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domingo, 6 de octubre de 2019

Los laberintos del amor (I)
















































Gracias al Cine Estudio del Bellas Artes, me he pasado el verano viendo películas de Jacques Demy. No sólo la archiconocida Les Parapluies de Cherbourg (Los paraguas de Cherburgo, 1964), sino también la arrebatadora Les Demoiselles de Rochefort (Las señoritas de Rocherfort, 1967) y la descacharrante Peau d'Âne (Piel de Asno, 1970). Todas ellas desbordantes de una mezcla entre optimismo y melancolía, de romanticismo rayano en la cursilería, temperado con un fondo de escepticismo realista, que me parecía lo más apropiado para apartarme del abrumador pesimismo Bergmaniano. O al menos servir para moverme a otros universos fílmicos que no fueran tan tenebrosos y agotadores, en los que el suicidio, propio o de los demás, de manera estricta o mediante la vía de la locura, no fuera la única salida. Así que cogí el pack Demy que había editado Criterion hace unos años y me dispuse a verlo por entero.

Por orden cronológico, la primera película es Lola (1961), que también fue el primer largometraje de Demy. Pues bien, me temo que no ha llegado a convencerme por completo, principalmente porque hay una disonancia entre forma y contenido que el director no llega a resolver, excepto en un par de ocasiones. Dado que se trataba de un director primerizo, con apenas unos pocos cortos a las espaldas, este traspiés era de esperar, disculpable e incluso necesario. En mi opinión, más vale que un director con talento se tope con problemas en su primera obra, a que consiga, por pura chiripa, una obra maestra. Lo primero, le llevará a limar las asperezas de su primer intento, mejorando en obras sucesivas; lo segundo, a intentar emular ese acierto único, lo que bien le llevará a repetirse y acomodarse, bien a perderse en un laberinto de dudas e imposibilidades.

En el caso de Lola y Demy, en esa obra se encuentran ya las constantes temáticas del resto de sus películas, al menos de aquéllas de su época de gloria: el vagabundeo de unos amantes que no se encuentran ni en el espacio ni en el tiempo, siempre desincronizados en su sentir; un regusto agridulce, de raigambre melancólica, en que felicidad y plenitud existen sólo en el pasado o en el futuro - fuera, siempre, por tanto del marco temporal de la película -, mientras que en el presente sólo se encuentra amargura, desaliento y fracaso; una confesa y premeditada idealización de estos sentimientos románticos, proveniente de épocas cinematográficas ya cerradas y concluidas, incluso expresada en esos estilos periclitados, pero que es el único modo de evitar la caída en el ridículo y hacerlo verosímil y creíble. Para un publico -el de los sesenta y el del presente- ya demasiado escéptico, desconfiado y hastiado.

Esa necesidad contradictoria de involucrarse en lo temático para distanciarse en los estético se tornaría la seña de estilo de Demy en sus obras posteriores, único medio de impedir el derrumbamiento de sus frágiles edificios cinematográfica. Pues bien, en ese sentido Lola nace coja. En su acabado visual, Demy escoge el estilo desarreglado y descuidado, casi documental, que la Nouvelle Vague acababa de poner de moda. Una revolución visual en pos de una espontaneidad que el cine medido y planificado había olvidado por completo, así como de una cercanía al público que las producciones de qualité habían desdeñado, como signo de traición y rebajamiento artístico.

Así, en Lola abundan los fragementos con cámara al hombro, en la que el operador evoluciona al compás de los personajes, en ocasiones casi tropezando con ellos, en otras apartándose para evitar el choque. Los exteriores e interiores son lugares reales, bañados por una iluminación natural que, demasiadas veces, deja a los personajes en contraluz o borra sus facciones, sin que esto obedezca a una necesidad expresiva. Por último, el blanco y negro sirve para subrayar ese carácter documental, de realidad apresada al vuelo, lejos de un color que pudiera haber sido virado y saturado, que entonces parecía falso y mentiroso,

Rasgos superficiales, poco asimilados, de esa Nouvelle Vague que acababa de sacudir el mundo del cine, con el agravante de que, en el caso de Lola, trabajan en contra de lo que la película quiere y pretende ser. Su delicada trama de amores nunca consumados queda ahogada en ese realismo a ultranza, traicionándolo a la vez. Por ejemplo, el cabaret en que trabaja la protagonista ni es sórdido, como reclamaría el realismo, ni refugio de sueños perdidos, como exige el guión. Se queda a medias, en un terreno ambiguo, indefinible. Al tiempo alejado del público e indiferente para él.

Fractura que se extiende al resto de la película y la lastra sin remedio. Una pena.

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