Fotografía de Germaine Krull |
No debería ser así, puesto que en ella confluyen varios ejes de especial relevancia. Primero, su articulación como exposición temática, pero no centrada en un movimiento o un momento artístico, sino en cómo un ámbito de nuestra realidad -la ciudad, en este caso- ha sido explorado por los artistas del siglo XX. Lo segundo, que esa vocación temática obliga a que la muestra sea colectiva, sin que se prime, en principio, a unos artistas sobre otros, sino que se deja en manos del espectador el proceso de selección y valoración. Tan diferente y tan válido como visitantes haya. Enfoque temático, asímismo, que la convierte en un ejercicio de historia del siglo XX. Dependiendo del periodo, de sus tensiones y afinidades, la concepción de la ciudad va a diferir, así como el punto de vista que se tome para reflejarla.Y por último, un motivo personal. Dado que la fotografía sigue siendo para mí terra incognita, no es de despreciar ninguna oportunidad para colmar mis lagunas.
En conclusión: Tenemos un ejercicio de fotografía ciudadana, tanto de la ciudad en sí, como de quienes la habitan, a cargo de una pléyade de fotógrafos de muy diferentes orígenes, formación e intenciones, dependiendo del momento histórico en el que vivieran. Hombres y mujeres, algunos de gran fama, otros de no tanta, pero igual de relevantes, representados por fotografías, algunas con rango antológico, otras casi desconocidas, pero todas de gran interés. Con auténticos descubrimientos, al menos considerada mi ignorancia. Un cruce de visiones, estilos, influencias y fertilizaciones mutuas en donde un aficionado al cine reconocerá, en otro arte muy distinto, el maquinismo/constructivismo tan habitual de los años veinte, la deriva neorealista de los cuarenta y cincuenta, el desarreglo planificado de los años sesenta, así como los callejones sin salida de los setenta y ochenta, tras la resaca de la década maravillosa y el despertar en una pesadilla neoliberal.
En conclusión: Tenemos un ejercicio de fotografía ciudadana, tanto de la ciudad en sí, como de quienes la habitan, a cargo de una pléyade de fotógrafos de muy diferentes orígenes, formación e intenciones, dependiendo del momento histórico en el que vivieran. Hombres y mujeres, algunos de gran fama, otros de no tanta, pero igual de relevantes, representados por fotografías, algunas con rango antológico, otras casi desconocidas, pero todas de gran interés. Con auténticos descubrimientos, al menos considerada mi ignorancia. Un cruce de visiones, estilos, influencias y fertilizaciones mutuas en donde un aficionado al cine reconocerá, en otro arte muy distinto, el maquinismo/constructivismo tan habitual de los años veinte, la deriva neorealista de los cuarenta y cincuenta, el desarreglo planificado de los años sesenta, así como los callejones sin salida de los setenta y ochenta, tras la resaca de la década maravillosa y el despertar en una pesadilla neoliberal.
Fotografía de Joan Colom |
Alusión al cine que no está tan traída de los pelos como pudiera parecer. Además de las fotografías, la muestra abunda en instalaciones videográficas -inciso sobre el gran defecto de la exposición: casi parecen colocadas para que el visitante no pueda contemplarlas a gusto, más aún en nuestro contexto de separación y distanciamiento-. De hecho, varios fotógrafos de gran renombre se han movido con facilidad entre ambas artes, como si ambas fueran una sola y ellos seres anfibios. Tal el es el caso de Paul Strand y su Manhatta (1921) o de Helen Lewitt y su In the Street (En la calle, 1952, en colaboración con James Agee y Janice Loeb).
Cruces y mestizajes que se sitúan fuera del cine narrativo comercial -tan ubicuo y tan intrascendente-, para adentrarse en los terrenos de la experimentación. Bien por constituir documentales sin palabras, colecciones de escenas captadas por casualidad, cuando no ensayos fílmicos quasiabstractos sobre la ciudad moderna. En resumen, haciendo visible como nuestro modo de mirar es determinado por esos paisajes urbanos, al tiempo que, de manera recíproca, éste es transformado, condicionado, por nuestro substrato político/filosófico. Las paisajes urbanos de los años treinta, por ejemplo, son inseparables de la radicalización política de este tiempo, ya fuera en forma de manifestaciones y choques violentos - entre facciones o contra la policía-, para culminar en el preludio a la Segunda Guerra Mundial que fue nuestra Guerra Civil.
Visión política que no es privativa de este tiempo, ni de la última oleada revolucionaria en occidente, la de los sesenta, sino que es extensiva a cualquiera de las fotos, autores y periodos representados en esta muestra. Incluso las secciones más abstractas, como la obsesión de los fotógrafos de los años veinte con los rascacielos de cemento armado y las torres de comunicación de acero, son producto de un ideal social y político que se reflejaba en ese modo de mirar tan audaz. Esa perfección cristalina, nueva en la historia de la arquitectura, opuesta a todo lo anterior, habría ser la propia de la sociedad futura, en donde el hombre consiguiese ser, al fin, dueño de su destino. El ideal de esa revolución, la soviética, que quiso alcanzar los cielos, para luego acabar tornándose en el infierno, pero en la que todos, -o al menos los más idealistas-, de un modo u otro, quisieron pensar que se había hecho realidad en su presente.
Retazos, apenas ya reconocibles, de un tiempo de utopías que conformaría el siglo veinte entero, hasta quebrarse de manera irreparable con el fiasco de los años sesenta y la victoria del neoliberalismo y el neoconservadurismo en los ochenta.
Duro despertar, en medio de la calle, sin nada que pueda sostenernos y acompañarnos, fuera del cinismo.
Fotografía de Philip Lorca diCorcia |
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