As manuscripts were translated from Syriac and Pahlavi into Arabic, scholars in Baghdad began to realize the extent of ancient learning, and therefore how much lay out of reach. Al-Mansur himself had written to the Byzantine Emperor asking for scientific texts. It was no secret that many ancient Greek manuscripts lay hidden behind the fortified walls of Constantinople, a city that had eluded invasion and so preserved its ancient monuments and libraries. The Emperor responded by sending a chest of scientific books including Euclid's Elements. In the following decades, scholars translated it into Arabic, initiation a rich tradition of mathematical study. The original copy has not survived, but there is a similar version, made about a hundred years later in Constantinople, which is now in the Bodleian Library. Its careful Greek script, with neat diagrams illustrating the mathematical hypothesis, has been annotated in the margins by its first owner, Arethas of Patrae, Bishop of Cesarea, as he tried to master Euclid's theorems. Al-Mansur's copy was the first, that we know of, to arrive in Baghdad. If there was an earlier version of The Elements in Syriac, it has not survived, and it appears that al-Mansur did not get its copy translated right away; the first Arabic version was produced in the reign of Harum al-Rashid.
Violet Moller, The Map of Knowledge
A medida que se traducían manuscritos al árabe desde el siriaco y el persa, los sabios bagdadíes comenzaron a darde cuenta de la extensión del conocimiento de la Antigüedad y de lo mucho que aún estaba fuera de su alcance. El mismo Al-Mansur escribió al emperador bizantino para solicitarle textos científicos. No era secreto alguno que muchos manuscritos se guardaban tras las murallas de Constantinopla, ciudad que se había hurtado a la conquista y así había conservado sus monumentos y bibliotecas antiguos. El emperador respondió con el envío de un arcón de libros de ciencia, que incluía Los elementos de Euclides. En décadas sucesivas, los sabios bagdadíes lo tradujeron al árabe, dando inicio a una rica tradición de estudios matemáticos. La copia original no ha sobrevivido, pero hay una versión similar, escrita un siglo más tarde en Constantinopla, que se conserva en la biblioteca bodleiana. Su cuidadosa caligrafía griega, con claros diagrámas ilustrativos de sus hipótesis matemáticas, fue glosado al margen por su primer propietario, Aretas de Patras, obispo de Cesaréa, a medida que intentaba dominar los teoremas euclidianos. La copia de Al-Mansur fue la primera, que sepamos, en llegar a Bagdad. Si exisitó una versión anterior en siriaco de Los Elementos, no ha sobrevivido y parece que Al-Mansur no ordenó traducir su copia al instante. La priemra versión árabe se creó durante el reinado de Harum al-Rashid.
The Map of Knowledge, de Violet Moller, es un libro que traza cómo se transmitió el conocimiento de la antigüedad durante ese largo periodo histórico llamado Edad Media. No es una cuestión baladí, ni mucho menos. Por unas razones u otras, a nuestros días sólo ha llegado un exiguo porcentaje de la producción de los escritores grecolatinos. Algunos de forma fragmentaria, otros en traducciones a otros idiomas, como el copto, el árabe o el siriaco. De hecho, aún hoy, gracias a descubrimientos casuales en bibliotecas de monasterios o tumbas egipcias, junto con el uso de nuevas tecnologías que nos permiten leer manuscritos raspados, los famosos palimpsestos, se siguen recuperando obras perdidas desde hace milenios, como ciertos libros de Cicerón o tratados de Arquímedes.
¿Cómo se llegaron a perder estos libros? Como es fácil imaginar, la entropía, en forma de guerras, incendios o mero deterioro, ha hecho desaparecer muchos de estos manuscritos venerables. Por ejemplo, hasta el siglo XV se conservó en Constantopla un ejemplar único de los últimos libros de la historia de Diodoro de Sicilia, que se perdió durante el saqueo otomano de esa ciudad. Otros fueron destruidos por razones ideológicos, con demasiada frecuencia a manos de los cristianos, como ocurrió con toda la literatura anticristiana de los siglos II al IV o incluso con obras de padres de la Iglesia, como ciertos libros de Orígenes, que se consideraban próximas a la herejía. Sin embargo, para entender lo que aconteció hay que prestar atención a dos factores: el negocio bibliográfico en la antigüedad y los intereses del público.
