En los últimos años, el panorama expositivo madrileño se ha visto ampliado con las muestras que Artemisia, un conglomerado artístico italiano, organiza en el Palacio de Gaviria, recuperado y restaurado para esas ocasiones. Debería alegrarme, -todo nuevo espacio expositivo es bienvenido- pero les confieso que tengo sentimientos encontrados. Empezaron muy fuertes, con Escher y el Surrealismo, aunque sin esconder que buscaban apelar al público y los recientes cambios de gusto. Así, entre medias tiraron de Mucha -que empacha y astraga como los dulces en grandes cantidades- para continuar con Tamara de Lempicka. Una exposición, esta última, muy loable, ya que recuperaba a una pintora valiosa, por desgracia famosa por razones extrapictoricas, pero que en su selección de piezas acababa por ser un injerto entre almacén de Ikea y planta de moda del Corte Inglés. Con poca pintura, mucho vestido y demasiado mueble.
Tras haber estado centrada en la modernidad, Artemisia ha vuelto la vista a los antiguos maestros, en concreto a la pintura flamenca de los siglos XVI y XVII. La nueva muestra tiene de nombre Bruegehel, Maravillas del arte flamenco, y se propone trazar la historia de esa larga dinastía de pintores, central en la evolución del arte europeo de esa época, y con varias figuras notables entre sus filas, más allá de su fundador. Para que se hagan una idea, primero tenemos a Pieter Brueghel el Viejo, el más famoso de todos, creador de una serie de imágenes icónicas que figuran en todas las historias del arte. No sólo por su carácter de símbolo reconocible al instante, sino por la riqueza de su detalle y la calidad de su pincelada. Digno cierre a ese miniaturismo obsesivo, creador de un realismo asombroso por vía de la microscopía -y no la perspectiva, como el Renacimiento Italiano-, que había caracterizado el arte flamenco desde los van Eyck.
Luego estarían los dos hijos de Brueghel, Pieter el Joven y Jan el Viejo. El primero, empeñado en copiar sin tapujos los cuadros de su padre, montado sobre la ola de su fama, aumentándola incluso; el segundo, relacionado con todos los grandes del Barroco flamenco - empezando por Rubens -, a los que sirvió de colaborador en infinidad de obras, principalmente pintando los paisajes. Los hijos de Jan el Viejo, Jan el Joven y Ambrosious, continuaron la tradición familiar, especializándose en paisajes y alegorías. Y aún habría una cuarta generación de pintores, la del hijo de Jan el Joven, Abraham, quien abandonaría Flandes para asentarse en Italia y cuya pintura ya tiene poco que ver con la de sus antecesores, acercándose a un barroco final rayano con el Rococó.
Comp pueden ver, las cuatro generaciones de la familia Brueghel abarcan más de un siglo y medio de la historia de la pintura europea, desde el Renacimiento al comienzo del Rococó, coincidentes además, con la segunda etapa de brillo de la pintura Flamenca tras los esplendores del siglo XV, aún perceptibles en Pieter el Viejo. Había por tanto, tema más que suficiente para hacer varias exposiciones partiendo de un mismo material, con solo cambiar el punto de vista. Desde trazar una evolución del arte europeo tomando esta familia como eje de la narración, a narrar las relaciones del arte flamenco con las otras escuelas de su tiempo, ya fueran las pervivencias del Gótico en el siglo XVI, el barroco internacional de Rubens, apreciado por todas las cortes europeas, o las relaciones con la Italia renacentista y barroca. Sin olvidar los mecanismos quasiindustrriales en los que esas pinturas se creaban, con los talleres organizados como empresas alrededor del nombre de un maestro, quien cobraba los trabajos de acuerdo con su participación; o los cambiantes gustos de un público siempre en busca de novedades artísticas con las que distinguirse, al que una temporada le iban las alegorías ultracultas, para a la siguiente pirrarse por el constumbrismo que se burlaba de los campesinos o presumir de lo último llegado de las capitales del arte.
Pues bien, nada de eso. Al final la muestra tira por el camino de en medio y elige un punto de vista temático -paisajes, marinas, alegorías, costumbrismo, mitología-, lo que no sería desdeñable si no fuera porque cada sección es un revoltillo de obras de los Brueghel, donde bien todo puede ser de Pieter el Viejo, para en la siguiente no salirse de Ambrosius. Sin avisar y sin concierto. Ni permitirnos comparar como cada uno de ellos se acercaba a temas que eran arquetípicos, en el mejor de los casos, clichés usados, en la gran mayoría.
