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sábado, 12 de octubre de 2019

Lujo, calma y voluptuosidad


Si tengo que agradecer algo al CaixaForum es su dedicación constante a la Arqueología. Desde mi adolescencia, cuando devoré el libro Las colinas bíblicas (Las colinas bíblicas, Eric Zehren), sobre las excavaciones en Oriente Próximo y Egipto, esa ciencia ha sido una de mis grandes pasiones. Aquélla actividad a la que me hubiera gustado dedicar mi vida - eso, o a escribir-, sino fuera porque mi profesión terminó muy otra. Así que ya pueden imaginarse que no me pierdo mi cita anual -a veces bianual- con la Arqueología y la Caixa. Ya desde 1983, cuando pude visitar una muestra dedicada -no se lo pierdan- a la mujer en el Antiguo Egipto.

En esta ocasión la exposición tiene de título Lujo, de los Asirios a Alejandro Magno, y se centra en las artes aplicadas -Orfebrería, Alfarería, Ebanistería, incluso Jardinería- de un periodo inmenso: desde el origen de la civilización con los sumerios hasta la irrupción del Helenismo con Alejandro. Casi tres milenios en los que Oriente Próximo fue el centro del mundo mediterráneo, junto con Egipto, o al menos así lo vieron las civilizaciones que echaron a andar en en el primer milenio antes de nuestra era - griegos y romanos-, así como ellos mismos. Bien como una civilización que siempre se vio una y eterna -la egipcia-, bien como otra que fue renaciendo una vez de sus cenizas, en múltiples estados sucesores -Sumer, Akad, Babilonia, Asiria, Persia-, hasta apagarse en el caos que siguió a las conquistas de Alejandro. No de manera catastrófica, sino lenta e inexorablemente, hasta que las ciudades del creciente fértil devinieron inmensos campos de ruinas.


No obstante, la exposición no trata de los altibajos políticos, ni del auge y ocaso de los imperios, aunque estos de filtren de manera inevitable. Desde hace ya bastantes decenios se intenta dejar de lado las crónicas, los nombres de batallas, las listas interminables de reyes, que poco o ningún significado aportan a nuestro conocimiento de la época, fuera de un esquema temporal. Lo que de verdad interesa -y ésa ha sido siempre mi opinión, ya desde mi adolescencia- es llegar a comprender a esas personas del pasado, ser capaces de superar las distancias temporales, para conseguir pensar como ellos. Verles tal y como ellos se veían a si mismos, sin las deformaciones- interesadas o no- que siempre incluimos en un análisis o una reconstrucción.

En esa tarea, estos objetos humildes son de capital importancia. Nuestra visión del pasado suele reducirse a ruinas, quemadas por el tiempo, vacías de todo excepto ellas mismas, sin trazas de su utilidad originaria. Debemos imaginárnoslas amuebladas, decoradas, dotadas de todo aquéllo que sirviese para hacerlo habitable, utilizable, con un propósito, ya fuera éste para el placer, el ocio,  el comercio, el trabajo, el gobierno o el culto. ¿Tarea imposible? No del todo. Por ejemplo, en el caso de los asirios, sus relieves intentaron ser una imagen cabal y completa del mundo, como conviene a una propaganda para embajadores de pueblos vecinos o las representaciones de los pueblos sometidos. Así, en esos relieves, podemos contemplar sus muebles, de los cuales sólo nos han llegado los apliques ornamentales -como los de la imagen de abajo-, sus tapices y alfombras, reproducidas sus tramas en piedra, incluso sus jardines -como en la imagen de más arriba- hasta incluso poder reconstruir como se regaban y organizaban.



La exposición no se queda ahí, en esa reconstrucción de la vida cotidiana. Estos objetos preciosos lo eran por su escasez, lo que significa que los imperios, por muy poderosos que fueran, tenían que comerciar con pueblos de fuera de sus fronteras.  Así, el lapislázuli, única fuente de azul ultramar en la antigüedad, tenía que ser traído de Afganistán, mientras que los huevos de avestruz, símbolos de eternidad, debían cruzar el Sahara en su camino desde el sur de África. Rutas comerciales en las que  origen y destino no tenían por conocerse, ni mucho menos saber de su existencia, de forma que su mantenimiento se debía a intermediarios como los Fenicios. Siempre interesados en ocultar la fuente de sus negocios, no fuera que se entrometieran otros, para los que no dudaban en cubrir esos objetos -y los pueblos de donde procedían- de una patina de misterio y maravilla, propia de los confines del mundo.

Un comercio que, no se olvide, era una vía de doble sentido. Si las materias primas fluían a los imperios para ser transformadas en joyas, artículos lujosos, objetos de prestigio, estos refluían a sus vez a sus orígenes, aunque sólo fuera en forma de modelos y plantillas. Se pueden encontrar así tipologías de collares, brazaletes, joyas, ornamentos y vasijas en regiones muy alejadas de donde los imperios manufacturaban esos artículos. Tan lejos como Cerdeña, por ejemplo, podía estar de Babilonia en el segundo milenio de antes de nuestra era. Permitiendo hablar, con todas las reservas posibles, de globalizaciones, colonianismos y apropaciones en esas épocas tan tempranas. Todo un fermento en el que se mezclaban las influencias más dispares y que servía para crear nuevos caminos, nuevas posibilidades, nuevas opciones. Nuevas culturas, en definitiva,

Una última reflexión. En nuestra civilización, la occidental, el concepto del lujo asiático ha sido una de las constantes a la hora de regir visión de las culturas no europeas. Esa idea nación en la  Edad Media, cuando Europa era las afueras de Eurasia -un lugar a trasmano que nadie pensaba en visitar o en conquistar-, como expresión de un complejo de inferioridad para una civilización que no pudo emular los logros de los imperios de Oriente hasta muy tarde. Tan longevo que incluso cuando Europa dominaba el mundo en el XIX, los nababs, rajás y emperadores de Asia se creían provistos de riquezas sin cuento... las causantes, en inversión vengativa de ese complejo, de su decadencia, inacción y lasitud. Justificación del dominio colonial al que se veían sometidos esos pueblos.

Sentimiento de inferioridad que no fue nuevo en la historia, sino que puede remontarse a algunos milenios atrás. A cuando los griegos se sentían igual de pobretones y pueblerinos frente a las glorias de Persas y Egipcios.





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