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domingo, 14 de junio de 2020

Estamos bien jodidos (y XIII)

You may get a sense of what this means by asking yourself another series of questions: What steps do you plan to take to reduce the conflict in the Middle East? Or the rates of inflation, crime and unemployment? What are your plans for preserving the environment or reducing the risk of nuclear war? What do you plan to do about NATO, OPEC, the CIA, affirmative action, and the monstrous treatment of the Baha'is in Iran? I shall take the liberty of answering for you: You plan to do nothing about them. You may, of course, cast a ballot for someone who claims to have some plans, as well as the power to act. But this you can do only once every two or four years by giving one hour of your time, hardly a satisfying means of expressing the broad range of opinions you hold. Voting, we might even say, is the next to last refuge of the politically impotent. The last refuge is, of course, giving your opinion to a pollster, who will get a version of it through a desiccated question, and then will submerge it in a Niagara of similar opinions, and convert them into--what else?--another piece of news. Thus, we have here a great loop of impotence: the news elicits from you a variety of opinions about which you can do nothing except to offer them as more news, about which you can do nothing.

Neil Postman. Amusing Ourselves to Death (Entreteniéndonos hasta la muerte)

El lector puede acercarse al sentido de lo que esto significa preguntándose otra serie de cuestiones: ¿Que pasos va a adoptar para reducir la tensión en el Oriente Próximo? ¿O las tasas de inflación, crimen y desempleo? ¿Cuáles son sus planes para la conservación del medio ambiente o para reducir el riesgo de una guerra nuclear? ¿Qué piensa hacer sobre la OTAN, la OPEP, la CIA, la acción directa y el horrendo tratamiento de la fe Bahai en Irán? Me tomaré la libertad de responder por el lector: No planea hacer nada. Puede, por supuesto, dar su voto a quien afirma tener planes, así como el poder para actuar, Pero esto se puede hacer sólo una vez cada dos años, consumiendo una hora de su tiempo, en donde no cabe, de manera satisfactoria, la expresión de la variedad de opiniones que el lector pueda sostener. Votar, se podría incluso decir, es lo más cercano a un último refugio para los impotentes políticamente. El último refugio, por supuestos, es dar su opinión a un encuestador, que luego dará una versión a través de una pregunta disecada, la sumergirá en un Niagara de opiniones similares y la transformara en - ¿qué otra cosa?- otra noticia. De esa forma, surge un bucle de impotencia: las noticias provocan en el espectador una variaedad de opiniones con las que no se puede hacer nada. Excepto ofrecerlas como más noticias, sobre las que no se puede hacer nada.

La fortuna del ensayo Amusing Ourselves to Death de Neil Postman es de aquéllas con las que soñaría todo intelectual. Escrito a mediados de los ochenta, no se ha convertido en un artefacto histórico, útil sólo para iluminar un periodo con el que ya no tenemos relación, como era el de la guerra fría. Con pequeñas adaptaciones, la denuncia de Postman es aplicable casi por entero a nuestro presente, de una pertinencia amombrosa, teniendo en cuenta que el blanco de sus flechas era un medio de comunicación, la televisión, omnipresente en esos años preinternet, mientras que ahora el paisaje dominante es de las redes sociales, así como el de los servicios de chat y mensajería. En cuarenta años hemos pasado de medios unidireccionales a otros que son recíprocos, donde la trasmisión de la información se realiza de forma desorganizada. descentralizada y, en apariencia, descontrolada, siguiendo enmarañadas redes de relaciones personales cuya amplitud y complejidad es invisible a nuestro entendimiento.
 

La tesis del ensayo es sencilla y el mismo autor la resume en la introducción. En el siglo XX se han escrito dos grandes distopias: 1984 de Orwell y A Brave New World (Un mundo feliz) de Huxley. Ambas describen sociedades con objetivos contrapuestos, incompatibles en su plasmación, pero igual de asfixiantes para la libertad humana. La de Orwell es una pesadilla totalitaria en la que el estado detenta el control absoluto sobre la vida y los pensamientos de sus ciudadanos, sin remilgos ni cortapisas a la hora  de aplastar cualquier amago de disensión. Es un mundo gris, de una misera opresiva,justificada por una guerra eterna contra enemigos exteriores e interiores. Los auténticos culpables de que las promesas del sistema no hayan llegado a hacerse realidad y contra los que hay que actuar sin piedad, con la mayor dureza y crueldad posible.

