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viernes, 27 de marzo de 2020

Esperando a que tiren la bomba (y XIV)





























Ya sabrán que Watkins es, ante todo, un cineasta político. Ese punto de partida estético no se reduce a presentar un ideario, como haría un director más torpe, sino que pretende mostrarnos como los recursos del cine, en apariencia neutros, ya suponen una toma de postura ideológica. Las mismas imágenes, dependiendo de cómo se rueden, encuadren y monten, pueden llevar al espectador a conclusiones completamente distintas. Su objetivo, por tanto, es dejar evidente la tramoya del oficio, de manera que aprendamos a reconocer los trucos con que se nos intenta inducir a pensar de una manera. Descubriendo, de paso, las mentiras con las que nos engañan a diario.

No es de extrañar que muchas de sus películas importantes sean falsos documentales, pero no en el sentido de engañar al espectador o de buscar una conclusión humorística. Por el contrario, desde el principio queda claro que lo que estamos viendo es un recurso necesario -una muleta, podríamos decir - para que comprendamos hechos que no se podrían entender de esa manera, caso de Culloden (1964) o The War Game (1965. En Culloden, porque es el único medio de descender hasta el hombre normal, ese protagonista anónimo al que se deja siempre de lado en toda reconstrucción histórica. En The War Game, porque los hechos son tan inusitados que se necesita un guía para que podamos interpretarlos, apreciar la auténtica medida de su horror, una estrategía que supo utilizar muy bien Threads (1984).

Este tendencia se acentuaría en películas posteriores. En Punishment Park (1971) rompió una ley no escrita del buen documental, la de dar protagonismo al equipo de rodaje, pero en ese caso servía para hacer trizas cualquier pretensión de ecuanimidad que pudiera servir de refugio, de excusa, ante los hechos que observamos. Apostilla, además, una conclusión que para Watkins es esencial: no podemos ser neutrales, tenemos que tomar partido, luchar por lo que creemos justo. No hay otro camino posible. Ni para nosotros, ni para Watkins, cuya trayectoria fílmica fue un combate continuo contra el sistema, lo que le llevó a ser perenne apátrida, siempre en busca de un lugar donde recalar y poder rodar. Este intervencionismo llegaría a su culmen en La Commune (2001), recreación de ese hecho histórico en donde se atreve, a mitad de metraje, a interrumpir la narración y embarcarnos en un debate entre los actores: sobre las carencias y destino de la izquierda a comienzos del siglo XXI.

Resan (La travesía, 1986) no es una excepción. Uno de sus hilos fundamentales, como ya vimos, es como los medios ocultan la realidad horripilante de la guerra termonuclear e intentan anestesiarnos en una falsa seguridad: la guerra no ocurrirá, si tiene lugar la ganaremos, sus consecuencias serán asumibles. Sin embargo, además de ese trabajo de desmontaje, la honestidad de Watkings le lleva, de vez de en cuando, a comentar lo que él mismo hace. Quizás por un cierto resquemor a que pudiera ser acusado, él mismo, de manipulador, pero que no evita que su sinceridad sea muy poco común en un arte, como el cine, tan abundante en profetas e iluminados. Digna de loa sólo por atreverse a desnudarse y enseñar sus trucos de prestidigitador.

Ése es el sentido de la escena que vemos arriba, el paseo apresurado por un búnker antiatómico en medio de la ciudad de Hamburgo. Una escena, que se conecta, de forma abrupta, con las conversaciones con supervivientes de Hiroshima y sus hijos, hermanando a las antiguas víctimas con las posibles nuevas. Sin embargo, las conexiones no se detienen allí. Un poco antes, Watkins nos ha hablado del bombardeo convencional de Hamburgo, la primera vez en que se arrasó una ciudad entera en pocas horas, con unos resultados y un número de víctimas del mismo orden que el de Hiroshima. De hecho, casi la única diferencia entre ambas masacres es la radiaoctividad, lo que nos lleva a dos conclusiones muy incómodas. La primera, que la diferencia entre Hamburgo e Hiroshima es sólo de grado; la segunda, que no hubo grandes debates ni problemas morales a la hora de lanzar la bomba atómica. Se trataba, de forma descarnada, de arrasar otra ciudad más. Con el plus de que ahora se podía conseguir con un sólo avión y no con cientos.

Cadena de pensamientos y de imágenes que nos lleva a otra conclusión. Cualquier medida para proteger a la población ante la guerra nuclear es, por definición, inútil. Esa impotencia se convirtió en un secreto primordial de la Guerra Fría, mantenido para no provocar el pánico -y la oposición- de la población. Baste decir que en los años sesenta, todos los países abandonaron los planes de evacuación y la construcción de refugios nucleares. Dada la cantidad de bombas en los arsenales y la capacidad de destrucción de cada  una de ellas, del orden de megatones, el número de muertos sería de cientos de millones, cuando no de miles, se hiciera lo que se hiciera, se planease lo que se planease.

Como este refugio nuclear, situado apenas unos metros bajo el nivel del suelo, en el centro de la ciudad, donde miles de personas tendrían que agolparse en un espacio angosto, donde sólo podrían permanecer sentados, sin posibilidad de apenas moverse. Con cuatro hornillos eléctricos para alimentar a todos.

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