Comp pueden ver, las cuatro generaciones de la familia Brueghel abarcan más de un siglo y medio de la historia de la pintura europea, desde el Renacimiento al comienzo del Rococó, coincidentes además, con la segunda etapa de brillo de la pintura Flamenca tras los esplendores del siglo XV, aún perceptibles en Pieter el Viejo. Había por tanto, tema más que suficiente para hacer varias exposiciones partiendo de un mismo material, con solo cambiar el punto de vista. Desde trazar una evolución del arte europeo tomando esta familia como eje de la narración, a narrar las relaciones del arte flamenco con las otras escuelas de su tiempo, ya fueran las pervivencias del Gótico en el siglo XVI, el barroco internacional de Rubens, apreciado por todas las cortes europeas, o las relaciones con la Italia renacentista y barroca. Sin olvidar los mecanismos quasiindustrriales en los que esas pinturas se creaban, con los talleres organizados como empresas alrededor del nombre de un maestro, quien cobraba los trabajos de acuerdo con su participación; o los cambiantes gustos de un público siempre en busca de novedades artísticas con las que distinguirse, al que una temporada le iban las alegorías ultracultas, para a la siguiente pirrarse por el constumbrismo que se burlaba de los campesinos o presumir de lo último llegado de las capitales del arte.
Pues bien, nada de eso. Al final la muestra tira por el camino de en medio y elige un punto de vista temático -paisajes, marinas, alegorías, costumbrismo, mitología-, lo que no sería desdeñable si no fuera porque cada sección es un revoltillo de obras de los Brueghel, donde bien todo puede ser de Pieter el Viejo, para en la siguiente no salirse de Ambrosius. Sin avisar y sin concierto. Ni permitirnos comparar como cada uno de ellos se acercaba a temas que eran arquetípicos, en el mejor de los casos, clichés usados, en la gran mayoría.
Para ser justos hay que señalar que la exposición lo tenía muy difícil para ofrecer una visión equilibrada de los Brueghel. Era imposible que un museo Europeo -ni siquiera el Prado, que está al lado- hubiese cedido uno de los pocos cuadros de Pieter el Viejo que se conservan. Ni siquiera los de Jan el Viejo, dado que los mejores suelen ser de grandes dimensiones y estar asociados a artistas de gran fama -Rubens, de nuevo- que imposibilitan su traslado. Así que no queda otra que tirar de la morralla y exhibir cuanto Brueghel menor -o aledaños- se encontrase.
¿Se habría podido encontrar otra solución? Sí, y en cierta manera se halla. De Pieter el Viejo se conserva una importante obra gráfica, ya sea en forma de dibujos originales o de grabados basados en su obra. Son muestras, en pequeño formato, de su aguda imaginación, al que se unía talento poco común a la hora de reflejar detalles más nimios, pero aún así esenciales. Parte del encanto de sus cuadros se debe a ese gusto por la miniatura -heredado de la pintura flamenca del XV-, ya que a cada visita siempre cabe la esperanza de encontrar un detalle nuevo, algo importante que se había pasado por alto y que desde ese momento ya no se despintará de la memoria. Sus cuadros, como los de muchos pintores flamencos anterior -Breughel es casi el último representante-, son territorios de exploración, en los que adentrarse y perderse, abismarse en la contemplación. Un atractivo que se conserva en sus diseños, como se puede apreciar en los ejemplos que he adjuntado.
De hecho, la exposición podría haberse bastado con sólo eso, con mostrar dibujo tras dibujo de Pieter el Viejo, además de mostrar como sus descendientes iban adaptando sus ideas a un público nuevo, caso de Pieter el Joven, o trasladándose a territorios nuevos, caso de Jan el Viejo o Abraham. No es así, por desgracia. Esas relaciones quedan sin desvelar y, a cambio, nos queda sólo el batiburrillo. Mejor dicho, una serie de salas desconectadas en las que brilla uno sólo de los Brueghel, contradiciendo así esa tematicidad de la que se ufana la muestra.
No hay que ser muy ciego para darse cuenta que no todos los Bruegel cultivaron los mismos temas, sino que tiraron por caminos muy distintos, destacando la oposición ente los dos Pieter, anclados en su goticismo, frente al barroquismo de Jan el Viejo y Abraham. Con el añadido, además de que en los casos en que sí se puede establecer un parangón, uno de los Brueghel suele salir muy desfavorecido. No ya Pieter el Joven copiando con desgana y apresuramiento a su padre Pieter el Viejo, sino en especial Ambrosious haciendo lo propio con su padre Jan el Viejo. Sin poder evitar que sus cuadros no pasen de ser un torpe remedo de los de su progenitor.
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