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domingo, 3 de mayo de 2020

Perdidos en nuestros laberintos privados
























Supongo que ya les he hablado más de una vez de Boogiepop Phantom (2000, Takashi Watanabe), serie de anime que descubrí gracias al extinto canal Locomotion. En su momento, hace ya veinte años, fue una revelación, y aún ahora, después de tantos años, sigue induciendo en mí un estado de ánimo especial. Boogiepop Phantom pertenecía a esa época del anime, ya desaparecida por completo, en que las preocupaciones existenciales, unidas a una presentación vanguardista, incluso experimental, eran una constante hasta en las series más comerciales. Ambos aspectos, el filosófico y el estético, resonaban con fuerza en mi personalidad de ese periodo, así que no es de extrañar que acabase enamorado de esas producciones. Ahora, si les interesa, mis preocupaciones existenciales se han difuminado, casi desvanecido, no porque haya hallado una respuesta, sino porque me he cansado de preguntas que sólo sirven para desvelarme.

¿Qué queda ahora de Boogiepop Phantom, veinte años después? En muchos aspectos, media un abismo estético y temático entre el anime de entonces y el de ahora, lo que explica, en gran medida, mi cansancio y hastio por esa forma animada. En el debe, hay que señalar que esta serie pertenece aún al tiempo anterior a la revolución digital, por lo que abunda en torpezas e imperfecciones, en tácticas de abaratamiento de costes, propias de un tiempo en el que aún se animaba con acetatos, proceso laborioso y tedioso, propenso a fallos, que no admitía la posibilidad de correcciones y mejoras. Por ello, le falta la brillantez, la perfección en el acabado, el lujo, incluso el derroche, a los que nos ha acostumbrado la animación por ordenador. Sólo eso basta para repeler a mucho espectador joven, a los que puede parecer que la serie no llega a los níveles de calidad que se suponen normales.

Sin embargo, muchos de esos atajos devinieron poderosas herramientas estéticas. Ya saben, la necesidad y la virtud. Así, se da el caso de que algunas obras ya claramente pertenecientes al periodo digital pleno -como es el caso de Kara no Kyokai (El jardín de los pecadores, 2007-2013)-, siguieron utilizando con asiduidad esas soluciones ya anticuadas. Ya saben, el agua y las bendiciones. Por otra parte, en el caso de Boogiepop Phantom, esas herramientas son bastante efectivas. Al tratarse de una serie donde prima el factor existencial, junto la meditación y la duda son bastante apropiados el uso de planos fijos, los montajes de paisajes urbanos vacíos o los travelling sobre fondos inacabables. Le aportan la componente justa de desasosiego e inestabilidad que suele acompañar a cualquier búsqueda en pos de uno mismo.

¿Búsqueda? Más bien, desorientación y extravío. Sus protagonistas son adolescentes que han sido expulsados del refugio de la niñez, pero que aún no han encontrado abrigo en las (falsas) seguridades de la edad adulta. Vagan sin destino, sin referencias ni orientación, en un limbo erizado de peligros, tanto internos como externos, donde perderse, extraviarse para siempre, sería la conclusión más habitual, destino del que sólo la casualidad les libra. A algunos, no a todos, de ahí que su tono sea, casi desde el principio, tétrico y trágico. La serie, por tanto, ilustra esa adolescencia con las mismos tonalidades en los que muchos recordamos haberla experimentado, sin nada de las fábulas y adornos con que luego las reviste la nostalgia. Unos colores que, excepto en el último episodio, han perdido todo su brillo, adoptando una tonalidad pardoverdosa, la de un crepúsculo perenne incluso en el fulgor cegador del mediodía. Atmósfera asfixiante que se torna aún más claustrofóbica con el simple recurso de restringir nuestra visión a un círculo, a un túnel, fuera de cuyos límites todo queda borroso.

Los personajes evolucionan así en un mundo que asemeja un ensueño alucinatorio, a punto siempre de desvanecerse ante nuestro ojos, a abandonarnos en medio de la nada, donde nadie habrá de venir a encontrarnos. Desquiciamiento subrayado,  hasta un límite enloquecedor, por el extraordinario tratamiento sonoro de toda la serie. No sólo de la música, amalgama de todos los estilos musicales, del gregoriano a la música concreta y la electrónica, sino por su uso del ruido. Sonidos habituales que son distorsionados, se desmenuzan a medida que los oímos, o se aplican, en completa disonancia, a situaciones donde no deberíamos oírlo. Reflejos de ese mundo que ya no es un hogar para nosotros, que nos considera objetos extraños, que nos expulsa de sí mismo.

Un serie, en fin, que pone de manifiesto, de manera descarnada, ese horror de vivir en un mundo moderno, que presume de ser el mejor de los posibles, pero donde nos somos más que individualidades aisladas, abandonadas a su suerte. Condenadas para siempre al menor de los traspiés.



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