La de Huxley, por el contrario, es un falso paraíso hedonista. Todos sus habitantes tienen acceso a medios químicos que les permiten refugiarse en paraísos artificiales. Su felicidad está así garantizada, lo que no significa que sus condiciones materiales sean similares, ya que la sociedad está dividida en clases estancas, construidas sobre diferencias genéticas decididas en el momento de la concepción de cada ser humano. Se crea así la paradoja -aunque no tan inverosímil como podría pensarse- de un sistema basado en la discriminación donde todos sus integrantes -salvo algunos irreductibles- colaboran activamente en su sostenimiento. No porque sean beneficiarios del mismo, sino por la posibilidad, siempre a mano, de refugiarse en un estado de estupefacción, tan extenso y tan intenso como se desee.

Según Postman, Occidente ha conseguido sortear los peligros de la utopía orwelliana, pero sólo a cambio de sumirse en la de Huxley. Ese Brave New World del que nos advertía el autor británico es nuestro presente, aún más en estas primeras décadas del siglo XXI que en las últimas del XX, cuando apenas empezaban a vislumbrarse los primeros signos del cambio. Fue en la década de 1980 -y yo fui testigo del cambio-, cuando el compromiso político que había sido característico desde finales del XIX, con el despegue del movimiento obrero y los partidos socialistas, comenzó a ser substuido por el conformismo, incluso el pasotismo. El contraste ente una generación como la de los años sesenta, con sus aspiraciones a poner patas arriba el sistema, y  la de las ochenta, que sólo aspiraba a pasárselo bien, es bien revelador. Incluso aterrador, puesto que esa indiferencia ayudó mucho a la victoria de la contrarrevolución conservadora de Reagan y Thatcher.

No obstante, no se trató de una mera transición generacional, sino de un cambio cultural de primera magnitud. En aquel tiempo, en la bisagra entre 1970 y 1980. se produjo también la transición de la llamada televisión "educativa" a otra que primaba el entretenimiento, así como el desplome del nuevo Hollywood, audaz política y estéticamente, remplazado por un cine más infantil y superficial, el de Lucas y Spielberg, cuya última encarnación son los films de superhéroes. Sin embargo, para Portman El problema no estaba tanto en la basura televisiva o en el cine sin pretensiones, sino en la infiltración ycontaminación que se obró en otras regiones como el de la información y las noticias. El propósito ya no era dar a conocer la actualidad, abrir el debate, incitar a la población a que se definiese y actuase por convencimiento propio, sino dar espectáculo, conseguir mayores cuotas de audiencia.

La información, por tanto, no buscaba ya lo esencial, sino lo llamativo. Tampoco buscaba perdurar en la mente del espectador, poner en movimiento sus ideas, sino mantener una atención constante, asegurar una fidelidad servil. Cada día, incluso cada hora, los noticiarios tenían que ser renovados con catástrofes nuevas, escándalos nuevos, heroicidades nuevos, sensiblerías nuevas, que invalidasen los de apenas unos minutos antes. Abrumados por una avalancha inacabable de información, en dónde era imposible detectar lo relevante, lo decisivo, los espectadores devenían indiferentes, insensibles. Se convencían, además de su impotencia, de su imposibilidad de obrar cambios. Devenían objetos pasivos, sumideros de noticias, ante las cuales podían reaccionar con indignación, pero sin  que ésta cristalizase en acción.

¿Y qué tiene que ver esto con nuestro presente? Simplemente que esa inundación de datos ha cambiado de medio, pero no de naturaleza. Las redes sociales nos exponen a cantidades astronómicas de información, varios órdenes de magnitud por encima de las de una emisora de televisión, a cualquier hora del día y en cualquier situación, puesto que hemos renunciado a desconectarnos, nos hemos convertido en adictos. Al igual que antes, somos incapaces de distinguir entre lo esencial y lo irrelevante, entre lo cierto y lo inventado. Nuestra única forma de separarlos es en función del prestigio que otorgamos a quien lo dice, tanto más peligroso porque ahora nos nos viene de personajes extrañas y lejanas -políticos o intelectuales-, sino de nuestros amigos y familiares, a quienes nos unen lazos inquebrantables de confianza. Somos así aún más vulnerables a la distorsión y a la manipulación, exacerbadas por las propias características del medio, como demuestran las legiones de bots controladas por la ultraderecha o la resurgencia de la ignorancia y la superstición.

Fuerzas interesadas que, además, no nos llevan a cambiar la sociedad, sino a adormecernos en un conformismo que consolidad al poder establecido. O mucho peor, a creernos campeones de un activismo que sólo se expresa en "likes" y "retweets".

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