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jueves, 20 de agosto de 2020

Estamos bien jodidos (y XXII)

Comment avais-je pu ne pas voir une si forte conjonction entre les événements?  J'aurai dû en tirer depuis longtemps cette conclusion qui, aujourd'hui, me saute aux yeux; à savoir que nous venions d'entrer dans un ère éminemment paradoxale où notre vision du monde allait être transformée et même carrément renversée. Désormais, c'est le conservatisme que se proclamerait révolutionnaire, tandis que les amants du progressisme et de la gauche n'auraient plus d'autre but que la conservation des acquis.
Dans mes notes personnelles, je me suis mis a parler d'une année de l'inversion, ou parfois d'une année du grand retournement, et à recenser les faits remarquables qui semblent justifier de telles appellations. Ils sont nombreux, et je évoquerai quelques-uns au fil des pages. Mais ils y en a surtout deux qui m'apparaissent particulièrement emblématiques: la révolution islamique proclamée en Iran par l'ayatollah Khomeiny en février 1979, et la révolution conservatrice mise en place au Royaume Uni par le Premier ministre Margaret Thatcher à partir de mai 1979

Amin Maalouf. Le naufrage des civilisations (El naufragio de las civilizaciones)

 ¿Cómo no había podido ver un conjunción tan estrecha entre los acontecimientos? Hace ya mucho tiempo que habría debido llegar a esta conclusión que, ahora, me salta a los ojos: acababámos de entrar en  una era en esencia paradójica donde nuestra visión del mundo iba a ser transformada e incluso puesta patas arriba por completo. Desde ese momento. el conservadurismo iba proclamarse revolucionario mientras que los simpatizantes del progreso y la izquierda no tendrían otro objetivo que conservar lo ganado.

En mis notas privadas, comencé a hablar del año del vuelco, o quizás del año del gran retorno, y a enumerar los hechos notables que parecían justificar esos apelativos. Son numerosos e iré enumerando algunos a lo largo de estas páginas. Sin embargo, hay dos en especial que se muestran como emblemáticos: la revolución islámica proclamada en Irán por el ayatolá Jomeini en 1979 y la revolución conservadora establecida en el Reino Unido por la primera ministra Margaret Thatcher a partir de mayo de 1979.

Le Naufrage des civilisations (El naufragio de las civilizaciones) es la última entrega de la serie de ensayos con la que Amin Maalouf ha estado analizando, desde 1998, la evolución de los asuntos del mundo. En el año de su publicación, 2019, estaba claro que los peores pronósticos, los formulados en la entrega anterior, Le dereglement du monde, se habían tornado realidad. No sabíamos entonces que 2020 estaba por llegar y que, como decía Dante, todas las cosas tienden a su perfección: lo bueno a ser mejor, lo malo a ser peor

Resumiendo. A finales de 2019, la Gran Recesión, iniciada en 2008, se había cerrado en falso. En vez de buscar soluciones a las evidentes carencias del capitalismo desregulado, la crisis sólo había servido para confirmar convicciones. Se había salvado la economía, inyectado cantidades astronómicas de dinero en los bancos, pero la desigualdad, la precariedad y la incertidumbre se habían disparado, sin que eso pareciese quitar el sueño a nuestros gobernantes. La miseria cundí no sólo entre las clases más expuestas, los que vivían al día, sino entre aquellos que, hasta ayer mismo, creían figurar en las filas de la clase media. A salvo de vaivenes, contratiempos y penalidades. Por otra parte, la reducción de los presupuestos estatales había tornado imposible combatir los problemas acuciantes del mundo: polución, agotamiento de recursos, calentamiento global. Amenazas de rango planetario que van tomando un carácter existencial, que incluso podrían llevar a la extinción de nuestra especie.

