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domingo, 31 de mayo de 2020

Juegos de espejos (VII)
























































Si recuerdan, la quinta parte de Kara no Kyoukai (El jardín de los pecadores, 2007-2013), Mujun Rasen (Paradoja en espiral, 2008, Takayuki Hirao), podía considerarse una conclusión de esta serie de películas. Sólo la primera de varias, no obstante, puesto que la serie se construye sobre dualidades  excluyentes, obligadas a cohabitar en un mismo espacio angosto, cual si fuera una ilustración en imágenes del significado oculto trás del símbolo taoísta del Yin y el Yang. O dicho de otra manera, en un símil más próximo a nuestra herencia cultural, la historia narrada en Kara no Kyoukai es doble, a la manera de dos serpientes que se enroscasen la una sobre la otra, como las columnas serpentinas de los claustros medievales o, aún más atrás, el caduceo de Hermes, 

Así, si en Mujun Rasen se concluía la narración de una guerra entre magos, donde Shiki Ryougi se había visto envuelta de forma accidental, en Satsujin Kōsatsu, Go (Estudio de un asesinato, segunda parte, 2009,  Shinsuke Takizawa), la séptima parte, se completa la evolución personal de ese personaje. Los anhelos asesinos que habían estado a punto de enloquecerla en la segunda entrega, Satsujin Kōsatsu (Zen) (Estudio de un asesinato, parte 1, Takuya Nonaka), volverán a avivarse aquí, cuando una nueva racha de crímenes truculentos asole la ciudad en la que vive. Su dilema consistirá en decidir si debe entregarse a esos instintos destructivas, ahora que las circunstancias la han convertido en una persona bien distinta, o si existe alguna fuerza que pueda vencer sus reticencias, demoler sus resistencias ante el crimen. Convertirla en camarada, compañera y cómplice de ese nuevo asesino en serie, en tantos aspectos reflejo distorsionado -y sin embargo de gran parecido- de ella misma.

De nuevo, como en tantas ocasiones, el Yin y el Yang, en combate incesante, pero también como combinación irresoluble, puesto que de la existencia de uno depende la del otro. O por volver al símil occidental, las dos serpientes entrelazadas con tal fuerza que han devenido unidad indisociable, sin que sepamos si su agitación se debe un combate a muerte o a la furia devoradora de la pasión amorosa.

En ese sentido, Satsujin Kōsatsu, Go es tan compleja y ambicioso como Mujun Rasen, por lo que no es extraño que ambas entregas sean las únicas que alcanzan, con creces, la longitud de largometraje. Sin embargo, encuentro que Satsujin Kōsatsu, Go está un escalón por debajo de su compañera. En parte por que no es tan audaz en los aspectos visuales ni está tan bien trabada narrativamente como aquélla. Se advierten demasiado las costuras que separan sus secciones, al tiempo que su estilo es mucho más funcional, lo que no quita que algunas escenas sean sorprendentes, cuando no magistrales, caso de las capturas que abren esta entrada. Sin embargo, sus mayores problemas no son estéticos sino de orden temático, defectos que, me temo, ya estaban en el material de origen que adapta, las novelas de Kinoko Nasu.

Mis peros se dirigen contra dos puntos principales: la teoría del asesinato apuntada por el escritor y la escasa entidad a la que queda reducido el personaje masculino principal, Mikya Kokuto, frente a la complejidad del resto del reparto. Sobre el primer punto, Kinoko Nasu, en estas novelas, establece una diferencia entre lo que llama asesinato y lo que define como matanza. Ésta, entendida como matar a alguien sin razón alguna, al igual que haría un psicópata que elige a sus víctimas de manera aleatoria; aquél, definido como ese mismo acto de matar pero cuando hay una implicación emocional entre víctima y verdugo. Tan extrema que la única forma de resolverla es mediante la desaparición física de uno de los elementos de la pareja. De nuevo el Yin y el Yang llevado a su absurdo lógico.

Siguiendo con esta línea de razonamiento, el ejecutor de una matanza no es responsable, mucho menos culpable de la misma, ya que puede ser asimilado a una fuerza de la naturaleza. Es decir, al igual que no podemos enjuiciar un terremoto, encarcelar un huracán, tampoco podríamos exigir responsabilidades a un asesino en serie cuyas víctimas son productos del azar. Esa responsabilidad, por el contrario, sí podría ser exigida al asesino, tras cuyos actos hay motivos racionales, producto de esa extrema implicación emociamal. Sin embargo, aquí Nasu encuentra una exención al castigo: toda persona tendría derecho a a causar una única muerte durante su vida, siempre y cuando acepte llevar la carga de su pecado durante el resto de su existencia.

Para funcionar, creo que a esta filosofía le falta un punto de cinismo. Llevarla al extremo al modo de Sade. Su punto flaco es que, expuesta en esos términos, no habría justicia para las víctimas, cuya opinión jamás se examina ni considera. Es una carencia de la que Nasu se da cuenta, aunque sea de forma inconsciente. En toda la narración de Kara no Kyoukai el punto de vista ha sido el de los asesinos, sea en acto o en potencia, de los que hemos conocido sus sufrimientos en detalle, pero sin que se nos permita ver el de las víctimas. Éstas han quedado, o bien desdibujadas, meros elementos del decorado, sin otra utilidad que el servir de apoyo a la narración, o bien identificadas como criminales contumaces, por lo que su muerte era casi un beneficio. En el mundo de Nasu la justicia y la compasión sólo existen en un lado, el de los ejecutores, pero están ausentes del lado de los que sufren, mero rebaño frente a los tocados por el destino.

Pasando al otro extremo -de nuevo el Yin y el Yang- en Satsujin Kōsatsu, Go la personalidad del personaje de Mikya Kokuto se revela tan endeble como un castillo de naipes. Ya en las otras entregas, su única función era la de servir de apoyo a Shiki Ryouji. Era una restricción, un lastre y una atadura, que impedía que Shiki diera rienda a sus impulsos asesinos y se perdiera para siempre. En ese sentido, Kokuto estaba imbuido de una rectitud, casi santidad, astragante, pero que no llegaba a ser repelente, dado que sus apariciones eran escasas y comedidas. Se dosificaban sus intervenciones  con sabiduría para que no llegasen a ser empalagosas ni apartasen la atención del resto de los personajes. Interesantes en sus debilidades y obsesiones.

En Satsujin Kōsatsu, Go, por el contrario, su acusado sentido de la justicia adquiere la tonalidad del fanático, la de quien no admite excepciones, ni exenciones, a sus parámetros morales, por mucho que de su aplicación, en un caso concreto, vayan a derivarse perjuicios peores que los de no observarlos. Su integridad inquebrantable resulta así temeraria, nociva y contraproducente. En concreto, su empecinamiento en que el asesinato no está justificado jamás -y que el asesino puede ser redimido por muchas maldades que haya cometido- es de una irresponsabilidad criminal, cuando el enemigo un asesino en serie endurecido que acaba con la vida de inocentes sólo por atraer a la protagonista, Shiki, a su terreno y convertirla en lo que él ya es.

Sin contar con que la influencia moral que Kotuko tiene sobre Shiki está a punto de costarle la vida. Tanto a ella como a él.

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