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domingo, 26 de abril de 2020

Historia(s) de España (X)

Los sublevados buscaron pretextos y justificaciones, casi siempre toscos, para explicar su acción. Frente a eso se opuso lo inadmisible que era el rompimiento de un orden de base democrática y de soberanía popular, por defectos que tuviese. Pero no deja de ser también una explicación idealista que tiene poco que ver con la historia. Siempre he pensado que, desde su clase y desde su óptica, no le faltó razón a Gil Robles al escribir.

      En la primavera de 1936 no existía un verdadero complot comunista, según han pretendido hacer creer los historiadores de la España oficial: pero se había iniciado en muchos sectores de la península una profunda revolución agraria, que llevó al desorden y la anarquía a una gran parte del campo español.

No se iba a ninguna revolución proletaria. Pero, como otras veces he escrito,

    ...es verdad que se iba al cambio de las relaciones de producción en la España agraria: ca una mayor presencia de los sindicatos en la producción industrial y, tal vez, al control harto moderado que Caballero había propuesto, sin éxito, cuando el primer bienio.

Sevilla-Guzmán ha explicado también:

      La República burguesa, estaba tornándose por vez primera en una auténtica República de trabajadores. El pronunciamiento militar del 17 de julio evitó que esto llegase a realizarse. 

Con terminología distina, Malefakis viene a decir lo mismo.

      La magnitud de la amenaza que la Ley Agraria planteaba a las clases proseedoras no las permitía tolerar sus realización.

Febrero de 1936 significaba una pérdida del poder político mucho más grave que para las antiguas clases dominantes, que la de 1931.

Pierre Malerbe, Manuel Tuñón de Lara, Maria Carmen García-Nieto, José-Carlos Martínez Baqué, La crisis del Estado: Dictadura, República, Guerra. Tomo IX de la Historia de España dirigida por Tuñón de Lara

El acontecimiento por excelencia del siglo XX español es el binomio Segunda República/Guerra Civil. A casi 90 años de la proclamación de la Segunda República, la divisoria entre los campos políticos siguen marcándose de acuerdo con los bandos de la Guerra Civil, del que depende la valoración que se dé a esa efímera experiencia democrática, encajonada entre dos dictaduras de derechas. Para empeorarlo, la radicalización de la derecha española, iniciada en los 90 y culminada en esta década, ha provocado una exasperación del debate histórico. Las mentiras propagadas por portavoces de esa nueva ultraderecha militante, como Pio Moa o César Vidal, han impedido que se progrese en el conocimiento y apreciación de ese periodo crucial, al menos en la conciencia popular. Las falsedades de la propaganda francisca, interesada en disfrazar su traición como justa rebeldía, han sido revitalizadas. Se han convertido en dogma de fe de esa derecha que no oculta sus tentaciones autoritarias, mezcladas con un neoliberalismo devastador para las clases más pobres.



Uno de esos mitos, cuando no el principal, ha sido la accidentalidad del golpe de estado del 18 de julio de 1936. Según la versión franquista, su desencadenante habría sido el atentado mortal contra Calvo Sotelo, en el que participaron miembros de la Guardia Civil y de los Guardias de Asalto, confirmando la deriva hacia un izquierdismo radical del gobierno del Frente Popular. Ese hecho, por sí sólo habría desencadenado -forzado- la organización de una conspiración golpista a última hora, al demostrar que era imposible una convivencia desde la derecha, mucho menos colaboración, con el nuevo gobierno republicano. La rebelión, en tanto que acto de justicia y como defensa in extremis, estaría más que justificada.

Sin embargo, los hechos son muy otros. Desde siempre se ha sabido que la noche de las elecciones de febrero hubo intentos, por parte de la derecha, para impugnarlas y proclamar el estado de guerra. El punto culminante fueron las entrevistas de Gil Robles, dirigente de la Ceda, y Francisco Franco, jefe del Estado Mayor del Ejércitos, con Portela Valladares, aún presidente del gobierno, para aplicar esas medidas e impedir el acceso del Frente Popular al poder. Sólo la actitud firme de Portela evitó esa violación de la legalidad republicana, así como un fin anticipado de la República. En la práctica, desde ese mismo día, comenzó la organización en serio de un golpe militar por parte de sectores del ejército y de la derecha, quienes consideraban que ya no tenían lugar en una República gobernada por el Frente Popular. La fecha fue retrasada una y otra vez, por problemas organizativos y dificultades varias, de forma que su coincidencia con la muerte de Calvo Sotelo no es otra cosa que accidental. Una excusa urdida a posteriori.