Desde un punto de vista político, el mundo parece haber renunciado a cualquier aspiración universal. Los asuntos mundiales ya sólo se contemplan desde una perspectiva local, desde esa miopía suicida del sálveme yo, perezcan los otros, quizás posible de mantener en el siglo XIX, en tiempos del imperialismo europeo, o en siglos anteriores, cuando la caída de una civilización pasaba inadvertida al otro lado del mundo, pero que devienen callejones sin salida en un planeta globalizado e hiperconectado como el nuestro. Cualquier suceso, por muy lejano que éste, por muy ajenas que nos sean las gentes que lo sufren, repercute en nosotros, afecta nuestro futuro y nuestro presente, nos determina, aunque no seamos conscientes. Y sin embargo, como en el siglo XIX, toda la evolución política de estas dos décadas iniciales del siglo XXI ha sido trazada desde una óptica nacional, como  potencias que compiten entre sí, sea mediante la amenaza, la presión o incluso la guerra, al igual que los  diferentes poderes imperiales de aquel otro siglo, sin reparar cuenta en que ahora tenemos armas con la potencia suficiente como para desencadenar el apocalipsis.

En Oriente Próximo, la única fuerza con poder  es el integrismo religioso, de tal implantación que las guerras que lo desgarran, salvo excepciones, son entre variantes más o menos radicales del Islam. Turquía, jugueteando con ese orgullo religioso renacido, sueña con restaurar la gloria del Imperio Otomano, agitando aún más el avispero de la región. China comienza a acariciar el puesto de primera potencia económica mundial y, en consecuencia, sigue una línea política de presión y marcaje sobre sus muchos vecinos. Rusia ha pasado, sin solución de continuidad y casi bajo el gobierno de las mismas personas, del comunismo salvador de la humanidad a un autoritarismo derechista que, sin embargo, guarda el mismo odio irreconciliable hacia Occidente. En Europa, por su parte, la ultraderecha tiene cada vez más predicamento entre la población e incluso las fuerzas moderadas parecen empeñadas en destruir lo poco bueno que la Unión Europea ha conseguido, caso del Brexit. Por último, EE.UU parece inmersa en una deriva hacia una democracia de cartón piedra, con un ególatra narcisista, Donald Trump, al frente de una incongruente -y sin embargo, solidísima- alianza de iluminados religiosos cristianos, anarcocapitalistas, enajenados defensores de las armas, supremacistas blancos, neocons y neoliberales.

¿Qué nos depara el futuro? En opinión de Maalouf -y es también la mía- nada bueno. El motivo es que, ahora mismo, no hay fuerza alguna que pueda contrarrestrar ese deslizamiento incontenible hacia posiciones cada vez más nacionalistas, cada vez más intolerantes, cada vez más agresivas y belicosas, cada vez menos interesadas en proteger a los débiles, evitar las injusticias, disminuir las desigualdades. Una evolución en donde se prima el derecho de los ricos y los fuertes a obrar como se les antoje, sin trabas ni cortapisas, se les recompensa incluso por sus meteduras de pata. Un desarrollo que de manera paradójica, está siendo propiciada por el apoyo de los débiles, de los desfavorecidos, de quienes más van a sufrir si esa evolución cristaliza. Como enajenados, dan su voto a quienes van a retirar, sin compasión, las últimas barreras que les protegen frente al expolio y la arbitrariedad.

¿Cómo hemos llegado hasta ese punto? ¿Cómo puede ser, véase el caso de Trump, que los desfavorecidos voten por quien les va a desvalijar, por quien no tiene intención alguna de protegerles, sino dar ventajas y facilidades a sus amigos millonarios? En gran medida, por el cambio radical que se ha producido en la mentalidad política durante los últimas décadas. Como bien señala Maalouf, los conservadores han conseguido hacerse con la etiqueta de revolucionarios, mientras que la izquierda aparece como la defensora de un orden antiguo y periclitado. Títulos positivos y atractivos,  de retadores de sistemas anquilosados, de obradores del futuro, del que esas nuevas derechas se pavonean de continuo, aunque esa revolución prometida sea sólo para unos pocos, para quienes tengan la suerte de pertenecer a un selecto grupo de elegidos: el de los que naden en dinero, el de los que tengan un cierto color de piel, el de quienes profesen una determinada religión.

Un estado de cosas que va en contra de todas las conquistas conseguidas desde tiempos de la revolución francesa y que sólo puede desembocar, si se enquista y encona, en un resultado: el derrumbe de nuestra civilización. No en el sentido de invasión de bárbaros, guerras y saqueos, sino en el de resurgimiento de los autoritarismos de los años treinta, cuando parecían ser la única forma válida y eficaz. Sin que esta vez, me temo, vaya a quedar un bloque democrático, universalista y en contra de las desigualdades, que sirva de contraste, de refugio de las últimas esperanzas de una humanidad asediada.

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