: todos los seres naturales son contingentes, al tiempo que su existencia no se debe a una ley o propósito superior. El mismo azar que los creo, los disolverá por entero -recuerden la entropia- sin que quede rastro alguno de su existencia. Sin pervivencia tras la muerte, con  ese mismo azar como ley única y necesaria, lo que torna prescindibles a los dioses, sus normas morales y los rituales con que se los apacigua y congracia. La religión, por tanto, no es más que una conveniencia tranquilizadora en el mejor de los casos; una cárcel opresora, último refugio de la ignorancia, en el peor de ellos.

Una conclusión, la de la soledad del ser humano y nuestra impermanencia radical, que, en la cosmovisión hedonista, no nos aboca al pesimismo, ni mucho menos a la amoralidad. El azar nos ha traído a este mundo y nos borrará de él, pero el uso del tiempo. ese breve periodo que la suerte nos ha concedido, sólo depende de nosotros. De hecho, no debemos temer a la muerte, puesto que cuando ella sea, nada quedará de nosotros que pueda sufrir. Las únicas desgracias de las que seremos conscientes son las que acontezcan durante nuestra existencia. A ésas, si que está en nuestra mano combatirlas. 

Es nuestra obligación, en consecuencia, alcanzar la felicidad, pero no de forma egoísta, ni desenfrenada, sino con moderación y con consideración hacia quienes el azar ha hecho que compartan nuestro tiempo. Disfrutemos, por tanto, de todos los placeres a nuestro alcance, como partes integrantes y lícitas del mundo que habitamos, pero sin dañar a nadie. Que nuestro afán sea que ese placer, y esa felicidad, sean comunes y compartidas.

Más importante aún: busquemos el conocimiento y vivamos con sabiduría.

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