Repitámoslo: desde la misma noche de las elecciones, sectores del ejército y de la derecha se negaron a aceptar la alternancia en el poder, de manera que comenzaron a preparar un golpe de timón autoritario. Otras formaciones de extrema derecha, como la Falange, se embarcaron en una campaña de acciones simbólicas, atentados y asesinatos que buscaban propiciar una revolución reaccionaria y la consiguiente toma del poder. Se contribuyó así a ese clima de exasperación, con un goteo de muertos y de destrucciones inacabables, que dio a la primavera de 1936 ese tono de catástrofe inminente. Una atmósfera que sirvió, a los organizadores del golpe, para justificar a posteriori su acción, además de crear la impresión, aún creída por amplios sectores, de que la República, a esas alturas, se hallaba ya en fase terminal.

Esto no quiere decir que las fuerzas de izquierdas fueran ajenas a la paulatina degradación del orden público. El anarquismo español, de gran implantación en Cataluña y el agro andaluz, siempre fue un elemento incontrolable en el panorama político de la República. Desde el punto de vista anarquista, cualquier gobierno republicano era burqués, sin importar si se proclamaban de derechas o de izquierdas. Debían ser abatidos mediante una revolución -la famosa huelga general revolucionaria- que sólo tendría éxito cuando las condiciones hubieran empeorado tanto que la población se viera forzada a elegir esa salida. Ese «cuanto peor, mejor» les llevaba a desear un levantamiento militar, incluso propiciarlo, considerando, en su ingenuidad, que sería el disparadero de su revolución. Triunfante y definitiva.

No hay que olvidar, asímismo, la trayectoria errática e irresponsable del PSOE en esos meses. El partido estaba dividido en una línea legalista, la de Prieto, y una más sindicalista, la de Largo Caballero. Éste, confiando en que podrían acceder al poder sin ambages, una vez que los gobiernos de centro izquierda se hubiesen hundido debido a su impotencia; aquél, proponente de una colaboración, incluso de una participación en el gobierno, que permitiera completar las reformas inconclusas del bienio 1931-1933. Ganaron los partidarios de Largo Caballero, hurtando un apoyo importante al nuevo gobierno de Azaña, luego de Casares Quiroga, al tiempo que se daban alas a los sectores más radicales del PSOE. Los partidarios de la unificación con el raquítico partido comunista y de una revolución similar a la anarquista.

No hay tampoco que olvidar la mezquindad de algunas de las decisiones del gobierno del Frente Popular. En primer lugar, la destitución del presidente Alcalá Zamora, imperdonable e injustificable cuando se considera que sólo su firme negativa había impedido, durante el periodo 1934-1936, que un partido tan poco democrático como la CEDA llegase a presidir el gobierno de la república. Luego, la actitud temeraria de la comisión parlamentaria encargada de resolver los problemas de recuento electoral en algunas circunscripciones aisladas, que de manera sistemática decidía en contra de los partidos de derechas. Ése y no otro fue el origen del mito del pucherazo electoral al que tanto vuelo se le ha dado en los últimos tiempos. Sin olvidar la tibieza del gobierno en actuar con igual firmeza contra los actos terroristas realizados por las izquierdas o la actitud equívoca de algunos miembros de las fuerzas de seguridad, caso del teniente Castillo o los asesinos de Calvo Sotelo. Unos hechos que contribuyeron a enajenar muchas simpatías entre las derechas, que pensaban en una complicidad del gobierno republicano con los sectores revolucionarios, lo que aumentó así los apoyos ya existentes de un golpe de estado.

Sin embargo, esto no debe apartarnos de la conclusión real. El gobierno del Frente Popular, en esos meses, sólo pretendía volver a poner en vigor la legislación social aprobada entre 1931 y 1933. Esa mismas que había sido abolida por los gobiernos radical-cedistas entre 1934-1936. En ese periodo ya había quedado claro que los poderosos del tiempo de la Monarquía -Ejército, terratenientes, grandes fortunas- no estaban dispuestos a unas reformas necesarias para el país, pero que afectasen a su dominio político o disminuyesen su peso económico. Antes que eso, preferían romper la legalidad republicana, propósito en el que se embarcaron, como queda dicho, desde la misma noche de las elecciones, cuando la victoria del Frente Popular se tornó una realidad incontestable.

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