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miércoles, 25 de diciembre de 2019

Cartas de amor













































Lo primero que me sorprendió, cuando me puse a revisar Sennen Joyou (Millennium Actress, 2001, Satoshi Kon) en su brillante reedición en Blue Ray, es que ya han pasado casi veinte años de su estreno. En aquellos años, los primeros de este siglo, el anime consiguió, por primera vez, prestigio crítico internacional, sin quedar restringida su apreciación a los grupos marginales de otakus. En aquella década inicial del siglo, el espectador normal pudo redescubrir a los viejos maestros - fue cuando se afianzó de manera definitiva la fama del estudio Ghibli-, cuya obra se mezclaba, en un único continuum, con la de los nuevos nombres que empezaban a abrirse paso. Fue también el tiempo en donde el anime parecía ser capaz tanto de narrar historias maduras y profundas, como de de colocarse aparte y en oposición a los tics del cine comercial hollywoodense. Una primavera que, me temo, duró bien poco. A finales de esa década, los principales estudios resultaron muy tocados por la crisis económica, mientras que la dependencia con respecto al público otaku condujo a subrayar y adquirir otros manierismos, igual de nefastos y manidos que los del cine de Hollywood.

Si tuviera que elegir un autor y una película para simbolizar ese tiempo de bonanza sería el del malogrado Satoshi Kon y su Millennium Actress.  Incluso en su primera obra en solitario, la muy notable Perfect Blue (1997), este director mostraba dos características que se tornarían esenciales en su cine posterior. Ambas, además, expresión de una contradicción esencial que no impedía que se complementasen en un todo indisociable. Por un lado, la inserción en un realismo casi a ultranza que en ocasiones, como era el caso de Paranoia Agent, se tornaba auténtica crítica social y político. Por otro, la concepción de esa misma realidad como una gruesa capa de estratos formados por nuestros propios recuerdos. Cada uno de un material distinto según la época en que se depositasen, todos ellos plegados, deformados, incluso metamorfizados, por las incidencias posteriores, sin importar que fieran triunfos o fracasos. Por esa razón, con independencia de la verosimilitud con que fuera recordado -o plasmado en la pantalla-, nada podía asegurarnos que lo evocado -o presenciado como espectador- coincidiera con lo acaecido en realidad.

Esos dos temas -contradictorios y complementarios, como les decía- creo que hallan su máxima expresión en Millennium Actress, la biografía de un gran diva ficticia del cine japonés de mediados del siglo XX. Una figura inspirada lejanamente en la de la grandísima Setsuko Hara, con la que comparte una repentina retirada y un testarudo aislamiento, aunque no el tipo de cine que cada una cultivó. Un excusa argumental que que sirve a Kon para trazar una doble historia: la del Japón del siglo XX,  con su locura militarista y su deriva fascista, que condujo a su entrada en la Guerra Mundial, abocándola a una catástrofe nacional sin paliativos: además de un resumen de lo que constituyó el cine japonés clásico entre 1920 y 1960, tanto en sus formas más populares como aquéllas más cultas. Una auténtica carta de amor a un cine ya pasado, casi olvidado, en la que se entreveran referencias a multitud de películas que a todo aficionado le suenan, aunque no se referencien de forma explícita.

Se construye así un pseudocumental que bien podría haberse rodado en imagen real, modo que incluso podría pensarse le hubiera sido más propio. Sin embargo, Kon consigue llevarlo al terreno de la animación - y al suyo propio-, haciendo un uso magistral de la segunda característica de su cine: nuestra imposibilidad de discernir entre lo sucedido y lo imaginado. En el transcurso de la película se entremezclan acontecimientos que se suponen reales con las supuestas imágenes de las muchas películas que rodó la protagonista del film, de forma que, en ocasiones, es casi imposible decidir en qué plano nos estamos moviendo -y llevando a uno de los personajes, el único que permanece un poco lúcido, a tirarse de los pelos ante tal confusión-. Un desconcierto que nunca llega a desembocar en caos narrativo, y que sólo lo parece así debido a las audaces transiciones entre escenas, ambientes y épocas sin relación ni conexión real que se permite Kon. Auténticos juegos de prestidigitación que sólo están al alcance de la forma animada, única capaz de tornarlas creíbles.

No obstante, a pesar de los múltiples planos narrativos y temporales, de la confusión inducida en el espectador por los repentinos saltos, de la imposibilidad de saber qué es soñado, qué es real, la película se sostiene. Es más triunfa, entonces y ahora. Se nota en todo momento la mano de un maestro del montaje y de la dirección, como fue Kon. En realidad, la anécdota narrativa es mínima, casi inexistente, la de una mujer que busca con insistencia, en la realidad y en la ficción, a un antiguo amante perido, pero Kon sabe dotar esa delgada base de una amplitud inesperada, que no está reñida con una rígida unidad interna. No importan los recovecos y desvíos en los que la película parezca perderse, al final todos ellos apuntan a un mismo destino final. Puerto de arribada señalado y anticipado por una serie de elementos recurrentes -la llave que porta la protagonista o las omnipresentes ruedas que simbolizan tanto el paso del tiempo como el movimiento-, que alcanzan su cénit en la penúltima escena, cuando todas las diferentes etapas, atajos y desviaciones que hemos recorridos se remontan en otro orden. El preciso para queden subrayadas sus similitudes y concordancias.

Lástima, en conclusión, que Kon nos dejase tan pronto. Aunque a saber si le hubieran dejado continuar rodando a su manera, ahora que incluso los maestros más rebeldes y transgresores parecen haberse resignado a ser domado.

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