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jueves, 1 de octubre de 2020

En busca de Varda (IV): Les Créatures (1966)

































Les creatures (Las critaturas), película dirigida por Agnès Varda en 1966, es una obra desconcertante. Comienza como un drama psicológico, en el que una pareja tiene que sobreponerse a un accidente de tráfico que ha roto, en más de un sentido, sus vidas. El lugar donde intentan curarse, una isla de la Bretaña, no parece el más adecuado, puesto que el aislamiento en el que se han replegado se ve acentuado por la desconfianza, cercana a la hostilidad, de la población local. De hecho, durante su primer tercio, la narración hacía temer un estallido de violencia entre ellos y la población local, similar al que tenía lugar en Straw Dogs (Perros de paja, 1971) de Sam Peckinpah.
 
Sin embargo, de repente la película da un giro inesperado y se mueve hacia lo fantástico y roza el género de terror, mezclado con la ciencia ficción, aunque ese término haya devenido cajón de sastre inútil. No les voy a destripar el argumento, pero ese quiebro le sirve a Varda para embarcarse en un análisis de la naturaleza humana, de nuestras muchas debilidades, así como de las mentiras con las que las cubrimos. Sin embargo, me temo que no llega a culminar en ese propósito de crítica/sátira. La película fue un fracaso cuando se estrenó y la misma directora no se muestra demasiado satisfecha de ella. En la presentación que grabó la década pasada señala que no fue lo bastante radical, que no llevó la trama a sus últimas consecuencias y que se quedó corta, a medias. Tenía que haber sido más dura y cínica.

Sin embargo, a pesar de sus defectos, Les Créatures abunda en rasgos que delatan a un auténtico maestro. Durante la primera mitad, hasta que se descubre el giro argumental y algo más allá, me tuvo subyugado. No podía predecir a dónde quería ir la directora con esa historia, así que sólo me quedaba dejarme llevar. Estar bien atento para que no se me perdiese una sola imagen, aquella que me brindase un punto de apoyo, una palanca con la que encontrarle un sentido, esa dirección que me revelase sus intenciones. Estaba perdido, muy perdido, pero no me importaba.

Esa fascinación no se debía, como es de esperar, a trucos de guión, ni a sobresaltos de montaje. Durante toda esa primera mitad Varda se las apaña para crear una atmósfera inquietante, plena de incógnitas y amenazas, que no sólo atenaza a los personajes sino, más encomiable aún, al espectador. Un ejemplo es la secuencia con la que he abierto esta entrada, en la que se alternan planos de la cena del matrimonio protagonista con las de la propia isla. Se contrasta así su intimidad, en la que se adivina un amor cálido y confiado y correspondido, con el frío, la indiferencia de la naturaleza y la ausencia de presencia humana de los parajes en los que transcurren sus vida.

La sensación final es de discordancia, de una intranquilizadora falta de acomodo, subrayada por un recurso que no he podido reproducir con las capturas: cuando ellos aparecen, el sonido es ese silencio cálido que esperamos de un hogar acogedor; cuándo lo hace la isla, la música es una melodía dodecafonista, a cuyo ritmo la cadencia del montaje rompe a martillazos. La sensación de falta de pertenencia, de rechazo, se ve así amplificada, sin que los rituales compartidos, propios de una vida anterior al accidente, con los que se arropan ambos protagonistas, basten para quitarles el frío que sienten. El frío y la repulsión hacia ese nuevo tiempo al que se han visto arrojados.

Una disonancia que se extiende también a la película y puede suponer la principal causa de su fracaso. Ambas partes no acaban de casar bien entre sí y, de hecho, la primera parte es tan buena, se las apaña con tanta eficacia para transmitir un sentimiento de desolación, que la segunda palidece en comparación.

Una auténtica pena.

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