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domingo, 22 de marzo de 2020

Ocasiones perdidas



































































Keiichi Hara tiene en su haber dos animes excelentes: el complejo y turbador Colorful (2010) y el maravilloso Sarusuberi (Miss Hokusai, 2015). Pueden imaginarse la ilusión con que esperaba Birthday Wonderland (2019), pero me he llevado una gran decepción. Por desgracia, parece que mi vuelta a las salas de cine ha coincidido con una ristra de animes que ni fu ni fa. Obras menores de autores interesantes, incluso mayores. En el caso de Hara, creo que ha intentado jugar a ser Miyazaki -por decir un nombre famoso-, sin darse cuenta de qué convierte a ese director en especial, qué distingue sus obras del común de los animes. Una falta de tino que también lastraba el Hoshi o Ou Kodomo (Viaje a Agarta, 2011) de Makoto Shinkai, de cuando éste director aún no se había convertido en otro fabricante más de estereotipos.

Antes de explicarles en detalle mis peros, les voy a poner un ejemplo de un patinazo de la película. Menor, pero sintomático. Al principio de la cinta, se inserta una digresión sobre los conflictos de la protagonista en la escuela. En primer lugar, esa escena no tendrá ningún peso en la trama posterior, ni iluminará el carácter de la protagonista. Queda ahí, aislada, incomoda, metida con calzador, sensación subrayada por que luego se resuelve durante los títulos de crédito, cuando ya nadie se aordaba de ella, claro indicador de que podría haberse cortado sin ningún problema. Para empeorarlo, la escena está muy mal montada. Lo que la secuencia de planos y de posiciones de cámara apunta es que la protagonista está siendo objeto de acoso, pero no es así. ¡Es ella quien ha causado, de forma involuntaria, que a una compañera se le haga el vacío! Una torpeza de ese calibre es indigna de un director con dos películas notables, lo que lleva a pensar que gran parte de sus aciertos estaba en el material de partida.

Esto viene confirmado por el abismo que media entre las intenciones de Hara y sus resultados. Birthday Wonderland, como otros muchos animes, intenta llevarnos, junto a los protagonistas, a un mundo paralelo cuya extrañeza nos provoque asombro, cuya maravilla nos anonade. Sin embargo, cuando Miyazaki -o por poner otros ejemplos no tan estereotipados: Tenku no Escaflowne (Escaflowne, 1996, Kazuki Akane) o Ima, Soko ni Iru Boku (Aquí y allí, ahora y entonces, 1999, Akitaro Daichi) -, optaban por esa vía, la historia era lo primero. La maravilla y el asombro surgían de forma natural, sin ser subrayadas, puesto que lo que para nosotros era chocante, para los habitantes de ese mundo era la cotidianidad. Incluso cuando nuestro punto de vista era el del recién llegado a ese mundo, lo que regía sus reacciones era el brusco choque con una realidad incompresible, que podía llevarlos a la depresión más profunda. A la estupefacción, la inacción y la impotencia.

Aquí por el contrario, son demasiadas las escenas puestas sólo para provocar nuestro asombro, nuestra admiración, sin importancia ni peso real en la trama. Un descaro que no se oculta, ni se disfraza, sino que se subraya mediante el arrobamiento de los protagonistas, así como con una banda sonora intrusiva. Al estilo de ese Hollywood que intenta dirigir nuestros sentimientos con músicas enfáticas, pero sin alma alguna. Una maravillas de un mundo opuesto al nuestro que además rozan, cuando no se regodean, la cursilería más empalagosa, esa exaltación de lo Kawai como rasgo cultural definitorio en donde ha acabado empozándose la cultura japonesa. Nada que ver con el misterio, la magia, el desasosiego o la amenaza, incluso el terror religioso, político o existencial, que impregnaba los tres ejemplos anteriores, cada uno de ellos obra mayúscula por méritos propios.

Defectos que podrían haber sido disculpables, si la estructura narrativa o su plasmación fílmica hubiera sido más sólida y coherente. Por el contrario, las escenas, los parajes que se visitan, parecen haber sido puesto allí por mera conveniencia, como si se rellenasen los puntos de una lista. Por supuesto, tiene que haber una comunidad rural ideal, donde sus habitantes viven en armonía sin conflictos alguno. Por supuesto, tiene que haber una ciudad industrial, al estilo de la Inglaterra del siglo XIX, donde reine la pobreza y la desigualda. Algo que chirría cuando se muestra que -¡por supuesto!- ese mundo paralelo es un reino regido con  justicia y prudencia por un rey providencial, quien va acompañado, por supuesto, por su habitual corte de nobles al estilo de un pasado indefinible. 

Sin olvidar los magos, los alquimistas, los hechizos y las profecías, todo en un totus revolutum que no tiene sentido alguno y cuyas reglas se rompen a la mínima. Sin que lo que vemos tenga repercusión alguna en los personajes, mucho menos en el público, sino que será consignado al olvido en cuanto se salga de la sala de proyección.

Fracaso amargo en un director de la categoría de Hara. Más triste aún cuando se repara en que los ademanes, el lenguaje corporal, la actuación, en suma, de los personajes está descrita con especial verdad. Con el ojo certero de quien sabe contemplar el mundo que nos rodea, con el talento para luego reproducirlo con precisión y justicia.

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