Un libro en la antigüedad era un objeto de lujo, al alcance sólo de la élite y del estado. Una edición de una obra histórica, como la de Diodoro, podía contar con hasta cincuenta rollos de papiro -un volumen era lo que cabía en uno de ellos- que tenían que ser escritos a mano por un copista y que luego se vendían en estuches en forma de cubo, que contenían varios de esos rollos. Un producto de gran volumen y de elevadísimo precio. No es de extrañar que se popularizasen los llamados epítomes, resúmenes en uno o dos rollos, que permitían que un comprador se llevase varias obras de diferentes autores en un mismo estuche, lo que le permitía presumir luego de la riqueza de su biblioteca. La popularidad de estos epítomes, por su relación calidad/precio, causó que se fabricasen más que las obras completas de las que procedían, ya que tenían mucha mejor salida. Así, obras como la historia egipcia de Manetón se perdieron ya en la antigüedad, puesto que los epítomes acabaron reemplazando al original.
Cuando en el siglo V, con las invasiones bárbaras, se derrumbó este mercado del libro, la única forma de asegurar la pervivencia de estas obras era la copia de los ejemplares que quedasen, cuando ya empezaban a deteriorarse. Dado el cambio del público lector, de uno pagano a otro cristiano, lo que interesaba transmitir, en su gran mayoría, eran las obras doctrinales. O bien aquéllas que respondían a un ideal lingüistico cultural, entendido como perfección de expresión y vocabulario, que fuera utilizado en la enseñanza de la elite. En el Bizancio del siglo X, ese ideal estaba encarnado por el dialecto ático del siglo V a.C., de manera que se dejó de lado obras escritas en otros dialectos o de otros periodos. Aún así, de los dramaturgos griegos del periodo clásico, Esquilo, Sófocles y Eurípides, sólo nos han llegado lo que se podría asimilar como sus obras selectas. Conjuntos de siete tragedias esenciales, justo lo que cabía en un códice,
Se puede comprobar así como una serie de factores -las guerras, el deterioro, la censura, las decisiones editoriales, los intereses del público- contribuían a ir reduciendo el corpus de obras conservadas. La casualidad jugaba también un gran papel, tanto a favor como en contra. En el caso de Eurípides, por ejemplo, conservamos otras doce tragedias más aparte de la siete esenciales, ya que el azar hizo que nos llegará un tomo de sus obras completas. De la obra de Tácito, por el contrario, se perdieron libros enteros de sus Historias y Anales, que debían estar en algún códice que se extravió o sufrió daños irreparables. Destino del que se libraron otras, como la Naturaleza de Lucrecio o los poemas de Cátulo, de las se ha conservado un único ejemplar, olvidado en los anaqueles de los monasterios durante largos siglos, para luego ser rescatado por un humanista -o prehumanista- en los albores del Renacimiento.
Lo que traza Moller en su libro es como una serie de estudiosos aislados, repartidos a lo largo de todo el ámbito Mediterráneo, se las arreglaron para ir pasándose la antorcha de ese conocimiento antiguo, en continuo retroceso. Un fulgor mantenido vivo durante siglos, aunque cada periodo de florecimiento individual fuera frágil, breve y, a veces infructuoso. Un caso paradigmático es como el aristotelismo fue "redescubierto" en el siglo XIII europeo, para dar lugar a la revolución tomista. Un proceso que se inició en el siglo IX, en Bagdad, cuando los califas abasíes se erigieron en protectores del conocimiento, permitiendo que se tradujesen -y se comentasen en libertad- las obras filosófico-científicas de la antigüedad. Labor que no fue meramente de traducción, puesto que los eruditos árabes tomaron esos saberes compo punto de partida de sus especulaciones, desarrollándolos y perfeccionándolos.
La siguiente parada sería Córdoba, en el siglo X y XI, aún más importante por su cercanía a los reínos cristianos de occidente, cuyo despegue comenzaría a finales de ese siglo. Dada el prestigio del Califato Omeya, en las zonas de frontera de la cristiandad, la Sicilia normanda y el Toledo castellano, recién conquistadas al Islám, surgirían una serie de personalidades -monjes en su mayoría- que dedicarían su vida a retraducir los tratados árabes al Latín, además de enfrascarse en la búsqueda de los libros que los estudiosos islámicos citaban. Fue a partir de ese siglo cuando empezaron a menudear los descubrimientos casuales a los que me refería, completados por el éxodo de los intelectuales griegos que huían del Imperio Bizantino agonizante, cargados de obras en griego.
Fue así, con ayuda de lo traducido por los árabes, lo copiado en los monasterios y lo rescatado de Bizancio, como se configuró esa dualidad fundamental de la civilización occidental: su conciencia de ser heredero de Grecia y Roma. Aunque claro está, adaptando ese legado a sus necesidades para crear algo nuevo, como ocurre con toda civilización floreciente.
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